por Noam Chomsky
Jueves, 12 de Septiembre de 2013
Hoy, los principales arquitectos de las políticas públicas no son
los comerciantes y los fabricantes, sino las instituciones financieras y
las corporaciones trasnacionales.
¿Qué lecciones nos han dejado dos décadas de una realidad mundial unipolar?
Noam Chomsky disertó el pasado lunes
largamente sobre esta pregunta y dejó en oídos del auditorio ideas
sorprendentes, en una conferencia magistral en la Sala Nezahualcóyotl,
transmitida en vivo por TV Unam y 12 televisoras públicas y
universitarias que se enlazaron para enviar la señal a Aguascalientes,
Hidalgo, Michoacán, Morelos, Puebla, Quintana Roo, San Luis Potosí,
Tlaxcala, Yucatán, Durango y Nuevo León, además de por La Jornada on
line.
Ideas sorprendentes como la de Barack
Obama, presidente de Estados Unidos, descrito como una mercancía con una
mercadotecnia tan exitosa, que el año pasado mereció el primer lugar en
campañas promocionales por parte de la industria de la publicidad. Más
famoso que las computadoras Apple. Tan vendible como una pasta de
dientes o un fármaco.
O la idea de que la invasión
estadunidense a Panamá, en 1989, hoy apenas una nota a pie de página
para muchos, fue en realidad la señal de que Washington iniciaba, a
través de la ficción de la guerra contra las drogas, una nueva etapa de
dominación, cuando apenas habían pasado algunas semanas de la caída del
Muro de Berlín.
O bien, un dato puntual, asombroso: la
preocupación manifestada en 1990, en un taller de desarrollo de
estrategias para América Latina en el Pentágono, de que una eventual
apertura democrática en México osara desafiar a Estados Unidos. La
solución propuesta fue imponer a nuestro país un tratado que lo atara de
manos con las reformas neoliberales. La propuesta se materializó en el
Tratado de Libre Comercio (TLC), que entró en vigor en 1994.
Así, la reseña de Chomsky de las dos
últimas dos décadas llegó al momento actual, al proceso de
remilitarización de América Latina con siete nuevas bases en Colombia y
la reactivación de la Cuarta Flota de su armada.
Todo, para aterrizar en la visión de un
continente, el nuestro, que pese a todo comienza a liberarse por sí solo
de este yugo, con gobiernos que desafían las directrices de Washington,
pero sobre todo con movimientos populares de masas de gran
significación.
Congruente con esta importancia que
Chomsky da a los procesos sociales y a su constante llamado a
visibilizar a sus protagonistas, al concluir su conferencia magistral y
una entrevista con TV Unam, el académico todavía tuvo fuerzas para
encontrarse brevemente con Trinidad Ramírez, dirigente del Frente de
Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, esposa del
preso político Ignacio del Valle, la cual agradeció al conferencista que
fuera firmante de la segunda campaña por la libertad de 11 presos, le
regaló su paliacate rojo y, por supuesto, también su machete. Blanche
Petrich.
A continuación se reproducen las palabras de Noam Chomsky en la sala Nezahualcóyotl:
Al
pensar en cuestiones internacionales, es útil tener presentes varios
principios de generalidad e importancia considerables. El primero es la máxima de Tucídides: Los
fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren como es menester.
Esto tiene un importante corolario: todo Estado poderoso descansa en
especialistas en apologética, cuya tarea es mostrar que lo que hacen los
fuertes es noble y justo y lo que sufren los débiles es su culpa.
En el Occidente contemporáneo a estos especialistas se les llama
intelectuales y, con excepciones marginales, cumplen su tarea asignada
con habilidad y sentimientos de superioridad moral, pese a lo
disparatado de sus alegatos. Su práctica se remonta a los orígenes de la
historia de la que tenemos registro.
Los principales arquitectos
Un segundo punto, que no hay que
olvidar, lo expresó Adam Smith. Él se refería a Inglaterra, la potencia
más grande de su tiempo, pero sus observaciones son generalizables.
Smith observaba que los principales arquitectos de políticas públicas en
Inglaterra eran los comerciantes y los fabricantes, quienes se
aseguraban de que sus intereses fueran bien servidos por tales
políticas, por gravoso que fuera el efecto en otros –incluido el pueblo
de Inglaterra– y pese a la severidad que tuvieran para quienes sufren la
salvaje injusticia de los europeos en otras partes.
Smith fue una de esas raras figuras que
se apartaron de la práctica normal de retratar a Inglaterra como una
potencia angelical, única en la historia del mundo, dedicada sin egoísmo
al bienestar de los bárbaros. Un ejemplo revelador, en estos términos
exactos, es un ensayo clásico de John Stuart Mill, uno de los más
decentes e inteligentes intelectuales occidentales, en el que explicaba
por qué Inglaterra tenía que culminar su conquista de la India en aras
de los más puros fines humanitarios. Lo escribió justo en el momento de
mayores atrocidades de Inglaterra en la India, cuando el verdadero fin
de una mayor conquista era permitir a Inglaterra apoderarse del
monopolio del opio y establecer la más extraordinaria empresa de
narcotráfico en la historia mundial, y así obligar a China, con lanchas
cañoneras y venenos, a aceptar las mercancías de fabricación británicas,
que China no quería.
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La plegaria de Mill es la norma cultural. La máxima de Smith es la norma histórica.
Hoy, los principales arquitectos de las
políticas públicas no son los comerciantes y los fabricantes, sino las
instituciones financieras y las corporaciones trasnacionales.
Una refinada versión actual de la máxima
de Smith es la teoría de la inversión en política, desarrollada por el
economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las
elecciones son la ocasión para que grupos de inversionistas se unan con
el fin de controlar el Estado, en esencia comprando las elecciones.
Como muestra Ferguson, esta teoría es un mecanismo muy bueno para predecir políticas públicas durante un periodo largo.
Entonces, para lo ocurrido en 2008
debimos haber anticipado que los intereses de las industrias financieras
tendrían prioridad para el gobierno de Obama. Fueron sus principales
provedoras de fondos y se inclinaron mucho más por Obama que por McCain.
Y así resultó ser.
El semanario de negocios Business Week
se ufana ahora de que la industria de las aseguradoras ganó la batalla
por la atención a la salud, y de que las instituciones financieras que
crearon la crisis actual emergen incólumes y aun fortalecidas, tras un
enorme rescate público –lo que acomoda el escenario para la siguiente
crisis–, apuntan los editores. Y añaden que otras corporaciones
aprendieron valiosas lecciones de estos triunfos y ahora organizan
grandes campañas para frenar la aprobación de cualquier medida
relacionada con energía y conservación (por suave que sea), con pleno
conocimiento de que frenar esas medidas negará a sus nietos cualquier
posibilidad de supervivencia decente. Por supuesto, no es que sean malas
personas, ni son ignorantes. Ocurre que las decisiones son imperativos
institucionales. Quienes deciden no seguir las reglas son excluidos, a
veces en formas muy notables.
