En junio de 2012 tuve la mala ocurrencia de redactar un pequeño texto llamado “El Error Arrate”. En él argumentaba que la izquierda había tocado fondo el 14 de diciembre de 2009 cuando Jorge Arrate, el llamado a iniciar y liderar el proceso de reorganización y reunificación de todos los archipiélagos balcánicos de nuestro sector, se asustó con la titánica tarea histórica y optó, en su lugar, por la más fácil de recurrir al auxilio de la Concertación, campeona mundial del neoliberalismo a ultranza.
El texto no era nada sobresaliente ni apostaba por una gran tesis política. Se limitaba simplemente a demostrar que Jorge Arrate, creador del financiamiento compartido como ministro de Educación de Aylwin, irrelevante y hasta regresivo para los derechos laborales como ministro del Trabajo de Frei, obsecuente con la defensa de Pinochet en Londres como ministro vocero también de Frei, fue, es y será un concertacionista irredento, un obrero no de los intereses y los proyectos de los dominados y las dominadas, de los explotados y las explotadas, sino, al contrario, un paladín de los intereses de la Concertación y, por esa vía, de los del gran capital y de los principales grupos económicos que operan en Chile. Por lo mismo, cuando hubo de enfrentar la encrucijada entre conducir a la izquierda en su proceso de volver a convertirse en una alternativa para Chile o ayudar a salvar a la Concertación, el 14 de diciembre de 2009 Arrate no se perdió. A sabiendas de que iba a romper confianzas y tirar al garete el liderazgo que había construido a pulso durante aquella campaña, simplemente decidió ir a darle respiración boca a boca a la candidatura insalvable de Frei. Y, según propia confesión, lo hizo con orgullo, pues ahora puede ufanarse de que nadie fue a gritarle a su casa “por tu culpa ganó Piñera” (sic).
El escenario para la izquierda chilena ese 14 de diciembre era devastador. Para empezar, tuvo que bancarse un paupérrimo 6,2% porque cometió el desatino de levantar un candidato muy concertacionista cuando la única forma de crecer en aquella elección era a costa de la Concertación, como lo hicieron Piñera disputándole el centro y Enriquez-Ominami el voto clasemediero “progre”. Luego, la fuerza que durante dos décadas había sido sostén de la izquierda, el Partido Comunista, por fin había hecho realidad su viejo sueño de participar en la repartija de las migajas del poder, estrenándose como nuevo integrante de la Concertación y dejando con ello huérfanos de herramienta electoral a sus leales y añosos vagones de cola. Por último, la incomprensiblemente adolescente preocupación del sexagenario Arrate por “el qué dirán” si no respaldaba a Frei, dejó a la izquierda sin el único liderazgo que en ese momento podía tender puentes sobre las centenarias desconfianzas que dominaban las relaciones entre un centenar de grupúsculos expertos en dividirse, diluirse y hacerse cada vez más irrelevantes. En suma, el 14 de diciembre de 2009 la izquierda chilena quedó en la lona: insignificante en términos electorales, con su principal herramienta político-electoral en tránsito al bloque neoliberal y sin liderazgo que la condujera en el tortuoso camino de la reconstrucción política y social.
El propósito de “El Error Arrate”, por supuesto, no era sólo analítico. Era también y fundamentalmente político: pretendía aportar elementos de debate al proceso de definición del candidato o la candidata de la izquierda para las elecciones de 2013. Por ello, fue escrito para publicarse después del 28 de octubre de 2012, precisamente cuando, con resultados electorales en la mano, dicho proceso debía comenzar.
Sin embargo, mientras se acercaba la contienda municipal crecía el rumor de que el Partido Humanista y otros pequeños grupúsculos de la balcanizada izquierda chilena iban a aventurarse con la candidatura de Marcel Claude. Y, ante eso, bastaron menos de dos minutos de reflexión y análisis para concluir que lo de Arrate y el PC en 2009 no estaba ni cerca del fondo del pozo. Así que di por falseada mi tesis, decidí tirar el texto al tacho de la basura y me autoimpuse la obligación de sentarme a conversar con quien fuera necesario para disuadirlo o disuadirla del politicidio a que conduciría una candidatura que, según creía entonces, ignorante de las verdaderas dimensiones de lo que se venía, tenía tantas yayas que ni por casualidad iba a concitar la unidad de las fuerzas de izquierda, sino todo lo contrario.
