(publicado en 1959)
Quizá no haya país en el mundo en que la palabra «guerrillero» no sea simbólica de una aspiración libertaria para el pueblo. Solamente en Cuba esta palabra tiene un significado repulsivo. Esta Revolución, libertadora, en todos sus extremos, sale también a dignificar esa palabra. Todos saben que fueron guerrilleros aquellos simpatizantes del régimen de esclavización española que tomaron las armas para defender en forma irregular la corona del rey de España; a partir de ese momento, el nombre queda como símbolo, en Cuba, de todo lo malo, lo retrógrado, lo podrido del país. Sin embargo, el guerrillero es, no eso, sino todo lo contrario; es el combatiente de la libertad por excelencia; es el elegido del pueblo, la vanguardia combatiente del mismo en su lucha por la liberación. Porque la guerra de guerrillas no es como se piensa, una guerra minúscula, una guerra de un grupo minoritario contra un ejército poderoso, no; la guerra de guerrillas es la guerra del pueblo entero contra la opresión dominante. El guerrillero es su vanguardia armada; el ejército lo constituyen todos los habitantes de una región o de un país. Esa es la razón de su fuerza, de su triunfo, a la larga o a la corta, sobre cualquier poder que trate de oprimirlo; es decir, la base y el substratum de la guerrilla está en el pueblo.
No se puede concebir que pequeños grupos armados, por más movilidad y conocimiento del terreno que tengan, puedan sobrevivir a la persecución organizada de un ejército bien pertrechado sin ese auxiliar poderoso. La prueba está en que todos los bandidos, todas las gavillas de bandoleros, acaban por ser derrotados por el poder central, y recuérdese que muchas veces estos bandoleros representan, para los habitantes de la región, algo más que eso, representan también aunque sea la caricatura de una lucha por la libertad.
El ejército guerrillero, ejército popular por excelencia, debe tener en cuanto a su composición individual las mejores virtudes del mejor soldado del mundo. Debe basarse en una disciplina estricta. El hecho de que las formalidades de la vida militar no se adapten a la guerrillera, que no haya taconeo ni saludo rígido, ni explicación sumisa ante el superior, no demuestran de manera alguna que no haya disciplina. La disciplina guerrillera es interior, nace del convencimiento profundo del individuo, de esa necesidad de obedecer al superior, no solamente para mantener la efectividad del organismo armado que está integrado, sino también para defender la propia vida. Cualquier pequeño descuido en un soldado de un ejército regular es controlado por el compañero más cercano. En la guerra de guerrillas, donde cada soldado es unidad y es un grupo, un error es fatal. Nadie puede descuidarse. Nadie puede cometer el más mínimo desliz, pues su vida y la de los compañeros le va en ello.
Esta disciplina informal, muchas veces no se ve. Para la gente poco informada, parece mucho más disciplinado el soldado regular con todo su andamiaje de reconocimientos de las jerarquías que el respeto simple y emocionado con que cualquier guerrillero sigue las instrucciones de su jefe. Sin embargo, el ejército de liberación fue un ejército puro donde ni las más comunes tentaciones del hombre tuvieron cabida; y no había aparato represivo, no había servicio de inteligencia que controlara al individuo frente a la tentación. Era su autocontrol el que actuaba. Era su rígida conciencia del deber y de la disciplina.
El guerrillero es, además de un soldado disciplinado, un soldado muy ágil, física y mentalmente. No puede concebirse una guerra de guerrillas estática. Todo es nocturnidad. Amparados en el conocimiento del terreno, los guerrilleros caminan de noche, se sitúan en la posición, atacan al enemigo y se retiran. No quiere decir esto que la retirada sea muy lejana al teatro de operaciones; simplemente tiene que ser muy rápida del teatro de operaciones.
El enemigo concentrará inmediatamente sobre el punto atacado todas sus unidades represivas. Irá la aviación a bombardear, irán las unidades tácticas a cercarlos, irán los soldados decididos a tornar una posición ilusoria.
El guerrillero necesita sólo presentar un frente al enemigo. Con retirarse algo, esperarlo, dar un nuevo combate, volver a retirarse, ha cumplido su misión específica. Así el ejército puede estar desangrándose durante horas o durante días. El guerrero popular, desde sus lugares de acecho, atacará en momento oportuno.
Hay otros profundos axiomas en la táctica de guerrillas. El conocimiento del terreno debe ser absoluto. El guerrillero no puede desconocer el lugar donde va a atacar, pero además debe conocer todos los trillos de retirada así como todos los caminos de acceso o los que están cerrados. Las casas amigas, y enemigas, los lugares más protegidos, aquellos donde se puede dejar un herido, aquellos otros donde se puede establecer un campamento provisional, en fin, conocer como la palma de la mano el teatro de operaciones. Y eso se hace y se logra porque el pueblo, el gran núcleo del ejército guerrillero, está detrás de cada acción. Los habitantes de un lugar son acémilas, informantes, enfermeros, proveedores de combatientes, en fin, constituyen los accesorios importantísimos de su vanguardia armada.
