jueves, 18 de octubre de 2012

¿PODER POPULAR BAJO EL CAPITALISMO?


Nota, este breve texto fue escrito para una revista vasca, por lo que llevaba el título de ¿Poder popular bajo el imperialismo franco-español?, pero al colgarse ahora en la red se ha decido generalizarlo al conjunto del sistema explotador para que se comprenda rápidamente su contenido. 

Iñaki Gil de San Vicente

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Una de las grandes deficiencias de la mayoría inmensa de las izquierdas occidentales es que ha roto la fusión cotidiana entre, por un lado, la crítica teórica, política, cultural, ética, etcétera, del capitalismo, y por otro lado, la lucha práctica por la creación de otras formas alternativas de vida, de autoorganización popular y obrera, de experimentación de otro modelo social opuesto al dominante. Tal fusión ha sido una constante que podemos rastrear desde las luchas campesinas y urbanas en el medievo, cuando las masas explotadas intentaban materializar utopías igualitaristas y milenaristas «así en la tierra como en el cielo», hasta ahora mismo en muchas partes del mundo en donde los pueblos trabajadores han de resistir a la devastadora crisis autorganizándose para satisfacer sus necesidades aplastadas por el capital.

A lo largo de estos tiempos, los movimientos campesinos, populares y obreros, y las izquierdas revolucionarias más consecuentes, han mantenido en la medida de sus posibilidades la decisión de forzar el modo de explotación, vida y reproducción social dominante en esos momentos, forzarlo más allá de lo permitido por el poder. Por ejemplo, el cooperativismo, la cooperación en general, la ayuda mutua autoorganizada, la reciprocidad y el trueque en cualquiera de sus formas, las redes sociales con poca o nula mercantilización interna, estas y otras prácticas que, como hemos dicho ya aparecen en el medievo de forma utópica y con el capitalismo industrializado, se han practicado y teorizado no sólo como formas de resistencia transitoria a las privaciones impuestas por la explotación sino también –y esto es decisivo- como embriones experimentales de otra forma social opuesta a la explotadora.

Dentro de las corrientes progresistas y socialistas y, en especial, en las anarquistas y marxistas, pero también en las socialcristianas y reformistas, ha existido y existe la certidumbre de que la mera resistencia economicista, centrada en la exclusiva defensa de los derechos laborales y salariales alcanzados apenas sirve para detener la ferocidad creciente de una patronal envalentonada. En el anarquismo y en el marxismo, muy especialmente, esta certidumbre va unida a la de la necesidad de avanzar en otras salidas materiales a la crisis y a los ataques del capital, consistentes en fusionar la lucha política y teórica radical con la autoorganización material expresada en las prácticas asociativas citadas genéricamente arriba. En las corrientes reformistas y socialcristianas esta perspectiva está amputada de todo contenido y finalidad revolucionaria, limitándose a buscar la mejora del sistema mediante la paulatina superación pacífica y gradual de sus componentes «malos», desarrollando los «buenos».

Centrándonos ya en la izquierda revolucionaria, la historia muestra que esta se ha esforzado en simultanear cuatro prácticas decisivas para el avance de la emancipación: la crítica práctica del sistema mediante la experimentación de embriones de protosocialismo inseparablemente unidos a la aparición de formas de contrapoder y de doble poder; la crítica política tendente a la destrucción del poder explotador y a la creación de un poder popular y obrero imprescindible para superar el capitalismo; la crítica teórica destinada a mejorar la praxis socialista en su conjunto y a desmontar la ideología burguesa; y la crítica ético-moral destinada a superioridad cualitativa del humanismo comunista sobre el humanismo burgués. No hace falta decir que esta cuádruple práctica se desarrolla con ritmos diferentes según contextos y circunstancias que no podemos analizar ahora.

Pero sí hay que decir que desde la mitad del siglo XX en adelante, el grueso de la izquierda occidental ha despreciado o abandonado esta cuádruple acción, limitándose en la mayoría de los casos al apocado y respetuoso parlamentarismo dentro del ordenamiento burgués, aceptándolo de facto, cuando no defendiéndolo públicamente ayudando a la burguesía en la represión de las fuerzas revolucionarias. Ahora esta izquierda, y sus sucesores nominales y herederos ideológicos, pagan las consecuencias de aquella mansedumbre y de aquel colaboracionismo encubierto o descarado. Tantos años de mansedumbre práctica, política, teórica y ético-moral ante la injusticia han debilitado y envejecido al máximo a su otrora fuerte y joven militancia, también le han aislado y separado de las resistencias y luchas que emergen aquí y allá, y  han destruido su dignidad crítica y orgullo insurgente. La izquierda occidental no recuerda ya lo decisivo que es el proceso que va del contrapoder al poder popular y obrero.

