miércoles, 4 de febrero de 2009



El cuerpo de la pobreza

Fuente APE

Ser en la pobreza, en la desmesura sufriente de un ser entre las sombras de su existencia. En la desmesura absoluta de las pasiones tristes que lo desviven y en la desesperación tan ávida como lejana de la felicidad, un territorio más que utópico, apenas ilusorio.
Ser en la pobreza, en la irracionalidad de una época de pobreza que deviene por fuera del sentido trasmitido como lo vero humano. Ser en la pobreza, con una lógica y en una estrategia para responder a una necesidad urdida en el consumo de la vida, donde la pobreza también se consume como fruto maldito, como vacío descarnado del otro, como certeza del peligro que encarna el otro... en tanto espejo de una existencia sólo posible en el horror.
Ser en la pobreza, ser madera en la hogera sin límites, donde siempre sopla el viento que aviva las llamas pero también alerta a la vida; ser en la pobreza, como si alguien, pese a todo, pudiera sastisfacer un mandato propio de los antiguos dioses, de los héroes sin tiempo...
Ser en la pobreza, cuando la vida y la muerte, en tanto actos del bien y del mal que la corporizan, la vuelven pensable, tangible, fatalmente material. Ser en la pobreza, estar allí, sin otra salida que quemar las naves y decir
-entre risas, pánico y desafíos-: ¡vengan por mí, yo ya fui!

Hay un aire que asfixia, un agua que ahoga, una luz que oscurece sin escándalo. Sin que se altere el dictado manifiesto de la ley: pulcro en las formas, corrupto en su génesis, siniestro en su anclaje... Se permite una sospecha de la verdad, sólo en los límites que imponen las estrategias legitimadas por el poder sobre el saber científico: impolutas, objetivas, desapasionadas... sin espacio para involucrarse con la verdad de ese cuerpo que se observa y se investiga mientras el cuerpo se martiriza.
Hay, en definitiva, un mundo de lo real que apesta por sus cuatro costados, una luz de lo impuesto de lo real que oscurece la luz de la vida, sin que la belleza deje de suspirar entre las nubes de un cielo que brilla lejos de esa tierra opacada, privada de amor, en la que apenas acontece el ser de la pobreza, sin más consuelo que una rápida agonía.
Es un espacio cotidiano, ganado por el miedo, paralizado por el terror, acrítico, donde todo se naturaliza con una ligereza que espanta, donde la representación de la vida se confunde con la vida misma, en el espasmo angustiante de la existencia. El dolor del ser en la pobreza será minimizado, o peor aún, encerrado en la categoría de castigo divino, de aprendizaje cruel pero merecido. En cuanto a la humillación que sufre el ser en la pobreza, se provoca un fenómeno de descalificación a partir del propio lenguaje. La palabra se tensa como un látigo para azotar el alma... sin escándalo.
Más allá de escondrijos y urdimbres del pensamiento, se trata de entender que el ser de la pobreza se manifiesta en la realidad social como el ser en el cuerpo (un cuerpo que en armonía bienechora pudo convertirse en la casa del alma...).
He ahí sin tapujos la realidad del ser en la pobreza, aquello que lo constituye y también lo diferencia: su existencia se da en el espacio y en las prácticas de un cuerpo, que lo produce y lo contiene en sí, el cuerpo de la pobreza. Para el ser, puesto allí y sin poder salir de allí, por fuera del cuerpo de la pobreza no habrá existencia. (Por más que lo necesite, aunque su deseo se convierta en plegaria, en blasfemia o en delirio.)
Todavía más: ese cuerpo, humano y no humano, nunca acabado en su martirio y en su aprendizaje, resulta el verdadero ser, la realidad manifiesta de la pobreza en la construcción trágica de la existencia.
Ese cuerpo de la pobreza, ese sujeto sin metáforas ni lenguaje que lo encubran, es un espacio permanente de la contradicción, donde se produce a cara de perro el histórico combate entre la vida y la muerte (que en algún discurso se personifica en Eros y Tánatos, creando y destruyendo, o si se recurre a la música habrá que memorar los acordes de la luz y las tinieblas. ¡Fragor!, ¡Fragor!)

Hay un cuerpo como lluvia de cenizas. Hay un cuerpo material para que la idea de la pobreza desnude su impotencia. El cuerpo del ser en la derrota: el cuerpo del fracaso de la historia como sueño humano. Ese cuerpo excluído de los atributos de su mismidad, porque el reconocimiento del cuerpo del otro se agotó en la práctica de la usura.
Hay un cuerpo que anda por el mundo, sin espacio en el mundo. Sombra y fantasma. Un cuerpo demandado, sometido, ultrajado, amputado, violado, abusado, despreciado, disciplinado, torturado, condenado en el hacer y en el no hacer. (¡Palos por si bogas y palos por si no bogas!)
Ese cuerpo testigo de la vida como agonía de la vida.
Ese cuerpo sujeto de la agonía, ese cuerpo territorio de la agonía, como si fuera todo el cielo y toda la tierra...
Ese cuerpo que narra -minucioso, exasperante...-
la historia del propio dolor humano.
Ese cuerpo de la pobreza sirviente de otras vidas que existen a partir de su vida, y al que se le exige (mientras se lo aleja, se lo exilia, se lo niega) la más preciada conducta de vida en el vivir de otra vida, privilegiada como única y elegida vida, desde el bien de la razón y el bien del corazón. O sea: un espacio de representación, unas reglas de acción legitimadas por sí y en sí, que rechazan drásticamente todo lo que huela a cuestionamiento, a simple diferencias en el saber y en los sentimientos, ni siquiera se podrá imaginar por fuera de lo imaginado sin que ocurra el castigo.

El cuerpo de la pobreza ha sido puesto fuera del tiempo. Ha sido puesto fuera de sí. Es un acontecimiento sin especificidad ni distinción. Amorfo y eterno.
Ese cuerpo de hombre, de niño... Ese cuerpo de mujer irrepetible pasará a ser una ola en el mar, un cuerpo en el sinfín de los cuerpos, en el agotamiento de la pobreza.
Un cuerpo de mujer, maldito y malnacido, objeto de la ira de cualquier dios que se precie, pasto donde come el Maligno, cama donde fornican todos los demonios de la tierra y del infierno.