Julio de 2013
La sangre del pueblo egipcio sigue regando las calles diariamente. El nuevo Egipto que se anuncia no es nada venturoso si los arquitectos del mismo son Tantawi y su ejército propentagonal.
En varios artículos de estas páginas se advertía la situación de rebelión permanente en Egipto y se señalaba con una claridad contundente el estado de latencia de las crisis políticas del Magreb. Las mismas se habían evidenciado incontrastablemente en lo que las narrativas hegemónicas llamaron “primavera árabe” y que con toda precisión podríamos llamar “primavera salafista” o la puesta en práctica de la construcción del proyecto obamista imperial de Gran Medio Oriente. Esta situación abierta, de crisis no resuelta, a la luz de la oscuridad y obturación que la circulación de noticias mundial ofrece, resultaban para algunos simples agorerías de entusiastas analistas amigos de las rebeliones populares. Pero los acontecimientos de los últimos meses vienen a afirmarlas como justas miradas de la coyuntura.
La ofensiva proimperialista en el Magreb no sólo responde a la consolidación del proyecto Gran Medio Oriente sino que además aporta a la norteamericanización de África, en un momento donde el continente negro se ha convertido en escenario destacado de su proyecto de consolidación hegemónica global y de competencia interpotencias.
No hay una sola mueca de política exterior, ni de política interna de la era Mubarak, que permita pensar en una disfuncionalidad de la gestión del ex presidente egipcio respecto de los proyectos de largo alcance de Estados Unidos e incluso de Israel. Lo mismo sucede con tantos otros dictadores y agentes pronorteamericanos a quienes en determinadas circunstancias, sin razones aparentes, el Imperio les suelta la mano y los deja librados a las crisis que sus propias gestiones de gerenciamiento proimperial ocasionan, y que en general terminan devorándolos. Esto pasó con Hosni Mubarak, que luego de décadas de ejecutar y acompañar las líneas largas de política exterior israelí y norteamericana (al punto de involucrarse en la Guerra de invasión del Golfo contra la nación árabe de Irak) va a encontrarse cercado y sin posibilidad de continuidad.
El Imperio desecha lo que no le es útil. La cuestión está en advertir dónde reside la “inutilidad” de sus más fervientes y despreciables sirvientes. Ahí precisamente es dónde para quienes desdeñan de la posibilidad popular de determinar las situaciones políticas se expone su falacia. Porque justamente una de las principales razones de su limitación para seguir gerenciando las políticas imperiales es justamente que el Pueblo ya no quiere ni permite la posibilidad de reproducción de estos regímenes que se van volviendo -en la medida de su anquilosamiento- más autoritarios, excluyentes y proscriptivos.
Los analistas amigos de las teorías conspirativas, fortalecidos en su manera de mirar la elocuencia de la sobredeterminación imperial de la resolución de distintas crisis que se fueron sucediendo, pierden el norte y terminan creyendo que todo es obra de distintas maniobras del Imperio. Como cuando los romanos se explicaban la historia, guerras y conquistas como antojos y decisiones de los Dioses del Olimpo, quienes determinaban los destinos de los humanos, como si se tratase de sus juguetes.
Pero lo cierto es que en esta construcción del Gran Medio Oriente la ineficacia de los gobiernos de corte autoritario y dictatorial se manifestó además en su incapacidad de resolución mínima de políticas de inclusión y contención social. Es el colmo del cinismo leer las impugnaciones del Emir de Qatar contra Assad en Siria respecto a su ilegitimidad democrática, cuando el que realiza la impugnación es nada menos que un Emir ¡dinástico!
No es el objetivo de este trabajo describir y reflexionar más profundamente sobre la significación de los cambios de gobiernos en el Magreb, pero sí vamos a afirmar aquí que existen dos situaciones concurriendo, las que se manifiestan en la historia de manera dialéctica, justamente, aquello de “que los de abajo no quieren seguir viviendo como antes (…) (y) los de arriba no puedan seguir administrando y gobernando como antes”. Es lo que Lenin llama Situación Revolucionaria; situaciones que están evidenciadas en la región del Magreb desde la denominada primavera, que obliga al Imperio a cambiar los elencos de dominación, e incluso, las formas de dominación.