Las elecciones en Estados Unidos son
montajes espectaculares (extravaganzas), conducidos por la enorme
industria de las relaciones públicas que floreció hace un siglo en los
países más libres del mundo, Inglaterra y Estados Unidos, donde las
luchas populares habían ganado la suficiente libertad para que el
público ya no tan fácilmente fuera controlado por la fuerza. Entonces,
los arquitectos de las políticas públicas se dieron cuenta de que iba a
ser necesario controlar las actitudes y las opiniones. Uno de los
elementos de la tarea era controlar las elecciones.
Estados Unidos no es una democracia
guiada como Irán, donde los candidatos requieren la aprobación de los
clérigos imperantes. En sociedades libres, como Estados Unidos, son las
concentraciones de capital las que aprueban candidatos y, entre quienes
pasan por el filtro, los resultados terminan casi siempre determinados
por los gastos de campaña. Los operadores políticos están siempre muy
conscientes de que con frecuencia el público disiente profundamente, en
algunos puntos, de los arquitectos de las políticas públicas. Entonces,
las campañas electorales evitan ahondar en cualquier punto y favorecen
las consignas, las florituras de oratoria, las personalidades y el
chismorreo. Cada año la industria de la publicidad otorga un premio a la
mejor campaña promocional del año.
En 2008 el premio se lo llevó la campaña
de Obama, derrotando incluso a las computadoras Apple. Los ejecutivos
estaban eufóricos. Se ufanaban abiertamente de que éste era su éxito más
grande desde que comenzaron a promocionar candidatos cual si fueran
pasta de dientes o fármacos que asocian con estilos de vida, técnicas
que cobraron fuerza durante el periodo neoliberal, primero que nada con
Reagan.
En los cursos de economía, uno aprende
que los mercados se basan en consumidores informados que eligen
racionalmente sus opciones. Pero quien mire un anuncio de televisión
sabe que las empresas destinan enormes recursos a crear consumidores
uniformados que eligen irracionalmente sus opciones. Los mismos
dispositivos utilizados para derruir mercados se adaptan al objetivo de
socavar la democracia, creando votantes desinformados que tomarán
decisiones irracionales a partir de una limitada serie de opciones
compatibles con los intereses de los dos partidos, que a lo sumo son
facciones competidoras de un solo partido empresarial.
Tanto en el mundo de los negocios como
en el político, los arquitectos de las políticas públicas son
constantemente hostiles con los mercados y con la democracia, excepto
cuando buscan ventajas temporales. Por supuesto, la retórica puede decir
otra cosa, pero los hechos son bastante claros.
La máxima de Adam Smith tiene algunas
excepciones, que son muy instructivas. Un ejemplo contemporáneo
importante son las políticas de Washington hacia Cuba desde que ésta
obtuvo su independencia, hace 50 años. Estados Unidos es una sociedad
que goza de una libertad poco común, así que contamos con buen acceso a
los registros internos que revelan el pensamiento y los planes de los
arquitectos de las políticas públicas.
A los pocos meses de la independencia de
Cuba, el gobierno de Eisenhower formuló planes secretos para derrocar
al régimen e inició programas de guerra económica y de terrorismo, cuya
escala fue aumentada bruscamente por Kennedy, y que continúan en varias
formas hasta nuestros días. Desde el inicio, la intención explícita fue
castigar lo suficiente al pueblo cubano para que derrocara al régimen
criminal. Su crimen era haber logrado desafiar políticas estadunidenses
que databan de la década de 1820, cuando la doctrina Monroe declaró la
intención estadunidense de dominar el hemisferio occidental sin tolerar
interferencia alguna de fuera ni de dentro.
Aunque las políticas bipartidistas hacia Cuba concuerdan con la máxima de Tucídides,
entran en conflicto con el principio de Adam Smith, y como tales nos
brindan una mirada especial sobre cómo se configuran las políticas.
Durante décadas, el pueblo estadunidense ha favorecido la normalización
de relaciones con Cuba.
Desatender la voluntad de la población
es normal, pero en este caso es más interesante que sectores poderosos
del mundo de los negocios favorezcan también la normalización: las
agroempresas, las corporaciones farmacéuticas y de energía, y otros que
comúnmente fijan los marcos de trabajo básicos para la construcción de
políticas. En este caso sus intereses son atropellados por un principio
de los asuntos internacionales que no recibe el reconocimiento apropiado
en los tratados académicos en la materia: podríamos llamarlo el
principio de la Mafia.
El Padrino no tolera que nadie lo
desafíe y se salga con la suya, ni siquiera el pequeño tendero que no
puede pagarle protección. Es muy peligroso. Debe, por tanto, erradicarse
brutalmente, de tal modo que otros entiendan que desobedecer no es
opción. Que alguien logre desafiar al Amo puede volverse un virus que
disemine el contagio, por tomar prestado el término usado por Kissinger
cuando se preparaba a derrocar el gobierno de Allende. Ésa ha sido una
doctrina principal en la política exterior estadunidense durante el
periodo de su dominio global y, por supuesto, tiene muchos precedentes.
Otro ejemplo, que no tengo tiempo de revisar aquí, es la política
estadunidense hacia Irán a partir de 1979.
Tomó su tiempo cumplir los objetivos
plasmados en la doctrina Monroe, y algunos de éstos siguen topándose con
muchos impedimentos. El fin último perdura y es incuestionable.
Adquirió mucho mayor significación cuando, tras la Segunda Guerra
Mundial, Estados Unidos se convirtió en una potencia global dominante y
desplazó a su rival británico. La justificación se ha analizado con
lucidez.
Por ejemplo, cuando Wa-shington se
preparaba para derrocar al gobierno de Allende, el Consejo de Seguridad
Nacional puntualizó que si Estados Unidos no lograba controlar América
Latina, no podría esperar consolidar un orden en ninguna parte del
mundo, es decir, imponer con eficacia su dominio sobre el planeta. La
credibilidad de la Casa Blanca se vería socavada, como lo expresó Henry
Kissinger. Otros también podrían intentar salirse con la suya en el
desafío si el virus chileno no era destruido antes de que diseminara el
contagio. Por tanto, la democracia parlamentaria en Chile tuvo que irse,
y así ocurrió el primer 11 de septiembre, en 1973, que está borrado de
la historia en Occidente, aunque en términos de consecuencias para Chile
y más allá sobrepase, por mucho, los terribles crímenes del 11 de
septiembre de 2001.