Pero frente a todas estas cosas; frente a este cúmulo de necesidades tácticas del guerrillero, habría que preguntarse: «¿por qué lucha?», y, entonces surge la gran afirmación: «El guerrillero es un reformador social. El guerrillero empuña las armas como protesta airada del pueblo contra sus opresores, y lucha por cambiar el régimen social que mantiene a todos sus hermanos desarmados en el oprobio y la miseria. Se ejercita contra las condiciones especiales de la institucionalidad de un momento dado y se dedica a romper con todo el vigor que las circunstancias permitan, los moldes de esa institucionalidad.»
Veamos algo importante: ¿qué es lo que el guerrillero necesita tácticamente? Habíamos dicho, conocimiento del terreno con sus trillos de acceso y escape, velocidad de maniobra, apoyo del pueblo, lugares donde esconderse, naturalmente. Todo eso indica que el guerrillero ejercerá su acción en lugares agrestes y poco poblados. Y, en los lugares agrestes y poco poblados, la lucha del pueblo por sus reivindicaciones se sitúa preferentemente y hasta casi exclusivamente en el plano del cambio de la composición social de la tenencia de la tierra, es decir, el guerrillero es, fundamentalmente y antes que nada, un revolucionario agrario.
Interpreta los deseos de la gran masa campesina de ser dueña, de la tierra, dueña de los medios de producción, de sus animales, de todo aquello por lo que ha luchado durante años, de lo que constituye su vida y constituirá también su cementerio.
Por eso, en este momento especial de Cuba, los miembros del nuevo ejército que nace al triunfo desde las montañas de Oriente y del Escambray, de los llanos de Oriente y de los llanos de Camagüey, de toda Cuba, traen, como bandera de combate, la Reforma Agraria.
Es una lucha quizás tan larga como el establecimiento de la propiedad individual. Lucha que los campesinos han llevado con mejor o peor éxito a través de las épocas, pero que siempre ha tenido calor popular. Esta lucha no es patrimonio de la Revolución. La Revolución ha recogido esa bandera entre las masas populares y la ha hecho suya ahora. Pero antes, desde mucho tiempo; desde que se alzaran los vegueros de La Habana; desde que los negros trataran de conseguir su derecho a la tierra en la gran guerra de liberación de los 30 años; desde que los campesinos tomaran revolucionariamente el Realengo 18, la tierra ha sido centro de la batalla por la adquisición de un mejor modo de vida.
Esta Reforma Agraria que hoy se está haciendo, que empezó tímida en la Sierra Maestra, que se trasladó al Segundo Frente Oriental y al macizo del Escambray, que fue olvidada algún tiempo en las gavetas ministeriales y resurgió pujante con la decisión definitiva de Fidel Castro es, conviene repetirlo una vez más, quien dará la definición histórica del «26 de julio».
Este Movimiento no inventó la Reforma Agraria. La llevará a cabo. La llevará a cabo íntegramente hasta que no quede campesino sin tierra, ni tierra sin trabajar. En ese momento, quizás, el mismo Movimiento haya dejado de tener el por qué de existir, pero habrá cumplido su misión histórica. Nuestra tarea es llegar a ese punto, el futuro dirá si hay más trabajo a realizar. Guerra y población campesina
El vivir continuado en estado de guerra crea en la conciencia del pueblo una actitud mental para adaptarse a ese fenómeno nuevo. Es un largo y doloroso proceso de adaptación del individuo para poder resistir la amarga experiencia que amenaza su tranquilidad. La Sierra Maestra y otras nuevas zonas liberadas han debido pasar también por esta amarga experiencia.
La situación campesina en las zonas agrestes de la serranía era sencillamente espantosa. El colono, venido de lejanas regiones con afanes de liberación, había doblado las espaldas sobre las tumbas nuevas que arrancaba su sustento, con mil sacrificios, había hecho nacer las matas de café de las lomas empinadas donde es un sacrificio el tránsito a lo nuevo; todo con su sudor individual respondiendo al afán secular del hombre por ser dueño de su pedazo de tierra; trabajando con amor infinito ese risco hostil al que trataba como una parte de sí mismo. De pronto, cuando las matas de café empezaban a florearse con el grano que era su esperanza, aparecía un nuevo dueño de esas tierras. Era una compañía extranjera; un geófago local o algún aprovechado especulador inventaba la deuda necesaria. Los caciques políticos, los jefes de puesto trabajaban como empleados de la compañía o el geófago apresando o asesinando cualquier campesino demasiado rebelde a las arbitrariedades. Ese panorama de derrota y desolación fue el que encontramos para unirlo a la derrota, producto de nuestra inexperiencia, en la Alegría de Pío (nuestro único revés en esta larga campaña, nuestra cruenta lección de lucha guerrillera). El campesinado vio en aquellos hombres macilentos cuya barba, ahora legendaria, empezaba a aflorar, un compañero de infortunio, un nuevo golpeado por las fuerzas represivas, y nos dio su ayuda espontánea y desinteresada, sin esperar nada de los vencidos.