El benalismo sin Ben Alí de Gannouchi en Túnez y los distintos experimentos que la NED[1] propone ante las distintas crisis que se van produciendo en los países de la región, son expresiones que van dando cuenta del intento fallido de reconversión de la dominación proimperial. Con estas experiencias, cuya manifestación más evidente del fracaso es justamente el gobierno de Mursi y la Hermandad Musulmana, las reivindicaciones populares largamente invisibilizadas y postergadas emergen cobrando centralidad en la escena política. Es mediante la visibilidad de estas reivindicaciones postergadas, a través de la legitimación de estos reclamos como operarán la deslegitimación de los regímenes anteriores para intentar sobredeterminar la sucesión de estas experiencias.
La Hermandad Musulmana tiene directa incidencia en la invasión y pretensión de destitución presidencial en Siria (se dice que los únicos sirios nativos del aglomerado que los grandes medios comunicacionales llaman “rebeldes sirios” son Hermanos Musulmanes, porque el resto son saudíes, libios, qataríes, españoles, turcos, etc.). Posee además firmes vínculos con el gobierno de Erdogan en Turquía, construyó una alianza financiera y política con el Emir de Qatar, recuperó gran incidencia sobre las decisiones de Hamas en Palestina, posee destacamentos en Líbano, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos, y tiene estrecha relación con la Casa Saud (especialmente el clan sudairi). No es, como puede verse, un partido político liberal, sino una poderosa organización de inspiración salafista, con ramificacionesinternacionales, una expresión islámica conservadora que recurrentemente ha servido a los intereses norteamericanos. No es un partido liberal del corte que auspicia la NED, sino que es una típica estructura de las llamadas yihaídistas, con una fuerte expresión militar. De hecho son, como organización, los autores confesos del asesinato del presidente de Egipto Anwar el Sadat en 1981. Por eso, desde el Washington Institute for Near East Policy se sostiene que luego de la caída de Mubarak, Obama debió haber apoyado al ejército. Si Obama quería proteger con efectividad los intereses estadounidenses en Egipto, debió haber apoyado no a los manifestantes de la Plaza Tahrir, sino la transición del poder desde Mubarak a Tantawi, líder del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, sostiene Robert Satloff en su artículo publicado en The Washington Post.
La corta gestión de la Hermandad Musulmana en el gobierno egipcio -de la cual Mursi no sólo es un referente público sino que es uno de los principales líderes de la Organización-, en el plano internacional no modificó las tendencias largas de la política exterior de Mubarak y en algún punto, en tal caso, profundizó y posibilitó algunas operaciones de EE.UU., como el enfriamiento de la relación de Hamas con Hizbullah e Irán y el sembradío de salafismo en distintos países de la región como una variable de poder posible para el proyecto imperialista, como el ya mencionado operativo destituyente en Siria. La precaria legitimidad del gobierno de Mursi ya ha sido abordada por muchísimos analistas desde el episodio de las tres constituciones y el referéndum de convalidación (en el que votaron apenas el 25 % de los electores), hasta la evidencia de la lucha popular en las calles. Pero podemos insistir en que esa protesta se manifestará, no sólo en términos de las reivindicaciones particulares económicas y de las condiciones de vida no resueltas para una inmensa parte del pueblo egipcio, sino que cuestionarán la posibilidad del Egipto Integrista propuesto por la ortodoxia de la Hermandad, que pretendieron imponer mediante la coacción, negando la riqueza cultural egipcia, negando su historia, su luminoso tránsito por el panarabismo laico, negando el presente.
Prestos siempre a la posibilidad de los “Plan B” asoman expresiones sectarias para proponer el desguace del gigante milenario del Magreb, una secesión territorial tan cómoda y pertinente a veces para los yanquis. Expresiones estas sostenidas por distintos intereses comerciales y sectoriales del imperio, aunque no de carácter hegemónico, en el interior del Imperio.
Lo cierto es que cuando uno espera la opinión del Departamento de Estado sobre la legitimidad del golpe de estado o no, solo encuentra evasivas. Evasivas lógicas fundadas en la cautela que el amo imperial se impone ante una disputa de sus gerentes, de sus sátrapas, por el control político. Y en la importancia que dan a sus intereses en Egipto, y por lo tanto, en la región.
Una sola cosa es segura, y es que la guerra civil que la Hermandad Musulmana está en condiciones de disparar frente a la destitución de Mursi, y que pudiera tener impactos extrafronterizos, no le sirve de ningún modo al proyecto imperial y mucho peor, no sólo no le sirve sino que asusta al Estado ocupacionista de Israel, vecino de Egipto. Por esto podría decirse que Obama nunca exigió la renuncia de Mursi y se mantiene en una posición reservada. En el mismo sentido, estos días, el Secretario de Defensa de EE.UU., Chuck Hagel, en comunicación con la máxima autoridad del Ejército de Egipto, Abdelfatá Al Sisi, según el comunicado del Pentágono, “hincapié en la necesidad de una transición civil pacífica en Egipto. También recalcó la importancia de la seguridad para el pueblo egipcio, los vecinos de Egipto y la región”. No se trata de discutir si la gestión de Mursi tiene mayor o menor legalidad y/o legitimidad. Tampoco se trata de discutir si es más funcional el salafismo de la Hermandad o el militarismo de Mohamed Hussein Tantawi (ministro de Defensa de Mubarak) respecto de todo el proyecto de construcción del Gran Medio Oriente proimperialista.