Aunque las máximas de Tucídides y Smith,
y el principio de la Mafia, no dan cuenta de todas las decisiones de
política exterior, cubren una gama bastante amplia, como también lo hace
el corolario referente al papel de los intelectuales. No son el final
de la sabiduría, pero se encaminan a él.
Con el contexto proporcionado hasta el
momento, miremos el momento unipolar, que es el tópico de gran cantidad
de discusiones académicas y populares desde que se colapsó la Unión
Soviética, hace 20 años, dejando a Estados Unidos como la única
superpotencia global en vez de ser sólo la primera superpotencia, como
antes. Aprendemos mucho acerca de la naturaleza de la guerra fría, y del
desarrollo de los acontecimientos desde entonces, mirando cómo
reacciona Washington a la desaparición de su enemigo global, esa
conspiración monolítica y despiadada para apoderarse del mundo, como la
describía Kennedy.
Unas semanas después de la caída del
Muro de Berlín, Estados Unidos invadió Panamá. El propósito era
secuestrar a un delincuente menor, que fue llevado a Florida y
sentenciado por crímenes que había cometido, en gran medida, mientras
cobraba en la CIA. De valioso amigo se convirtió en demonio malvado por
intentar adoptar una actitud desafiante y salirse con la suya, al
andarse con pies de plomo en el apoyo a las guerras terroristas de
Reagan en Nicaragua.
La invasión mató a varios miles de
personas pobres en Panamá, según fuentes panameñas, y reinstauró el
dominio de los banqueros y narcotraficantes ligados a Estados Unidos.
Fue apenas algo más que una nota de pie de página en la historia, pero
en algunos aspectos rompió la tendencia. Uno de ellos fue que se hizo
necesario contar con un nuevo pretexto, y éste llegó rápido: la amenaza
de narcotraficantes de origen latino que buscan destruir a Estados
Unidos. Richard Nixon ya había declarado la guerra contra las drogas,
pero ésta asumió un nuevo y significativo papel durante el momento
unipolar.
Sofisticación tecnológica en el tercer mundo
La necesidad de un nuevo pretexto guió
también la reacción oficial en Washington ante el colapso de la
superpotencia enemiga. El gobierno de Bush padre trazó el nuevo rumbo a
los pocos meses: en resumidas cuentas, todo se mantendrá bastante igual,
pero tendremos nuevos pretextos. Todavía requerimos de un enorme
sistema militar, pero ahora hay un nuevo justificante: la sofisticación
tecnológica de las potencias del tercer mundo. Tenemos que mantener la
base industrial de defensa, eufemismo para describir la industria de
alta tecnología apoyada por el Estado. Debemos mantener fuerzas de
intervención dirigidas a las regiones ricas en energéticos de Medio
Oriente, donde no haríamos responsable al Kremlin de las amenazas
significativas a nuestros intereses, a diferencia de las décadas de
engaño cuando eso ocurría.
Todo lo anterior pasó muy en silencio,
apenas si se notó. Pero para quienes confían en entender el mundo, es
bastante ilustrativo. Como pretexto para una intervención, fue útil
invocar una guerra a las drogas, pero como pretexto es muy estrecho. Se
necesitaba uno de más arrastre. Rápidamente las elites se volcaron a la
tarea y cumplieron su misión. Declararon una revolución normativa que
confería a Estados Unidos el derecho a una intervención por razones
humanitarias escogida por definición, por la más noble de las razones.
Para expresarlo con sutileza, ni las
víctimas tradicionales se inmutaron. Las conferencias de alto nivel en
el Sur global condenaron con amargura “el así llamado ‘derecho’ a una
intervención humanitaria”. Era necesario un refinamiento adicional, por
lo que se diseñó el concepto de responsabilidad de proteger. Quienes
prestan atención a la historia no se sorprenderán al descubrir que las
potencias occidentales ejercen su responsabilidad de proteger de modo
muy selectivo, en adherencia estricta a las tres máximas descritas. Los
hechos perturban de tan obvios, y requieren considerable agilidad de las
clases intelectuales: otra reveladora historia que debo dejar de lado.
Conforme el momento unipolar se iluminó,
otra cuestión que se puso al frente fue el destino de la OTAN. La
justificación tradicional para la organización era la defensa contra las
agresiones soviéticas. Al desaparecer la Unión Soviética se evaporó el
pretexto. Las almas ingenuas, que tienen fe en las doctrinas del
momento, habrían esperado que la OTAN desapareciera también; por el
contrario, se expandió con rapidez. Los detalles revelan mucho acerca de
la guerra fría y de lo que siguió. A nivel más general revelan cómo se
forman y ejecutan las políticas de los estados.
A medida que se colapsó la Unión
Soviética, Mijail Gorbachov hizo una pasmosa concesión: permitió que una
Alemania unificada se uniera a una alianza militar hostil encabezada
por la superpotencia global, pese a que Alemania por sí sola casi había
destruido Rusia en dos ocasiones durante el siglo XX. Sin embargo, fue
un quid pro quo, un esto por aquello, una reciprocidad. El gobierno de
Bush prometió a Gorbachov que la OTAN no se extendería a Alemania
oriental, y que desde luego no llegaría más al oriente.
También le aseguró al mandatario
soviético que la organización se transformaría en un ente más político.
Gorbachov propuso también una zona libre de armas nucleares desde el
Ártico al Mar Negro, un paso hacia una zona de paz que eliminara
cualquier amenaza a Europa occidental u oriental. Tal propuesta se pasó
por alto sin consideración alguna. Poco después llegó Bill Clinton al
cargo. Muy pronto se desvanecieron los compromisos de Washington. No es
necesario abundar sobre la promesa de que la OTAN se convertiría en un
ente más político. Clinton expandió la organización hacia el este, y
Bush fue más allá. En apariencia Barack Obama intenta continuar la
expansión.
Un día antes del primer viaje de Barack
Obama a Rusia, su asistente especial en Seguridad Nacional y Asuntos
Eurasiáticos informó a la prensa: No vamos a dar seguridades a los
rusos, ni a darles ni intercambiar nada con ellos respecto de la
expansión de la OTAN o la defensa con misiles. Se refería a los
programas de defensa con misiles estadunidenses en Europa oriental y a
la posibilidad de convertir en miembros de la OTAN a dos vecinos de
Rusia, Ucrania y Georgia. Ambos pasos eran vistos por los analistas
occidentales como serias amenazas a la seguridad rusa, por lo que, de
igual modo, podían inflamar las tensiones internacionales.
