por Luke Stobart
Lunes, 22 de Octubre de 2012 01:08
En este artículo se explica, más allá de todo lo que se ha dicho, de dónde viene realmente la crisis y por qué son inevitables en el capitalismo. [TAMBÉ EN CATALÀ]
Constantemente se habla en los medios de comunicación sobre las causas de la actual crisis y de su “solución”. Para el Gobierno, el contador de la crisis sólo se activó cuando el Estado se endeudó, haciendo que la “única receta” fuera el desmantelamiento del estado de bienestar. Intentan borrarnos la memoria de los grandes rescates al sistema financiero que hasta ahora, según algunos cálculos, representa el 21% del PIB estatal.
Otros reconocen que se cometieron “errores” antes de la crisis, pero limitados al “exceso de ladrillo”. La solución, para ellos, pasa por seguir por el mismo crecimiento neoliberal pero con más diversificación económica y transparencia. Esta idea se solapa bastante con la crítica más a fondo realizada por economistas de la izquierda combativa, según los cuales la causa de la crisis ha sido el “modelo español”, basado en la construcción, las inmobiliarias y los bancos.
Hay algo de verdad en esta idea. El año anterior a la crisis se construyeron más casas en el Estado español que en Alemania, Italia y el Estado francés juntos. El reciente “éxito” de atraer al Estado el mega proyecto Eurovegas demuestra que este modelo sigue en pie.
No obstante, hay problemas con ver la crisis en estos términos. Primero, muchos otros estados sufrieron o sufren una gran burbuja inmobiliaria, como por ejemplo hoy en día China y Brasil. Además surge la pregunta ¿por qué las inversiones de capital se concentran tanto en ciertos sectores? Para contestar esta pregunta es útil consultar las ideas de Marx y de economistas marxistas contemporáneos.
La fuente de beneficios
Marx identificó dos divisiones fundamentales en la sociedad. La primera divide la clase minoritaria que monopoliza los medios de producción (fábricas, oficinas y herramientas) de la mayoría, que para poder sobrevivir necesitan trabajar para los primeros. Tenemos el “lujo” de elegir trabajar para un capitalista u otro (si hay trabajo), pero estamos obligados a trabajar para la clase capitalista, que en consecuencia paga un salario muy inferior al valor real de nuestro esfuerzo y preparación. Así, el trabajo asalariado es la fuente última de todos los beneficios en el sistema, incluidos los que luego acaban en manos de banqueros en forma de intereses.
El proceso de explotación se intensifica debido a otra división clave en el capitalismo: la que se da entre los propios capitalistas. Al competir SEAT con Renault, por ejemplo, y viceversa, siempre hay una carrera para reducir costes. También los estados capitalistas compiten para atraer inversiones.
La competencia intercapitalista urge revolucionar los medios y métodos de producción (haciendo que Marx reconociera el carácter dinámico de la producción capitalista), que resulta en introducir nuevas máquinas y herramientas para producir lo mismo o más con menos trabajadores (crecimiento de “la composición orgánica del capital” según el término marxista). El primer empresario que invierte en sistemas nuevos, obtendrá la ventaja de ser el más eficiente, y poco a poco los demás capitalistas seguirán su pauta para no quedarse atrás.
Pero lo que es lógico para un solo capitalista, no siempre lo es para el sistema en su conjunto. A nivel global, ahora la clase capitalista emplea a menos personas en comparación con el capital invertido. El resultado es una crisis de rentabilidad, dado que es el empleo de personas (y no máquinas) lo que crea los beneficios. Esto lo admiten indirectamente los gobiernos cuando insisten en reducir los salarios para “recuperar la rentabilidad”. Varios estudios sobre la economía en el Estado español de las últimas décadas han identificado grandes caídas en la tasa de beneficios (o beneficios por inversión), lo cual desincentiva las inversiones ya que su único propósito es aumentar su valor.
Los gobiernos del PSOE y el PP han intentado contrarrestar este declive, y las diversas recesiones que lo acompañan, por medio de la precarización del empleo y otras políticas a favor del capital. Como consecuencia, junto con la estabilidad monetaria creada por la adopción del Euro, creció la economía, bajó el paro, pero se estancaron los salarios y aumentó la desigualdad social.
Ha habido una evolución reciente no tan distinta en otros países desarrollados. El economista marxista Guglielmo Carchedi muestra claramente que en el motor de la economía mundial, EEUU, ha habido una clara correlación entre el crecimiento de la composición orgánica del capital y la caída en la tasa de beneficios (véase el gráfico). También destaca que el crecimiento de la proporción de trabajo respecto a la maquinaria fue más rápido que el aumento de la tasa de explotación, haciendo inevitable la crisis.
Tasa de ganancias promedio (ARP)
y la composición orgánica del capital (C/V)
para los sectores productivos, 1948-2009
y la composición orgánica del capital (C/V)
para los sectores productivos, 1948-2009
Las tendencias identificadas también provocaron la forma del estallido: la crisis financiera-inmobiliaria. Ante una situación general de baja rentabilidad, los capitalistas centraron sus inversiones en los “valores en alza”: primero, en las acciones de las empresas “puntocom”; luego, en la vivienda; en este último caso haciendo disparar sus precios. El “efecto riqueza” resultante animó a un peligroso e insostenible endeudamiento familiar que también ha sido un factor en la crisis.
Cuando pinchó la burbuja del ladrillo, este sector dejó de impulsar lo que era una economía débil en sus fundamentos para empujarla atrás. Intoxicó masivamente las cajas, hecho que se escondió hasta hace poco y que los dos grandes partidos no arreglaron, en parte por sus enormes vínculos con su gestión.
La crisis no es sólo de un sector o ni siquiera una crisis financiera; es claramente sistémica (también del sistema productivo). Además es mundial, gracias a procesos similares en países como EEUU, donde un colapso en un solo subsector inmobiliario contagió al sistema bancario mundial a causa de unir deuda de alto riesgo con deuda más segura en “nuevos productos financieros” opacos. Éstos se revendieron en cadena con el aval de las mercenarias de evaluación crediticia.
La crisis de la deuda de los estados (o “soberana”) es solo la continuación de esta misma crisis. No se redujo la crisis con los históricos rescates, sino que se convirtió en estatal. Cuando estalla otro banco, el último la corrupta Bankia, y el estado vuelve al rescate, el contraste con su pasividad ante los problemas mucho mayores de las personas se hace evidente y nos recuerda el origen de los males y quiénes deberían pagar por ellos.
Matando al paciente
Otra causa de la profundidad de la crisis en el Estado son las políticas de “austeridad” que imponen a los países periféricos de la eurozona, pues deprimen el gasto cuando menos se necesita hacerlo. Esto lo reconoce hasta el conseller de Economía de la Generalitat de Catalunya, Andreu Mas Colell, un recortador en serie que había atacado al PP por no hacer reformas suficientes. En una entrevista a la BBC reconoció que la medicina de los recortes “mataba al paciente”.
En gran parte estas reformas las imponen los líderes europeos, aunque sin resistencia por parte de los gobernantes neoliberales de la periferia. Los recortes salvajes adoptados por el PP en julio son casi idénticos a los previstos en el memorando del rescate debatido en el parlamento alemán semanas antes. Merkel y compañía no pueden ignorar que el control europeo directo sobre Grecia, donde se sustituyó a un presidente elegido por un banquero, contribuyó a derrocar a dos gobiernos pro-austeridad, junto con las huelgas generales.
Por tanto, durante la crisis soberana posterior en que entró el Estado español, han intentado disimular su control, o controlar indirectamente, principalmente marcando férreos máximos del déficit.