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La defensa economicista y democraticista contra la involución reaccionaria que avanza como una apisonadora sigue siendo tan necesaria como siempre lo fue. Nadie lo niega, y quien lo hiciere sería un suicida. Pero ella sola no detendrá nunca al monstruo; tal vez pueda retrasar en algo su avance, pero casi de inmediato la fiera multiplicará su brutalidad para recuperar el tiempo perdido y ampliar exponencialmente sus ganancias. Incluso aunque parte de la burguesía optase por una política débilmente neokeynesiana y de socialiberalismo menos cínico, incluso así la sola resistencia obrera y popular no detendría los ataques antisociales. Toda mentalidad defensista está condenada al fracaso y a preparar la derrota. De lo que se trata es de revertir lo defensivo en ofensivo, en ataque cuádruple: construir embriones de protosocialismo; avanzar hacia el poder popular y obrero; enriquecer la teoría, y superar éticamente a la irracionalidad egoísta burguesa.

La cuádruple práctica debe plasmarse en el proceso que iniciándose en los contrapoderes locales que vamos conquistando con nuestras luchas debe llegar a la construcción de un Estado obrero controlado desde fuera por un poder popular independiente y crítico, que vigile atentamente mediante la democracia socialista que ese Estado no degenere en una casta burocrática corrupta. Pero lo que ha de caracterizar esencial e internamente a todas las múltiples facetas y niveles de este proceso, así como a la cuádruple práctica descrita, es, sencillamente expuesto, la prioridad de la experiencia colectiva del pueblo, de la praxis colectiva que tienda a acortar en lo posible la inevitable y lógica distancia que existe entre los niveles más concienciados del pueblo trabajador y la militancia organizada en colectivos exigentes en la calidad humana de sus miembros. Lo que ha de conectar a todas las pares del proceso es la decisión ilusionada y autocrítica por derrotar al imperialismo franco-español, por alcanzar la independencia socialista vasca como parte de la liberación general humana. Lo que debe ser la columna vertebral del proceso es su voluntad ofensiva, activa, constructora ahora mismo, en el presente, de algunos de los cimientos del futuro, no de todos porque eso es obviamente imposible, sino de aquellos que puedan serlo.

Las bases decisivas de la independencia socialista y antipatriarcal vasca, como de cualquier otro pueblo ocupado, solamente podrán ir construyéndose inmediatamente después de  conquistar el Estado obrero vasco. Sin embargo, para llegar a este punto crítico de inicio también hay que construir otras bases previas, bases que demuestren al pueblo trabajador no sólo que es capaz de lograrlo sino que a la vez le demuestre que no tiene otra alternativa si es que en verdad quiere dejar de malvivir bajo la explotación. Para aprender a bucear, hay que echarse al agua, y es caminando como se aprende a correr. Que la izquierda occidental haya olvidado este principio elemental de la praxis no quiere decir que lo olvidemos nosotros. Quiere decir que no lo repitamos. Teniendo esto en cuenta, desde ahora mismo debemos pasar a la ofensiva de masas, popular y obrera, contra la opresión, lo que significa que debemos extender e intensificar la creación de contrapoderes locales que formen las bases iniciales para nuevos adelantos.

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Es contrapoder todo colectivo que en su campo específico de lucha sea capaz de obligar al poder que le explota a negociar con él, o al menos a tenerle en cuenta en el momento de elaborar nuevos planes antisociales, restrictivos, autoritarios. Un contrapoder, por ejemplo, es una asamblea obrera, vecinal, estudiantil, etc., suficientemente estable y autoorganizada que ha desarrollado la fuerza suficiente como para, al menos, ser temida por la patronal, por el ayuntamiento, por el rectorado universitario, de tal modo que no tienen más remedio que tenerla en cuenta siquiera preventivamente cuando urden nuevas injusticias. Otro ejemplo, un contrapoder es un colectivo de mujeres que con sus denuncias y movilizaciones expulsan de sus barrios y/o trabajos a violadores, agresores y otros machistas. Un contrapoder es, por tanto, un colectivo oprimido con poder suficiente para debilitar en algo o en mucho al poder explotador.