Ahora, la jurisdicción de la OTAN es
todavía más amplia. El asesor de Seguridad Nacional de Obama, el
comandante de Marina James Jones, hace llamados a que la organización se
amplíe al sur y también al este, de modo que se refuerce el control
estadunidense sobre las reservas energéticas de Medio Oriente. El
general Jones también aboga por una fuerza de respuesta de OTAN, que
confiera a la alianza militar encabezada por Estados Unidos mucho mayor
capacidad y flexibilidad para efectuar acciones con rapidez y en
distancias muy largas, objetivo que ahora Washington se empeña en lograr
en Afganistán.
El secretario general de la OTAN, Jaap
de Hoop Scheffer, informó a la conferencia de la organización que las
tropas de la alianza tienen que custodiar los ductos de crudo y gas que
van directamente a Occidente y, de modo más general, proteger las rutas
marinas utilizadas por los buques cisternas y otras cruciales
infraestructuras del sistema energético. Dicha decisión expresa de forma
más explícita las políticas posteriores a la guerra fría: remodelar la
OTAN para volverla una fuerza de intervención global encabezada por
Estados Unidos, cuya preocupación especial sea el control de los
energéticos.
Supuestamente, la tarea incluye la
protección de un ducto de 7 mil 600 millones de dólares que conduciría
gas natural de Turkmenistán a Pakistán e India, pasando por la provincia
de Kandahar, en Afganistán, donde están desplegadas las tropas
canadienses. La meta es bloquear la posibilidad de que un ducto alterno
brinde a Pakistán e India gas procedente de Irán, y disminuir la
dominación rusa de las exportaciones energéticas de Asia central, según
informó la prensa canadiense, bosquejando con realismo algunos de los
contornos del nuevo gran juego en el que la fuerza de intervención
internacional encabezada por Estados Unidos va a ser un jugador
principal.
Desde los primeros días posteriores a la
guerra fría, se entendía que Europa occidental podría optar por un
curso independiente, tal vez con una visión gaullista de Europa, del
Atlántico a los Urales. En este caso el problema no es un virus que
pueda diseminar el contagio, sino una pandemia que podría desmantelar
todo el sistema de control global. Se supone que, al menos en parte, la
OTAN intenta contrarrestar esa seria amenaza. La expansión actual de la
alianza, y los ambiciosos objetivos de la nueva organización, dan nuevo
empuje a esos fines.
Los acontecimientos continúan
atravesando el momento unipolar, adhiriéndose bien a los principios que
rigen los asuntos internacionales. Más en específico, las políticas se
conforman muy cerca de las doctrinas del orden mundial formuladas por
los planificadores estadunidenses de alto nivel durante la Segunda
Guerra Mundial. A partir de 1939, reconocieron que, fuera cual fuese el
resultado de la guerra, Estados Unidos se convertiría en una potencia
global y desplazaría a Gran Bretaña.
En concordancia, desarrollaron planes
para que Estados Unidos ejerciera control sobre una porción sustancial
del planeta. Esta gran área, como le llaman, habría de comprender por lo
menos el hemisferio occidental, el antiguo imperio británico, el Lejano
Oriente y los recursos energéticos de Asia occidental. En esta gran
área, Estados Unidos habría de mantener un poder incuestionable, una
supremacía militar y económica, y actuaría para garantizar los límites
de cualquier ejercicio de soberanía por parte de estados que pudieran
interferir con sus designios globales.
Al principio los planificadores pensaron
que Alemania predominaría en Europa, pero conforme Rusia comenzó a
demoler la Wermacht (las fuerzas armadas nazis), la visión se hizo más y
más expansiva, y se buscó que la gran área incorporara la mayor
extensión de Eurasia que fuera posible, por lo menos Europa occidental,
el corazón económico de Eurasia.
Se desarrollaron planes detallados y
racionales para la organización global, y a cada región se le asignó lo
que se le llamó su función. Al Sur en general se le asignó un papel de
servicio: proporcionar recursos, mano de obra barata, mercados,
oportunidades de inversión y más tarde otros servicios, tales como
recibir la exportación de desperdicios y contaminación. En ese entonces,
Estados Unidos no estaba tan interesado en África, así que la pasó a
Europa para que explotara su reconstrucción a partir de la destrucción
de la guerra. Uno podría imaginar relaciones diferentes entre África y
Europa a la luz de la historia, pero no se tuvieron en cuenta.
En contraste, se reconoció que las
reservas de petróleo de Medio Oriente eran una estupenda fuente de poder
estratégico y uno de los premios materiales más grandes en la historia
del mundo: la más importante de las áreas estratégicas del mundo, para
ponerlo en palabras de Eisenhower. Y los planificadores se daban cuenta
de que el control del crudo de Medio Oriente proporcionaría a Estados
Unidos el control sustancial del mundo.
Quienes consideran significativas las
continuidades de la historia tal vez recuerden que los planificadores de
Truman hacían eco de las doctrinas de los demócratas jacksonianos al
momento de la anexión de Texas y de la conquista de medio México, un
siglo antes. Tales predecesores anticiparon que las conquistas
proporcionarían a Estados Unidos un virtual monopolio del algodón, el
combustible de la primera revolución industrial: Ese monopolio, ahora
asegurado, pone a todas las naciones a nuestros pies, declaró el
presidente Tyler. En esa forma, Estados Unidos podría esquivar el
disuasivo británico, el mayor problema de esa época, y ganar influencia
internacional sin precedente.
Concepciones semejantes guiaron a
Washington en su política petrolera. De acuerdo con ella –explicaba el
Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower–, Estados Unidos debe
respaldar regímenes rudos y brutales y bloquear la democracia y el
desarrollo, aunque eso provoque una campaña de odio contra nosotros,
como observó el presidente Eisenhower 50 años antes de que George W.
Bush preguntara en tono plañidero por qué nos odian y concluyera que
debía ser porque odiaban nuestra libertad.
Con respecto a América Latina, los
planificadores posteriores a la Segunda Guerra Mundial concluyeron que
la primera amenaza a los intereses estadunidenses la representan los
regímenes radicales y nacionalistas que apelan a las masas de población y
buscan satisfacer la demanda popular de mejoramiento inmediato de los
bajos estándares de vida de las masas y el desarrollo a favor de las
necesidades internas del país. Estas tendencias entran en conflicto con
las demanda de un clima económico y político que propicie la inversión
privada, con la adecuada repatriación de las ganancias y la protección
de nuestras materias primas. Gran parte de la historia subsiguiente
fluye de estas concepciones que nadie cuestiona.