Pasaron los días y nuestra pequeña tropa de ya aguerridos soldados mantuvo los triunfos de La Plata y Palma Mocha. El régimen reaccionó con toda su brutalidad y el asesinato campesino se hizo en masa. El terror se desató sobre los valles agrestes de la Sierra Maestra y los campesinos retrajeron su ayuda; una barrera de mutua desconfianza asomaba entre ellos y los guerrilleros; aquéllos por el miedo a la represalia, éstos por temor al chivatazo de los timoratos. Nuestra política, no obstante, fue justa y comprensiva y la población guajira inició su viraje de retorno a nuestra causa.
La dictadura, en su desesperación y en su crimen, ordenó la reconcentración de las miles de familias guajiras de la Sierra Maestra a las ciudades. Los hombres más fuertes y decididos, casi todos los jóvenes, prefirieron la libertad y la guerra a la esclavitud y la ciudad. Largas caravanas de mujeres, niños y ancianos peregrinaron por los caminos serpenteantes donde habían nacido, bajaron al llano y fueron arrinconados en las afueras de las ciudades. Por segunda vez Cuba vivía la página más criminal de su historia: la reconcentración. Primero lo ordenó Weyler, el sanguinario espadón de la España colonial; ahora lo mandaba Fulgencio Batista, el peor de los traidores y de los asesinos que ha conocido América. El hambre, la miseria, las enfermedades, las epidemias y la muerte, diezmaron a los campesinos reconcentrados por la tiranía; allí murieron niños por falta de atención médica y de alimentación, cuando a unos pasos de ellos estaban los recursos que pudieron salvar sus vidas. La protesta indignada del pueblo cubano, el escándalo internacional y la impotencia de la dictadura en derrotar a los rebeldes, obligaron al tirano a suspender la reconcentración de las familias campesinas de la Sierra Maestra. Y otra vez volvieron a las tierras donde habían nacido, miserables, enfermos y diezmados, los campesinos de la Sierra. Si antes habían sufrido los bombardeos de la dictadura, la quema de su bohío y el asesinato en masa, ahora habían conocido la inhumanidad y barbarie de un régimen que los trató peor que la España colonial a los cubanos de la guerra independentista. Batista había superado a Weyler.
Los campesinos volvieron con una decisión inquebrantable de luchar hasta vencer o morir, rebeldes hasta la muerte o la libertad.
Nuestra pequeña guerrilla de extracción ciudadana empezó a colorearse de sombreros de yarey; el pueblo perdía el miedo, se decidía a la lucha, tomaba decididamente el camino de su redención. En este cambio coincidía nuestra política hacia el campesinado y nuestros triunfos militares que nos mostraba ya como una fuerza imbatible en la Sierra Maestra.
Puestos en la disyuntiva, todos los campesinos eligieron el camino de la Revolución. El cambio de carácter de que hablábamos antes se mostraba ahora en toda su plenitud: la guerra era un hecho, doloroso sí, pero transitorio; la guerra era un estado definitivo dentro del cual el individuo debía adaptarse para subsistir. Cuando la población campesina lo comprendió, inició las tareas para afrontar las circunstancias adversas que se presentarían.
Los campesinos volvieron a sus conucos abandonados, suspendieron el sacrificio de sus animales guardándolos para épocas peores y se adaptaron también a los ametrallamientos salvajes, creando cada familia su propio refugio individual. Se habituaron también a las periódicas fugas de las zonas de guerra, con familias, ganado y enseres, dejando al enemigo sólo el bohío para que cebaran su odio convirtiéndolo en cenizas. Se habituaron a la reconstrucción sobre las ruinas humeantes de su antigua vivienda, sin quejas, sólo con odio concentrado y voluntad de vencer.
Cuando se inició el reparto de reses para luchar contra el cerco alimenticio de la dictadura, cuidaron sus animales con amorosa solicitud y trabajaron en grupos, estableciendo de hecho cooperativas para trasladar el ganado a lugar seguro, donando también sus potreros, y sus animales de carga al esfuerzo común. En un nuevo milagro de la Revolución, el individualista acérrimo que cuidaba celosamente los límites de su propiedad y de su derecho propio, se unía, por imposición de la guerra, al gran esfuerzo común de la lucha. Pero hay un milagro más grande. Es el reencuentro del campesino cubano con su alegría habitual, dentro de las zonas liberadas. Quien ha sido testigo de los apocados cuchicheos con que nuestras fuerzas eran recibidas en cada casa campesina, nota con orgullo el clamor despreocupado, la carcajada alegre del nuevo habitante de la Sierra. Ese es el reflejo de la seguridad en sí mismo que la conciencia de su propia fuerza ha dado a los habitantes de nuestra porción liberada. Esa es nuestra tarea futura: hacer retornar al pueblo de Cuba el concepto de su propia fuerza, de la seguridad absoluta en que sus derechos individuales, respaldados por la Constitución, son su mayor tesoro. Más aún que el vuelo de las campanas, anunciará la liberación el retorno de la antigua carcajada alegre, de despreocupada seguridad que hoy ha perdido el pueblo cubano.