Bajo los demoledores ataques de la crisis capitalista, los contrapoderes han de avanzar además en el desarrollo de propuestas prácticas que superen las limitaciones insalvables de las leyes burguesas que sufren en concreto, demostrando mediante la pedagogía de la acción práctica que se puede ir construyendo las bases, los embriones, de una sociedad superior. Por ejemplo,  leyes contra los abusos financieros y bancarios, contra el poder de la propiedad burguesa, contra la tiranía de las grandes redes de distribución y de las inmobiliarias que destrozan la vida colectiva de los vecinos, contra los desahucios, contra la privatización de la enseñanza, contra el retroceso de lo derechos sociales colectivos y contra el avance de la violencia patriarcal en cualquiera de  sus formas, y un inacabable etcétera.

En toda nación oprimida, los contrapoderes han de reivindicar con requisito esencial la conquista del derecho de autodeterminación como irrenunciable garantía de calidad democrática, porque tal derecho es la plasmación a nivel general del derecho de autoorganización, autogestión y autodefensa que ese contrapoder específico ejercita en su misma autodeterminación cotidiana, diaria.

Pero el contrapoder tiene como única garantía de supervivencia su inclusión en una red más amplia que se materializa en grandes áreas sociales, de masas, de doble poder parcial. Un doble poder parcial es, por ejemplo, la fuerza movilizadora, política, teórica y ética de los movimientos populares capaces de condicionar a instituciones locales, provinciales, regionales, autonomistas y en su fase decisiva, al gobierno. Una situación de doble poder es aquella en la que el poder opresor y el poder liberador disponen de fuerzas similares en las cuestiones que les enfrentan, llegando incluso a un inestable y breve equilibrio de fuerzas que debe decantarse en uno u otro sentido opuesto en poco tiempo. Aunque parezca increíble, situaciones de estas son relativamente frecuentes en las luchas sociales, pero las gentes lo desconocen debido a la nefasta política de amnesia e ignorancia aplicada por el reformismo, que reduce las situaciones de doble poder, desnaturalizándolas, a pobres momentos de negociación a la baja, cuando en realidad había condiciones para la victoria, o al menos la suficientes para evitar la derrota.

En el proceso de ascenso de los contrapoderes a situaciones de doble poder, es de vital importancia el desarrollo de prácticas socioeconómicas, asociativas, comunales, de ayuda mutua, culturales, deportivas, etc., que conscientemente quieran ser embriones de una sociedad mejor,  y que por eso demuestren con la pedagogía de la acción que se puede y se debe construir un modelo social cualitativamente superior al capitalista. Por ejemplo, una cooperativa de producción y consumo que se guíe por la teoría del cooperativismo socialista, por la ética humana de la ayuda mutua y de la desmercatilización, del internacionalismo proletario, etc., esto pequeño paso es un importante contrapoder material  y simbólico que atrae la atención del pueblo, que abre caminos esperanzadores y que destroza las mentiras burguesas sobre la natural eternidad de la explotación asalariada, la opresión nacional y la dominación patriarco-burguesa.

Pero, al final, lo decisivo e irrenunciable es la cuestión del poder político. La política es la quintaesencia de la economía, y por tanto, cuando las situaciones de doble poder parcial se generalizan aparece como exigencia crítica la conquista del poder no sólo gubernativo sino estatal, la creación de un Estado obrero independiente. En la medida en que con anterioridad se haya recuperado la práctica de todo lo relacionado con los bienes comunes, la desmercantilización, la primacía del valor de uso sobre el valor de cambio, la coherencia y rectitud, etc., en esta medida habrán germinado embriones de protosocialismo que crecerán al calor de la política impulsada por el Estado obrero. Nunca hemos de dejar de insistir en que la esencia del problema radica en la conquista de la independencia estatal, del poder del pueblo trabajador, y mientras que éste no esté asegurado las conquistas parciales anteriores siempre estarán en peligro de exterminio sangriento.