Verónica Gago* (Le Monde Diplomatique)
La creciente tendencia mundial de transformar en criminales a las personas que ejercen un derecho democrático fundamental, como es el derecho a la protesta, muestra la incapacidad que hoy padecen los Estados tanto para leer y satisfacer las demandas sociales como para hacer frente a la emergencia de nuevos conflictos.
Las protestas masivas que estallaron recientemente en diferentes partes del planeta marcan el comienzo de una nueva época. De Canadá a Portugal, de Brasil a Egipto, de Nueva York a Grecia, la explosión callejera cuestiona a los gobiernos –o a algunas de sus medidas– y exige reformas vinculadas a los servicios sociales y urbanos (transporte, educación, concentración mediática, entre otros); al tiempo que emergen nuevos conflictos que –como señala Gastón Chillier, director ejecutivo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)– obligan a ampliar y complejizar la noción misma de “protesta social” ya que ésta hoy excede la simple forma de manifestación o asamblea.
En Argentina este nuevo modo de protesta “se inició con las movilizaciones de 2001, inaugurando un tipo diferente de participación social, que va más allá del ámbito electoral, y que establece una forma particular de ampliar los límites democráticos” (1). Las recientes manifestaciones que estallaron en el país responden a litigios por la tierra, en una economía de conflictos que va de las tomas urbanas –como el caso del Parque Indoamericano en la Ciudad de Buenos Aires– a los desalojos rurales vinculados al neo-extractivismo. Nuevas formas de violencia emergen a la vez relacionadas con lo que los medios de comunicación hoy categorizan como “guerra contra el narcotráfico” y que ubican al país frente a una encrucijada (2).
“Recuperen las calles”
El movimiento de derechos humanos en este contexto se encuentra en pleno proceso de reconfiguración mundial a la vez que es desafiado por los nuevos conflictos que ponen a prueba su capacidad de respuesta y relanzamiento como herramental discursivo, político y jurídico. El 11 de septiembre de 2001 es la fecha de la declinación de un tipo de liderazgo ético de organizaciones de derechos humanos con base en Estados Unidos y, sobre todo, es el momento que marca un punto de inflexión en el accionar de algunos gobiernos frente al conflicto por la aprobación de “leyes antiterroristas”.
Desde entonces se produce un cambio tan fundamental como preocupante: las estrategias de represión clandestina que marcaron las épocas dictatoriales buscan dejar de ser ilegales para legalizarse, como es el caso de los drones, las ejecuciones selectivas, las requisas e interrogatorios, la desaparición forzada de personas y el espionaje a escala de masas. Estas prácticas desdibujaron las tareas tradicionales de los organismos internacionales que se concentraban sólo en el monitoreo y la vigilancia ya que perdieron progresivamente fuerza y eficacia.
El accionar argentino en el campo de los derechos humanos es así desafiado por este cambio sustancial, tanto en lo que refiere a sus militancias como a sus organismos y, en particular, a la articulación entre ambas partes. En esta línea, el CELS acaba de presentar una iniciativa que reconoce y opera sobre este nuevo paradigma. La International Network of Civil Liberties Organizations (INCLO) es un grupo de diez organizaciones nacionales que asumen este cambio en la intervención vinculada a los derechos humanos en el marco global. Las organizaciones asociadas se definen por su enraizamiento nacional más que por su sobrevuelo o paracaidismo internacional. Se reconocen por la articulación territorial que tienen con movimientos y organizaciones populares más que por que su impacto sea únicamente institucional o de expertise técnico. Combinan actividades de litigio estratégico, campañas legislativas, educación pública e incidencia política como forma de intervenir de manera independiente respecto a los gobiernos y abrir este nuevo campo de problematización de la represión y el conflicto social, tanto a nivel nacional como a nivel de la agenda global.
Pero este sistema supone un cambio de herramientas: la necesidad de vinculación con el activismo y la militancia en red, la cercanía con los afectados –que ya no son las víctimas tradicionales de derechos humanos, sino víctimas de derechos sociales y económicos– y la investigación de la cara más violenta del Estado en las cárceles, así como la combinación de redes estatales y no estatales que actúan ilegalmente.
Este consorcio de organizaciones acaba de presentar la investigación Recuperen las calles. Represión y criminalización de la protesta en el mundo. La frase que titula el informe salió de la boca de un alto comandante de la Policía de Toronto cuando en junio de 2010 miles de personas se manifestaban en esa ciudad canadiense contra la Cumbre del G20. Esa orden, afirma el informe, es “un ejemplo emblemático de un alarmante patrón de conducta por parte de los gobiernos: la tendencia a transformar a las personas que ejercen un derecho democrático fundamental, como es el derecho a la protesta, en una amenaza que amerita una respuesta estatal contundente”. El documento analiza de manera detallada la situación en nueve países (Argentina, Canadá, Egipto, Estados Unidos, Israel, Hungría, Kenia, Reino Unido y Sudáfrica), seleccionados por considerarlos “reacciones estatales únicas en contextos nacionales únicos” ya que involucran, además de las fuerzas represivas, al sistema judicial como actor clave en las estrategias de judicialización y criminalización de las desobediencias.
En este sentido, Luciana Pol –coordinadora del Programa Violencia Institucional y Políticas de Seguridad del CELS– vincula concretamente este tema con el caso del Parque Indoamericano, que impulsó la creación del Ministerio de Seguridad en 2010, al afirmar: “Los referentes sociales, que en medio de la crisis resultaron claves para habilitar diálogos con el poder político, fueron acusados de ‘usurpación’ y criminalizados por la propia justicia”.