TLC, cura recomendada
En el caso especial de México, el taller
de desarrollo de estrategias para América Latina, celebrado en el
Pentágono en 1990, halló que las relaciones Estados Unidos-México eran
extraordinariamente positivas, y que no las perturbaba ni el robo de
elecciones, ni la violencia de Estado, ni la tortura o el escandaloso
trato dado o obreros y campesinos, ni otros detalles menores. Los
participantes en el taller sí vieron una nube en el horizonte: la
amenaza de “una ‘apertura a la democracia’ en México”, la cual, temían,
podría poner en el cargo a un gobierno más interesado en desafiar a
Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas.
La cura recomendada fue un tratado
Estados Unidos-México que encerrara al vecino en su interior y
proponerle las reformas neoliberales de la década de 1980, que ataran de
manos a los actuales y futuros gobiernos mexicanos en materia de
políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto puntualmente por el Poder Ejecutivo en oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en
vigor, en 1994, el presidente Clinton instituía también la Operación
Guardián, que militarizó la frontera mexicana. Él la explicó así: no
entregaremos nuestras fronteras a quienes desean explotar nuestra
historia de compasión y justicia. No mencionó nada acerca de la
compasión y la justicia que inspiraron la imposición de tales fronteras,
ni explicó cómo el gran sacerdote de la globalización neoliberal
entendía la observación de Adam Smith de que la libre circulación de
mano de obra es la piedra fundacional del libre comercio.
La elección del tiempo para implantar la
Operación Guardián no fue para nada accidental. Los analistas
racionales anticiparon que abrir México a una avalancha de exportaciones
agroindustriales altamente subsidiadas tarde o temprano socavaría la
agricultura mexicana, y que las empresas mexicanas no aguantarían la
competencia con las enormes corporaciones apoyadas por el Estado que,
conforme al tratado, deberían operar libremente en México. Una
consecuencia probable sería la huída de muchas personas a Estados Unidos
junto con quienes huyen de los países de Centroamérica, arrasados por
el terrorismo reaganita. La militarización de la frontera fue un remedio
natural.
Las actitudes populares hacia quienes
huyen de sus países –conocidos como extranjeros ilegales– son complejas.
Prestan servicios valiosos en su calidad de mano de obra superbarata y
fácilmente explotable. En Estados Unidos las agroempresas, la
construcción y otras industrias descansan sustancialmente en ellos, y
ellos contribuyen a la riqueza de las comunidades en que residen. Por
otra parte, despiertan tradicionales sentimientos antimigrantes,
persistente y extraño rasgo en esta sociedad de migrantes que arrastra
una historia de vergonzoso trato hacia ellos.
Hace pocas semanas, los hermanos Kennedy
fueron vitoreados como héroes estadunidenses. Pero a fines del siglo
XIX los letreros de ni perros ni irlandeses no los habrían dejado entrar
a los restaurantes de Boston. Hoy los emprendedores asiáticos son una
fulgurante innovación en el sector de alta tecnología. Hace un siglo,
acciones racistas de exclusión impedían el acceso de asiáticos, porque
se les consideraba amenazas a la pureza de la sociedad estadunidense.
Sean cuales fueren la historia y las
realidades económicas, los inmigrantes han sido siempre percibidos por
los pobres y los trabajadores como una amenaza a sus empleos, sus modos
de vida y su subsistencia. Es importante tener en cuenta que la gente
que hoy protesta con furia ha recibido agravios reales. Es víctima de
los programas de manejo financiero de la economía y de globalización
neoliberal, diseñados para transferir la producción hacia fuera y poner a
los trabajadores a competir unos con otros a escala mundial, bajando
los salarios y las prestaciones, mientras se protege de las fuerzas del
mercado a los profesionales con estudios.
Los efectos han sido severos desde los
años de Reagan, y con frecuencia se manifiestan de modos feos y
extremos, como muestran las primeras planas de los diarios en los días
que corren. Los dos partidos políticos compiten por ver cuál de ellos
puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la sádica
doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los extranjeros
ilegales. Su postura es consistente con el principio, establecido por la
Suprema Corte, de que, de acuerdo con la ley, esas criaturas no son
personas, y por tanto no son sujetos de los derechos concedidos a las
personas.
En este mismo momento la Suprema Corte
considera la cuestión de si las corporaciones deben poder comprar
elecciones abiertamente en lugar de hacerlo de modos más indirectos:
asunto constitucional complejo, porque las cortes han determinado que, a
diferencia de los inmigrantes indocumentados, las corporaciones son
personas reales, de acuerdo con la ley, y así, de hecho, tienen derechos
que rebasan los de las personas de carne y hueso, incluidos los
derechos consagrados por los tan mal nombrados acuerdos de libre
comercio. Estas reveladoras coincidencias no me provocan comentario
alguno. La ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso.
El espectro de la planificación es
estrecho, pero permite alguna variación. El gobierno de Bush II fue tan
lejos, que llegó al extremo del militarismo agresivo y ejerció un
arrogante desprecio, inclusive hacia sus aliados. Fue condenado
duramente por estas prácticas, aun dentro de las corrientes principales
de opinión. El segundo periodo de Bush fue más moderado. Algunas de sus
figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld, Wolfowitz, Douglas
Feith y otros. A Cheney no lo pudieron quitar porque él era la
administración.
Las políticas comenzaron a retornar más
hacia la norma. Al llegar Obama al cargo, Condoleeza Rice predecía que
seguiría las políticas del segundo periodo de Bush, y eso es en gran
medida lo que ha ocurrido, más allá del estilo retórico diferente, que
parece haber encantado a buena parte del mundo… tal vez por el descanso
que significa que Bush se haya ido.
En el punto más candente de la crisis de
los misiles cubanos, un asesor de alto rango del gobierno de Kennedy
expresó muy bien algo que hoy es una diferencia básica entre George Bush
y Barack Obama. Los planificadores de Kennedy tomaban decisiones que
literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la aniquilación, pero sin
informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la
relación especial con el Reino Unido. “Gran Bretaña –dijo– es nuestro
teniente”; el término más de moda hoy sería socio. Gran Bretaña, por
supuesto, prefiere el término en boga. Bush y sus cohortes se dirigían
al mundo tratando a todos como nuestros tenientes. Así, al anunciar la
invasión de Irak, informaron a Naciones Unidas que podía obedecer las
órdenes estadunidenses, o volverse irrelevante. Es natural que una
desvergonzada arrogancia así levante hostilidades.
Obama adopta un curso de acción
diferente. Con afabilidad saluda a los líderes y pueblos del mundo como
socios y únicamente en privado continúa tratándolos como tenientes, como
subordinados. Los líderes extranjeros prefieren con mucho esta postura,
y el público en ocasiones queda hipnotizado por ella. Pero es sabio
atender a los hechos, y no a la retórica o a las conductas agradables.