Bastó sentarme con un militante humanista, con el líder de uno de los tantos grupúsculos de la balcanizada izquierda y, finalmente, con un futuro vocero de “Todos a La Moneda” para entender que mi gesta no tenía propósito. Ninguno de mis argumentos fue suficiente para sobreponerse a la mezquindad del cálculo cortoplacista. No importó que se les demostrara que era una grave incoherencia y un flanco demasiado débil que un candidato de la izquierda, cuando le toca el rol de empleador, no respete ni siquiera los escuálidos e insignificantes derechos que se digna a proteger el ordenamiento laboral chileno. Tampoco importó que les recordara que, más allá del culebrón del despido, el manejo financiero de los recursos de Oceana mientras estuvo bajo la dirección de Claude no brilló precisamente por su honestidad y transparencia. Mucho menos eficaz fue mi presentación de antecedentes sobre un currículum académico sin logros, sobre una carrera de tecnoburócrata de la sociedad civil con más fracasos que éxitos, sobre una historia laboral en el Banco Central en dictadura llena de dudas y puntos oscuros, sobre conocidos arranques de violencia contra trabajadores bajo su dependencia laboral e incluso contra integrantes de su propia familia… Mi insistencia en estos puntos fue ampliamente sobrepasada por la porfía de mis interlocutores en negar su importancia política.
Pero mi gesta fracasó fundamentalmente porque fui incapaz de convencer a mis interlocutores de que la lectura política de base que conducía a la proclamación de Claude no tenía asidero alguno. Dicha lectura suponía un movimiento estudiantil que el 2011 había cambiado para siempre la historia de Chile, que había puesto en entredicho “la legitimidad del modelo” y que, en el proceso, había logrado por fin politizar a los y las estudiantes de todo Chile. En este escenario –continuaba la lectura equivocada–, cinco millones de chilenos y chilenas que nunca antes habían votado, la mayor parte de ellos y de ellas menores de 35 años, iban a ser determinantes en el resultado final de las presidenciales. Y el candidato adecuado para este escenario no podía ser sino el que mejor estuviese posicionado en el mundo estudiantil, que era la llave de entrada al voto joven… Estos cándidos lugares comunes y otros similares pueden apreciarse en todo su esplendor en entrevistas al propio Marcel Claude y enescritos y videos de sus voceras.
Evidentemente, al poco andar de la campaña quedó claro que el grave error de lectura del escenario histórico iba a ser un dolor de cabeza menor para las pretensiones de quienes lo proclamaron. Al final de cuentas, el peor problema para la candidatura de Marcel Claude terminó siendo el propio Marcel Claude. No sólo brilló por delirios patológicos de grandeza y una prepotencia desmedida para la escasa solidez de su discurso o para su incapacidad de fundamentarlo con argumentos rigurosos y convincentes. Lo que es aún más impresionante e imperdonable: salvo por uno, cometió todos y cada uno de los errores más básicos que se pueden cometer en una campaña. Se solazó exagerando, se trapicó de tanto maltratar a periodistas y de “huevonear” dichos de contrincantes, se restó apoyos fundamentales por atribuir públicamente a sus encantadoras dotes personales los escasos resultados positivos generados por el trabajo colectivo de sus adherentes.
El resultado de tanto burdo error está a la vista: después de gritar a los cuatro vientos que la de Claude era la única candidatura que podía pasar a segunda vuelta porque llenaba aulas universitarias (¡sic!), que después de décadas de un profundo sueño social él había logrado por fin el tantas veces buscado “despertar de las masas” (¡sic!), que su programa era tan sólido y convincente que convocaba a mayorías (¡sic!)… En fin, después de una farra de narcisismo y de lecturas políticas equivocadas hasta decir basta, lo de Claude terminó siendo un tremendo fiasco. Con algo más de humildad, su 2,8% podría haber calificado como un esfuerzo digno. Pero la prepotencia de Claude y de sus voceros y voceras fue tan desproporcionada que el 2,8% es algo más que una bofetada y un estrepitoso fracaso. Es un fiasco vergonzoso.