Nuevos conflictos
A partir de una serie de episodios que ligan los territorios del conurbano bonaerense con la periferia rosarina y los desalojos en Santiago del Estero, el Instituto de Investigación y Experimentación Política (IIEP) señaló que estamos ante un nuevo tipo de conflicto social que desafía a las organizaciones populares y que “es la consecuencia de los rasgos más agresivos de los modos de acumulación desarrollados durante la última década, como las industrias extractivas, el narcotráfico, el boom inmobiliario y el agro-business”.
La hegemonía rentística de los actuales negocios estaría así en la base de una conflictividad que cambia su naturaleza respecto de los acontecimientos de la crisis de 2001. La expansión de las fronteras agrarias y mineras y la valorización especulativa de las periferias urbanas a través del narcomenudeo estructuran de manera compleja y heterogénea “una soberanía paraestatal, en torno a formas de propiedad articuladas por instrumentos financieros muy abstractos, con dinámicas represivas en manos de bandas y de una policía en estado de excepción. Las nuevas soberanías regulan a su manera los territorios, sustentando, penetrando, desbordando y amenazando a las instituciones públicas”.
La investigadora argentino-brasileña del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), Rita Segato, ha conceptualizado recientemente esta articulación entre economías ilegales, nuevas violencias y redes mixtas como “Segunda Realidad”. Ésta es especular al sistema político y a las instituciones estatales en general. “Y es operada por un segundo Estado, marcado por la acción de corporaciones armadas propias, sicariatos organizados y conducidos por cabezas que actúan a nivel local, barrial, y otras más distantes, a distancias sociales por el volumen de capital que circula, y a distancias geográficas que no se pueden verificar pero sí suponer por la recurrencia de ciertas tácticas, por la sistematicidad de su forma de operar en localidades distantes e inclusive cruzando fronteras nacionales y continentales. El accionar de esas corporaciones armadas tiene por finalidad proteger la propiedad, el comercio ilegal, el flujo de los capitales sumergidos y la propia intocabilidad de este ambiente. Es, por esto, un Segundo Estado, con sus leyes, fuerzas de seguridad y organización propia.”
Y agrega: “El efecto, para toda la sociedad, de la existencia subterránea de esos elementos es la expansión de un escenario bélico caracterizado por la informalidad; un tipo de guerras no convencionales, en las que las facciones en conflicto por la apropiación territorial de espacios barriales y personas, en general jóvenes reclutas que se agregan a sus fuerzas, no usan uniformes ni insignias y expresan su poder jurisdiccional con una ejemplaridad cruel”. Para Segato, aun no hay un lenguaje para hablar de estas nuevas formas de la guerra que, incluso, no están legisladas en ningún lugar. “La segunda realidad es un campo incierto completamente, un pantano. No es fácil entender contra quién estamos actuando” (3).
En este punto, se trataría de un avance contra elementos fundamentales del herramental democrático construido por las luchas de los derechos humanos desde 1983. Pero también de aquellos conquistados por las movilizaciones de 2001 y su posterior inscripción democrática como derechos sociales. El mapa actual de las protestas y el conflicto vuelve a reclamar a las militancias y a los expertos en la defensa de los derechos humanos una actualización para tener una verdadera capacidad de intervención política.
Articulaciones estratégicas
El ciclo de las protestas globales pone de relieve varios desafíos a la vez. Por un lado, la necesidad de una perspectiva que contemple tanto la discontinuidad y variedad de las protestas como los elementos comunes vinculados a las exigencias democráticas que provienen, como la fuerza y el ímpetu de innovación, desde fuera de los ámbitos institucionales.
Una teoría política nueva se discute en torno a estas formas diferentes de hacer, reclamar y organizarse respecto a los movimientos revolucionarios de otras épocas. La discusión reside entonces en el modo en que estas subjetividades políticas interpelan a las instituciones y a algunas categorías clásicas como las del derecho, la ciudadanía y la inclusión. La novedad reside en los actores involucrados y las dinámicas en juego, que van desde la proliferación de economías ilegales hasta la mixtura de formas de poder estatal y paraestatal, transnacional y barrial. Se destaca así la dimensión fuertemente territorial de estos conflictos que suelen quedar relegados cuando se enfatiza sobre todo el uso de las tecnologías comunicativas o se pone el foco sólo en las movilizaciones masivas discontinuas.
Esta nueva forma de protesta hoy desafía a los organismos de derechos humanos ya que se ven obligados a actualizar su forma de intervenir y vincularse con las organizaciones locales y litigar frente a la emergencia de los nuevos ilegalismos para no tornarse ineficaces. Los Estados también se ven afectados frente a estos territorios que dejan de ser estrictamente periféricos o suburbanos para convertirse en nodos de pujantes negocios y disputas, en muchos casos con conexiones transnacionales. En el caso de Argentina, las procuradurías temáticas (que investigan delitos financieros, el narcotráfico, entre otros) son formas institucionales que buscan construir herramientas de intervención acordes a estos conflictos. Aun así, lo que queda en clave aun experimental son las formas posibles de articulación entre estas herramientas, organizaciones y dinámicas bien heterogéneas entre sí y su capacidad de construir un lenguaje que dé cuenta de esta novedad.
1. Entrevista de la autora con Gastón Chillier, director ejecutivo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), 25-10-13.
2. Véase el dossier “El desafío narco”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2013.
3. Entrevista inédita, de próxima aparición en Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires.
* Doctora en Ciencias Sociales (UBA), miembro del Colectivo Situaciones.
Publicado el LUNES 3 DE FEBRERO DE 2014 - por COMCOSUR