Porque es común que los hechos cuenten una historia diferente. En este
caso también.
Tecnología de la destrucción
El actual sistema mundial permanece
unipolar en una sola dimensión: el ámbito de la fuerza. Estados Unidos
gasta casi lo mismo que el resto del mundo junto en fuerza militar, y
está mucho más avanzado en la tecnología de la destrucción. Está solo
también en la posesión de cientos de bases militares por todo el mundo, y
en la ocupación de dos países situados en cruciales regiones
productoras de energéticos.
En estas regiones está estableciendo,
además, enormes megaembajadas; cada una de ellas es en realidad es una
ciudad dentro de otra: clara indicación de futuras intenciones. En
Bagdad se calcula que los costos de la megaembajada asciendan de mil 500
millones de dólares este año a mil 800 millones en los años venideros.
Se desconocen los costos de sus contrapartes en Pakistán y Afganistán,
como también se desconoce el destino de las enormes bases militares que
Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza a
extender ahora por América Latina. Estados Unidos ha sido expulsado de
sus bases en Sudamérica; el caso más reciente es el de la base de Manta,
en Ecuador, pero recientemente logró arreglos para utilizar siete
nuevas bases militares en Colombia, y se supone que intenta mantener la
base de Palmerola, en Honduras, que jugó un papel central en las guerras
terroristas de Reagan. La Cuarta Flota estadunidense, desbandada en los
años 50 del siglo XX, fue reactivada en 2008, poco después de la
invasión colombiana a Ecuador.
Su responsabilidad cubre el Caribe,
Centro y Sudamérica, y las aguas circundantes. La Marina incluye, entre
sus variadas operaciones, acciones contra el tráfico ilícito, maniobras
simuladas de cooperación en seguridad, interacciones ejército-ejército y
entrenamiento bilateral y multilateral. Es entendible que la
reactivación de la flota provoque protestas y preocupación de gobiernos
como el de Brasil, el de Venezuela y otros.
La preocupación de los sudamericanos se
ha incrementado por un documento de abril de 2009, producido por el
comando de movilidad aérea estadunidense (US Air Mobility Command), que
propone que la base de Palanquero, en Colombia, pueda convertirse en el
sitio de seguridad cooperativa desde el cual puedan ejecutarse
operaciones de movilidad. El informe anota que, desde Palanquero, casi
medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte
militar) sin recargar combustible. Esto podría formar parte de una
estrategia global en ruta, que ayude a lograr una estrategia regional de
combate y con la movilidad de los trayectos hacia África. Por ahora, la
estrategia para situar la base en Palanquero debe ser suficiente para
fijar el alcance de la movilidad aérea en el continente sudamericano,
concluye el documento, pero prosigue explorando opciones para extender
el sistema a África con bases adicionales, todo como parte de un sistema
global de vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una
política más general de militarización de América Latina. El
entrenamiento de oficiales latinoamericanos se ha incrementado
abruptamente en los últimos 10 años, mucho más allá de los niveles de la
guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de
infantería ligera. Su misión es combatir pandillas de jóvenes y
populismo radical, término este último que debe de entenderse muy bien
en América Latina.
El pretexto es la guerra contra las
drogas, pero es difícil tomar eso muy en serio, aun si aceptáramos la
extraordinaria suposición de que Estados Unidos tiene derecho a
encabezar una guerra en tierras extranjeras. Las razones son bien
conocidas, y fueron expresadas una vez más a fines de febrero por la
Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los
ex presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria. Su informe concluye que la
guerra al narcotráfico ha sido un fracaso total y demanda un drástico
cambio de política, que se aleje de las medidas de fuerza en los ámbitos
interno y externo e intente medidas menos costosas y más efectivas.
Los estudios llevados a cabo por el
gobierno estadunidense, y otras investigaciones, han mostrado que la
forma más efectiva y menos costosa de controlar el uso de drogas es la
prevención, el tratamiento y la educación. Han mostrado además que los
métodos más costosos y menos eficaces son las operaciones fuera del
propio país, tales como las fumigaciones y la persecución violenta.
El hecho de que se privilegien
consistentemente los métodos menos eficaces y más costosos sobre los
mejores es suficiente para mostrarnos que los objetivos de la guerra
contra las drogas no son los que se anuncian. Para determinar los
objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de que las
consecuencias previsibles constituyen prueba de la intención. Y las
consecuencias no son oscuras: subyace en los programas una
contrainsurgencia en el extranjero y una forma de limpieza social en lo
interno, enviando enormes números de personas superfluas, casi todas
hombres negros, a las penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la tasa
de encarcelamiento más alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron
los programas, hace 30 años.
Aunque el mundo es unipolar en la
dimensión militar, no siempre ha sido así en la dimensión económica. A
principios de la década de 1970, el mundo se había vuelto económicamente
tripolar, con centros comparables en Norteamérica, Europa y el noreste
asiático. Ahora la economía global se ha vuelto aún más diversa, en
particular tras el rápido crecimiento de las economías asiáticas que
desafiaron las reglas del neoliberal Consenso de Washington.
También América Latina comienza a
liberarse por sí sola de este yugo. Los esfuerzos estadunidenses por
militarizarla son una respuesta a estos procesos, particularmente en
Sudamérica, la cual por vez primera desde las conquistas europeas
comienza a enfrentar los problemas fundamentales que han plagado el
continente. He ahí el inicio de movimientos encaminados a la integración
de países que tradicionalmente se orientaban hacia Occidente, no uno
hacia el otro, y también un impulso por diversificar las relaciones
económicas y otras relaciones internacionales.
Están también, por último, algunos
esfuerzos serios por dar respuesta a la patología latinoamericana de que
son los estrechos sectores acaudalados los que gobiernan en medio de un
mar de miseria, quedando los ricos libres de responsabilidades, excepto
la de enriquecerse a sí mismos. Esto último es muy diferente de Asia
oriental, como se puede medir observando la fuga de capitales. En Asia
oriental tales fugas se han controlado con mucha fuerza. En Corea del
Sur, por ejemplo, durante su periodo de rápido crecimiento, la
exportación de capitales podía acarrear la pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en
ocasiones encabezados por impresionantes movimientos populares de masas,
son de gran significación. No es sorpresivo que provoquen amargas
reacciones entre las elites tradicionales, respaldadas por la
superpotencia hemisférica. Las barreras son formidables, pero, si logran
remontarse, los resultados van a cambiar en forma significativa el
curso de la historia latinoamericana, y sus impactos más allá de ella no
serán pequeños.
s Estados Unidos-México eran
extraordinariamente positivas, y que no las perturbaba ni el robo de
elecciones, ni la violencia de Estado, ni la tortura o el escandaloso
trato dado o obreros y campesinos, ni otros detalles menores. Los
participantes en el taller sí vieron una nube en el horizonte: la
amenaza de “una ‘apertura a la democracia’ en México”, la cual, temían,
podría poner en el cargo a un gobierno más interesado en desafiar a
Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas.