Lo más triste del fiasco Claude es que no afecta sólo a quienes cometieron la torpeza imprudente de ponerlo en la papeleta. Al contrario. Tiene profundas consecuencias para toda la izquierda chilena, pues parte importante de las ideas que sus militantes hemos trabajado colectivamente durante años quedó en manos del peor vocero posible. Nuestras banderas de superar el neoliberalismo, de la Asamblea Constituyente, de un nuevo Código Laboral pro trabajador y trabajadora, de un sistema previsional de reparto, de un sistema electoral democrático, de la educación, la salud y la vivienda como derechos fundamentales, de una superación del orden patriarcal, del derecho a la autodeterminación de nuestros pueblos indígenas, de la renacionalización de nuestros recursos naturales… todas nuestras principales banderas quedaron indisolublemente ligadas a las groserías e incapacidades de argumentar de Marcel Claude. Y con eso, los y las responsables de su candidatura nos han duplicado la carga: ya no sólo debemos perfeccionar y hacer más convincentes las ideas que constituyen la base del proyecto de la sociedad justa, democrática y del buen vivir que queremos construir; además, estamos obligados y obligadas a resignificar y cambiar las implicancias de esas ideas para limpiarlas de cualquier vestigio de Claude y su fiasco. Y todo esto por el autoconvencimiento irreflexivo de que, gracias a los y las estudiantes, “el modelo se caía” y que, por tanto, el salto histórico estaba a la vuelta de la esquina, esquina además, que se creía electoral.
No tiene mucho propósito desperdiciar este valioso espacio para extenderse con una demostración y explicación de lo que hoy es obvio incluso para quien no quiera mirar: el movimiento estudiantil fue derrotado tan pronto como comenzó el año 2012 y el así llamado “modelo”, lejos de derrumbarse, está siendo parchado con un lifting por aquí, una lipo por allá y un par de implantes de silicona acullá; así combate los estragos del tiempo y renueva, tranquilamente y sin complejos, los votos matrimoniales que le unen a su amante más fiel y constante, la Concertación. Al contrario. Lo fundamental a estas alturas para la izquierda chilena es empezar a hacer el ejercicio reflexivo que nadie quiso hacer respecto al “Error Arrate” para sacar las lecciones históricas mínimas del caso.
La más fundamental de las lecciones históricas que cabe sacar, no sólo del “Fiasco Claude” sino también del “Error Arrate”, es que el 2013 echó por tierra la concepción de la política de izquierda que alimentó la proclamación de ambos candidatos. Dicha concepción sostiene, tácita o explícitamente, esa extraña convicción de que los objetivos histórico-políticos de la izquierda se alcanzan sin necesidad de hacer la pega dura de la construcción y acumulación de fuerzas. En lugar de canalizar recursos y energías hacia la creación de organización en los territorios o hacia disputarla en los frentes de masas, quienes adhieren a dicha concepción se dedican durante tres años al trabajo liviano de la sociabilidad: un foro con los amigos por aquí, un seminario con los compañeros por allá, un acto con una convocatoria de a lo sumo 100 personas acullá, un encuentro de todos/as los/as semejantes para levantar, ahora sí que sí, “el gran referente político de la izquierda”, pero, por supuesto, en un auditorio cerrado y bien cómodo; nada de salir a ensuciarse los zapatos con el polvo del territorio.