Lo que resulta evidente, y que ni el mayor amigo de Mursi (el Emir de Qatar) puede negar, es la incapacidad de Mursi de consolidar una situación de gobernabilidad al interior de Egipto. Y no resolver eso es no resolver el problema del poder en el país.
El ejército, como lo hizo en la destitución de Mubarak, se pretende y se impone como interlocutor de la Plaza Tahrir mientras ejecuta el golpe de estado. Es sin dudas el ejército más poderoso de la región. También es un ejército forjado en el ejercicio del poder del estado, con cierta retórica peligrosamente arabista y nacionalista. Es por lejos la institución más poderosa y presente en la vida cotidiana del país. Pero es un ejército asociado estratégicamente al Pentágono con su oficialidad absolutamente penetrada por la idea de equilibrio regional a partir de una paz consensuada y sostenida con EE.UU. e Israel. Justamente, EE.UU. es el principal aportante de ayuda militar, con un aporte anual que alcanza los 1.300 millones de dólares.
Hace un año el jefe militar Tantawi aparecía en imágenes originadas por la cadena Al Jazzera, flanqueado por Mursi y persiguiendo silente a los jóvenes izquierdistas y a los islamistas no salafistas. Anunciaba un nuevo Egipto y nuevas elecciones. Hace pocos días el mismo Tantawi asomaba flanqueado por los jóvenes del movimiento Tamarod (curiosa y profusamente promovido por las grandes cadenas transnacionales como la expresión más genuina de la Plaza) y el Frente de Salvación Nacional; la cadena Al Jazzera era censurada, anunciaba también una transición rápida monitoreada por el ejército de Tantawi.
La sangre del pueblo egipcio sigue regando las calles diariamente. El nuevo Egipto que se anuncia no es nada venturoso si los arquitectos del mismo son Tantawi y su ejército propentagonal. Algunos dejan traslucir la estrategia imperial cuando desde los más importantes think tanks occidentales aseguran que ese ejército es la única reserva de fuerza “capaz de estabilizar el país”, como sostiene un reciente artículo de Reza Aslan, del Council of Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores). Nadie tiene derecho a hacerse ilusiones respecto de una transición pacífica y despojada de crueldad, del Egipto proimperialista de Mursi al Egipto que venga. Menos si el encargado de buscar esa “estabilidad” del país tiene como mejor aliado al Pentágono.
La NED sigue conspirando entre los movimientos populares, como la USAID, tratando de desvirtuarlos, prostituirlos, o eventualmente desnaturalizarlos. Las condiciones estructurales que volcaron al pueblo a una situación de rebelión no se modificarán en tanto no sean genuinas expresiones de lo popular las que comanden los destinos del país. Una política de convivencia condescendiente con Israel y EE.UU. sólo reproducirá sometimiento, injusticia y saqueo.
De poder sortearse la posibilidad de la guerra civil reponiendo a Mursi o condicionando a nivel de nulidad la resistencia de la Hermandad Musulmana, el resultado de la transición será indudablemente proimperialista, lo cual no impugna ni desvaloriza las acciones del pueblo en las calles pariendo nuevas formas políticas, ganando experiencia, forjando nueva organización.
Hay una crisis política abierta que no se cerrará con una nueva elección. Pero tampoco con una mayor represión. En todo caso tratarán de postergar la crisis. Aunque no se trata de una crisis de hegemonía, existe una clara crisis de dominación que tiene su correlato en la imposibilidad de garantizar una gobernabilidad prolongada. Pese a los cambios de forma que puedan representar Mubarak, Mursi o Tantawi, sustancialmente están atravesados por lo mismo: la alineación a la política estratégica de EEUU e Israel. En la fuerza e inteligencia de lo popular está entonces la clave para seguir pensando otro mundo posible.
[1] Fundación para la Nueva Democracia es en realidad un Think Tank imperialista que promueve y apoya alternativas políticas funcionales a EE.UU. acordes a las necesidades y requerimientos de dominación de los países tercermundistas.