La cura recomendada fue un tratado
Estados Unidos-México que encerrara al vecino en su interior y
proponerle las reformas neoliberales de la década de 1980, que ataran de
manos a los actuales y futuros gobiernos mexicanos en materia de
políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto puntualmente por el Poder Ejecutivo en oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en
vigor, en 1994, el presidente Clinton instituía también la Operación
Guardián, que militarizó la frontera mexicana. Él la explicó así: no
entregaremos nuestras fronteras a quienes desean explotar nuestra
historia de compasión y justicia. No mencionó nada acerca de la
compasión y la justicia que inspiraron la imposición de tales fronteras,
ni explicó cómo el gran sacerdote de la globalización neoliberal
entendía la observación de Adam Smith de que la libre circulación de
mano de obra es la piedra fundacional del libre comercio.
La elección del tiempo para implantar la
Operación Guardián no fue para nada accidental. Los analistas
racionales anticiparon que abrir México a una avalancha de exportaciones
agroindustriales altamente subsidiadas tarde o temprano socavaría la
agricultura mexicana, y que las empresas mexicanas no aguantarían la
competencia con las enormes corporaciones apoyadas por el Estado que,
conforme al tratado, deberían operar libremente en México. Una
consecuencia probable sería la huída de muchas personas a Estados Unidos
junto con quienes huyen de los países de Centroamérica, arrasados por
el terrorismo reaganita. La militarización de la frontera fue un remedio
natural.
Las actitudes populares hacia quienes
huyen de sus países –conocidos como extranjeros ilegales– son complejas.
Prestan servicios valiosos en su calidad de mano de obra superbarata y
fácilmente explotable. En Estados Unidos las agroempresas, la
construcción y otras industrias descansan sustancialmente en ellos, y
ellos contribuyen a la riqueza de las comunidades en que residen. Por
otra parte, despiertan tradicionales sentimientos antimigrantes,
persistente y extraño rasgo en esta sociedad de migrantes que arrastra
una historia de vergonzoso trato hacia ellos.
Hace pocas semanas, los hermanos Kennedy
fueron vitoreados como héroes estadunidenses. Pero a fines del siglo
XIX los letreros de ni perros ni irlandeses no los habrían dejado entrar
a los restaurantes de Boston. Hoy los emprendedores asiáticos son una
fulgurante innovación en el sector de alta tecnología. Hace un siglo,
acciones racistas de exclusión impedían el acceso de asiáticos, porque
se les consideraba amenazas a la pureza de la sociedad estadunidense.
Sean cuales fueren la historia y las
realidades económicas, los inmigrantes han sido siempre percibidos por
los pobres y los trabajadores como una amenaza a sus empleos, sus modos
de vida y su subsistencia. Es importante tener en cuenta que la gente
que hoy protesta con furia ha recibido agravios reales. Es víctima de
los programas de manejo financiero de la economía y de globalización
neoliberal, diseñados para transferir la producción hacia fuera y poner a
los trabajadores a competir unos con otros a escala mundial, bajando
los salarios y las prestaciones, mientras se protege de las fuerzas del
mercado a los profesionales con estudios.
Los efectos han sido severos desde los
años de Reagan, y con frecuencia se manifiestan de modos feos y
extremos, como muestran las primeras planas de los diarios en los días
que corren. Los dos partidos políticos compiten por ver cuál de ellos
puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la sádica
doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los extranjeros
ilegales. Su postura es consistente con el principio, establecido por la
Suprema Corte, de que, de acuerdo con la ley, esas criaturas no son
personas, y por tanto no son sujetos de los derechos concedidos a las
personas.
En este mismo momento la Suprema Corte
considera la cuestión de si las corporaciones deben poder comprar
elecciones abiertamente en lugar de hacerlo de modos más indirectos:
asunto constitucional complejo, porque las cortes han determinado que, a
diferencia de los inmigrantes indocumentados, las corporaciones son
personas reales, de acuerdo con la ley, y así, de hecho, tienen derechos
que rebasan los de las personas de carne y hueso, incluidos los
derechos consagrados por los tan mal nombrados acuerdos de libre
comercio. Estas reveladoras coincidencias no me provocan comentario
alguno. La ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso.
El espectro de la planificación es
estrecho, pero permite alguna variación. El gobierno de Bush II fue tan
lejos, que llegó al extremo del militarismo agresivo y ejerció un
arrogante desprecio, inclusive hacia sus aliados. Fue condenado
duramente por estas prácticas, aun dentro de las corrientes principales
de opinión. El segundo periodo de Bush fue más moderado. Algunas de sus
figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld, Wolfowitz, Douglas
Feith y otros. A Cheney no lo pudieron quitar porque él era la
administración.
Las políticas comenzaron a retornar más
hacia la norma. Al llegar Obama al cargo, Condoleeza Rice predecía que
seguiría las políticas del segundo periodo de Bush, y eso es en gran
medida lo que ha ocurrido, más allá del estilo retórico diferente, que
parece haber encantado a buena parte del mundo… tal vez por el descanso
que significa que Bush se haya ido.
En el punto más candente de la crisis de
los misiles cubanos, un asesor de alto rango del gobierno de Kennedy
expresó muy bien algo que hoy es una diferencia básica entre George Bush
y Barack Obama. Los planificadores de Kennedy tomaban decisiones que
literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la aniquilación, pero sin
informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la
relación especial con el Reino Unido. “Gran Bretaña –dijo– es nuestro
teniente”; el término más de moda hoy sería socio. Gran Bretaña, por
supuesto, prefiere el término en boga. Bush y sus cohortes se dirigían
al mundo tratando a todos como nuestros tenientes. Así, al anunciar la
invasión de Irak, informaron a Naciones Unidas que podía obedecer las
órdenes estadunidenses, o volverse irrelevante. Es natural que una
desvergonzada arrogancia así levante hostilidades.
Obama adopta un curso de acción
diferente. Con afabilidad saluda a los líderes y pueblos del mundo como
socios y únicamente en privado continúa tratándolos como tenientes, como
subordinados. Los líderes extranjeros prefieren con mucho esta postura,
y el público en ocasiones queda hipnotizado por ella. Pero es sabio
atender a los hechos, y no a la retórica o a las conductas agradables.