La concepción de marras llama “política” a todas estas actividades de sociabilidad y las considera suficientes para disputar el poder político en las elecciones presidenciales. Pero sólo en ellas, pues las municipales y las parlamentarias demandan demasiado trabajo y quienes adhieren a la concepción quieren evitar la fatiga. Al comenzar el cuarto año, sin embargo, se les abre el apetito, sacan los colmillos y… y… y… No, no se ponen por fin a crear y/o disputar organización para acumular fuerzas. Eso supone demasiado trabajo. Se ponen a buscar al candidato clasemediero (exacto: nada de candidatas ni de representantes del mundo popular; para esta izquierda, las contiendas presidenciales son cosa de machotes con privilegios socioeconómicos) que, supliendo toda la pega no hecha durante los tres años anteriores, haga el milagro y dé el batatazo en la papeleta.
La definición estratégica, la profunda filosofía detrás de esta concepción política de la izquierda es: “…hay que elegir al mejor candidato hombre, de clase media y con la suficiente formación académica para expresar de corrido un par de ideas fuerza…”. Con ese mantra se pretende invocar el milagro. Pero, por supuesto, cuando, como es obvio, el milagro no ocurre, esta concepción tiene siempre lista su excusa: no es culpa del caudillo ni de pretender que la lucha política se resuelva definiendo candidatos; es culpa de la sociedad y la democracia chilenas, que se han resignado o son incapaces de abrir los ojos y ver la realidad tal cual es (sic).
De forma tácita o explícita, como se había adelantado, esta concepción de la política de izquierda predomina entre los y las principales responsables de proclamar a Arrate y Claude, que fueron, por cierto, los mismos y las mismas responsables de conducir sus campañas. No es fácil bautizarla con precisión. Por su aversión al trabajo político riguroso y sistemático, podría llamarse “la concepción de la izquierda ociosa”. Por lo básico de sus razonamientos respecto a la historia, lo político y la lucha electoral, también le podría caber el nombre de “izquierda simplista”. Por su respuesta al problema del cómo alcanzar los objetivos de la izquierda, podría llamarse también “la izquierda caudillista”. Para evitar herir susceptibilidades, dejémosle este último nombre.
Y bien, decía que la principal lección histórica de los experimentos electorales de 2009 y de 2013 es que el caudillismo y su peculiar “definición estratégica” están lejos de ser el camino para la izquierda chilena. Si el Error Arrate había puesto la señal de alarma respecto a su viabilidad, el Fiasco Claude sumió al caudillismo de izquierda en una crisis terminal, prácticamente lapidaria. Ambos experimentos mostraron no sólo que es insuficiente. La elección de 2013 probó además que termina siendo contraproducente, pues, por un lado, se pretende imponer al caudillo clasemediero a los actores que sí hacen la pega de construir organización y fuerzas, mientras que, por el otro lado, terminada la elección, ni siquiera los grupúsculos que proclaman al caudillo son capaces de mantenerse unidos y de continuar un trabajo político compartido en las luchas no electorales posteriores. La política del caudillismo, además de inconducente e ineficaz, es fuente de tensión y desunión en la izquierda.
La prueba más contundente de que la última elección presidencial sumió a la izquierda caudillista en una crisis terminal la han dado estos últimos meses algunos de los principales protagonistas de las campañas de Arrate y Claude. Vienen emitiendo señales consistentes de estar considerando seriamente la posibilidad de usar la carta del caudillo hombre clasemediero también para el 2017. Pero esta vez no tendría domicilio político-ideológico en la izquierda, sino en el así llamado “progresismo”.
Este viraje ¿táctico?, ¿ideológico?, probablemente constituya la aceptación final de que el caudillismo ha probado ser inconducente para la izquierda. No deja de ser curiosa, eso sí, la renuncia a la izquierda al mismo tiempo que se porfía en la política caudillista. El camino de Damasco que lleva al “caudillismo progresista” podrá alterar las que se suponían profundas convicciones políticas, pero nunca la fidelidad al principio del mínimo esfuerzo.
Sólo queda esperar que antes de terminar de instalarse en el progresismo hagan un mea culpa público por la grave irresponsabilidad de haber puesto a Marcel Claude en la papeleta. Ése es el único camino que les evitará abandonar la izquierda por la puerta de la cocina…