Porque es común que los hechos cuenten una historia diferente. En este
caso también.
Tecnología de la destrucción
El actual sistema mundial permanece
unipolar en una sola dimensión: el ámbito de la fuerza. Estados Unidos
gasta casi lo mismo que el resto del mundo junto en fuerza militar, y
está mucho más avanzado en la tecnología de la destrucción. Está solo
también en la posesión de cientos de bases militares por todo el mundo, y
en la ocupación de dos países situados en cruciales regiones
productoras de energéticos.
En estas regiones está estableciendo,
además, enormes megaembajadas; cada una de ellas es en realidad es una
ciudad dentro de otra: clara indicación de futuras intenciones. En
Bagdad se calcula que los costos de la megaembajada asciendan de mil 500
millones de dólares este año a mil 800 millones en los años venideros.
Se desconocen los costos de sus contrapartes en Pakistán y Afganistán,
como también se desconoce el destino de las enormes bases militares que
Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza a
extender ahora por América Latina. Estados Unidos ha sido expulsado de
sus bases en Sudamérica; el caso más reciente es el de la base de Manta,
en Ecuador, pero recientemente logró arreglos para utilizar siete
nuevas bases militares en Colombia, y se supone que intenta mantener la
base de Palmerola, en Honduras, que jugó un papel central en las guerras
terroristas de Reagan. La Cuarta Flota estadunidense, desbandada en los
años 50 del siglo XX, fue reactivada en 2008, poco después de la
invasión colombiana a Ecuador.
Su responsabilidad cubre el Caribe,
Centro y Sudamérica, y las aguas circundantes. La Marina incluye, entre
sus variadas operaciones, acciones contra el tráfico ilícito, maniobras
simuladas de cooperación en seguridad, interacciones ejército-ejército y
entrenamiento bilateral y multilateral. Es entendible que la
reactivación de la flota provoque protestas y preocupación de gobiernos
como el de Brasil, el de Venezuela y otros.
La preocupación de los sudamericanos se
ha incrementado por un documento de abril de 2009, producido por el
comando de movilidad aérea estadunidense (US Air Mobility Command), que
propone que la base de Palanquero, en Colombia, pueda convertirse en el
sitio de seguridad cooperativa desde el cual puedan ejecutarse
operaciones de movilidad. El informe anota que, desde Palanquero, casi
medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte
militar) sin recargar combustible. Esto podría formar parte de una
estrategia global en ruta, que ayude a lograr una estrategia regional de
combate y con la movilidad de los trayectos hacia África. Por ahora, la
estrategia para situar la base en Palanquero debe ser suficiente para
fijar el alcance de la movilidad aérea en el continente sudamericano,
concluye el documento, pero prosigue explorando opciones para extender
el sistema a África con bases adicionales, todo como parte de un sistema
global de vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una
política más general de militarización de América Latina. El
entrenamiento de oficiales latinoamericanos se ha incrementado
abruptamente en los últimos 10 años, mucho más allá de los niveles de la
guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de
infantería ligera. Su misión es combatir pandillas de jóvenes y
populismo radical, término este último que debe de entenderse muy bien
en América Latina.
El pretexto es la guerra contra las
drogas, pero es difícil tomar eso muy en serio, aun si aceptáramos la
extraordinaria suposición de que Estados Unidos tiene derecho a
encabezar una guerra en tierras extranjeras. Las razones son bien
conocidas, y fueron expresadas una vez más a fines de febrero por la
Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los
ex presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria. Su informe concluye que la
guerra al narcotráfico ha sido un fracaso total y demanda un drástico
cambio de política, que se aleje de las medidas de fuerza en los ámbitos
interno y externo e intente medidas menos costosas y más efectivas.
Los estudios llevados a cabo por el
gobierno estadunidense, y otras investigaciones, han mostrado que la
forma más efectiva y menos costosa de controlar el uso de drogas es la
prevención, el tratamiento y la educación. Han mostrado además que los
métodos más costosos y menos eficaces son las operaciones fuera del
propio país, tales como las fumigaciones y la persecución violenta.
El hecho de que se privilegien
consistentemente los métodos menos eficaces y más costosos sobre los
mejores es suficiente para mostrarnos que los objetivos de la guerra
contra las drogas no son los que se anuncian. Para determinar los
objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de que las
consecuencias previsibles constituyen prueba de la intención. Y las
consecuencias no son oscuras: subyace en los programas una
contrainsurgencia en el extranjero y una forma de limpieza social en lo
interno, enviando enormes números de personas superfluas, casi todas
hombres negros, a las penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la tasa
de encarcelamiento más alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron
los programas, hace 30 años.
Aunque el mundo es unipolar en la
dimensión militar, no siempre ha sido así en la dimensión económica. A
principios de la década de 1970, el mundo se había vuelto económicamente
tripolar, con centros comparables en Norteamérica, Europa y el noreste
asiático. Ahora la economía global se ha vuelto aún más diversa, en
particular tras el rápido crecimiento de las economías asiáticas que
desafiaron las reglas del neoliberal Consenso de Washington.
También América Latina comienza a
liberarse por sí sola de este yugo. Los esfuerzos estadunidenses por
militarizarla son una respuesta a estos procesos, particularmente en
Sudamérica, la cual por vez primera desde las conquistas europeas
comienza a enfrentar los problemas fundamentales que han plagado el
continente. He ahí el inicio de movimientos encaminados a la integración
de países que tradicionalmente se orientaban hacia Occidente, no uno
hacia el otro, y también un impulso por diversificar las relaciones
económicas y otras relaciones internacionales.
Están también, por último, algunos
esfuerzos serios por dar respuesta a la patología latinoamericana de que
son los estrechos sectores acaudalados los que gobiernan en medio de un
mar de miseria, quedando los ricos libres de responsabilidades, excepto
la de enriquecerse a sí mismos. Esto último es muy diferente de Asia
oriental, como se puede medir observando la fuga de capitales. En Asia
oriental tales fugas se han controlado con mucha fuerza. En Corea del
Sur, por ejemplo, durante su periodo de rápido crecimiento, la
exportación de capitales podía acarrear la pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en
ocasiones encabezados por impresionantes movimientos populares de masas,
son de gran significación. No es sorpresivo que provoquen amargas
reacciones entre las elites tradicionales, respaldadas por la
superpotencia hemisférica. Las barreras son formidables, pero, si logran
remontarse, los resultados van a cambiar en forma significativa el
curso de la historia latinoamericana, y sus impactos más allá de ella no
serán pequeños.