jueves, 24 de enero de 2013

PATRIA BOLIVARIANA (1958) El 23 de enero: triunfo, caída y continuidad revolucionaria




Por Freddy J. Melo

I                                                                                                                                                       

El 23 de enero es un punto descollante en la continuidad de nuestro proceso histórico. Acción multitudinaria, unidad cívico-militar, extinción de una dictadura cerril y proimperialista (aunque nimbada con ciertos contradictorios arrestos de nacionalismo), marcan el carácter de un hecho que no por traicionado deja de merecer el reconocimiento de la mayoría de los venezolanos. Fue culminación  de un conflicto prolongado, liderado por revolucionarios y demócratas y cuyo desenlace sobrevino al ritmo de los clarines unitarios. Su celebración corresponde legítimamente al pueblo, a los luchadores que se mantienen consecuentes y a los nuevos revolucionarios, gracias a su sentido de la historia; jamás a quienes arriaron las banderas, enfangaron las esperanzas que hicieron aparecer esa acción como el alba de una nueva Venezuela y desembocaron en el cuadragenio vergonzoso, en el que todo principio fue perseguido, muerto y desaparecido –igual que buena parte de quienes enfrentaron la traición– y donde, válganos la remembranza de Cervantes, toda inmoralidad tuvo su asiento.

Quienes en aquella época nos arrimamos imberbes al fragor de la política recordamos vívidamente los hechos y sus antecedentes inmediatos.  Acciondemocratistas (para la fecha un título digno, amparado en el supuesto, que a tantos nos cautivó, de una “revolución popular, antifeudal y antimperialista”), comunistas, independientes progresistas y, en menor escala, urredistas y copeyanos, organizaron la lucha de casi diez años. Muchas y muchos quedaron en el camino, víctimas de la siniestra policía represiva que tenía cordones umbilicales con el Norte. Por eso, cuando quienes capitalizaron la victoria se voltearon y convirtieron en servidores de la oligarquía y el imperio, cuando del seno de los torturados de la dictadura surgieron los torturadores de la democracia (los cuales inaugurarían aquí la figura del desaparecido, aquí y no en ninguna de las satrapías que entonces asolaban el continente), los luchadores dignos se aprestaron a organizar los nuevos combates.


La contienda, frontal y terrible, intensificó su carácter de lid patriótica contra la antipatria. Pero errores de mucha monta, el principal una acción armada postiza, sin lazos orgánicos con el pueblo, que no la comprendía cabalmente, ocasionaron la derrota de los patriotas y con ella la desunión y la deserción de algunos, que tenían las convicciones en la piel. La dominación imperialista-oligárquica se fue afianzando, el país se sumió en somnolencia y toda esperanza parecía perdida. Mas la procesión andaba por dentro, en las barriadas populares y en las insospechables guarniciones castrenses, y de ese modo, en dos febreros que lucieron sorprendentes o inesperados, el pueblo estalló en los relámpagos trágicos del caracazo y se desencadenó la rebelión militar. Se produjo con ello el reencuentro entre el pueblo civil y su porción armada, de nuevo imbuida en el espíritu del Libertador, y el encuentro entre el pueblo como un todo y su líder, tremolante de las banderas del caraqueño inmortal. La Revolución Bolivariana había comenzado.

Vemos así el hilo que une al ahora cincuentón 23 de enero con la sacudida político-social que está transformando a Venezuela. El mismo hilo que arranca de la resistencia indígena encarnada en la figura de Guaicaipuro y enlaza el curso de nuestra historia: oprimidos versus opresores, pueblo versus oligarcas, nación versus imperio. Siempre un enemigo externo fundamental: el coloniaje hispano tricentenario, la influencia y los zarpazos imperiales anglo-franco-germano-holandeses y el imperialismo estadounidense multiavasallador, que nos arrebató el siglo XX; éste con mucho el más perverso, pero también será el último.


II                                                                                      

La conmemoración quincuagenaria del 23 de enero de 1958 dejó ver, desde la acera de la derecha, como es lógico, pero también desde ciertos sectores ligados al proceso bolivariano –lo cual sólo es comprensible como expresión lamentable de ausencia de conocimiento–, una serie de inexactitudes o falsedades que oscurecen la realidad de aquel estelar suceso y sirven a los intereses reaccionarios. La falsedad mayor, cantada en hosannas de prensa, radio y televisión, fue la de que estábamos  celebrando “cincuenta años de democracia”.

El 23 de enero fue toda una epopeya de pueblo global, armado y civil, culminatoria de una lucha heroica sostenida a lo largo de casi una década. Por ello es preciso reconocer y valorar tanto la fecha en sí como la prolongada acción de resistencia que la produjo. Mas al lado del resultado concreto e inmediato, y luminoso –el derribo de una dictadura criminal y servil a los intereses imperialistas del Norte–, debemos examinar con exactitud su fase oscura, que en este caso es trágicamente visible. La luz duró solamente doce meses, durante los cuales Venezuela fue probablemente el país más libre del mundo. Las multitudes eran dueñas de la calle, rechazaban todo intento de recurrencia dictatorial y expresaban una alegría que tenía la medida de sus esperanzas. Pero un año más tarde comenzó a diluirse el velo de las ilusiones y revelarse el rostro a lo Dorian Grey de una de las mayores frustraciones populares de nuestra historia, la tercera, a mi juicio, luego de las de la Independencia y la Federación.

La dictadura perezjimenista fue impuesta por el imperialismo norteamericano porque en esos momentos de desencadenamiento de la “guerra fría” prefería tener el “patio trasero” bien seguro y buscó sembrar de sargentones sanguinarios el Continente. Las débiles democracias, por muy serviles que fueran, no le daban las garantías a que aspiraba, y la del trienio 45-48, regida por AD, aunque inconfundiblemente anticomunista, había puesto las multitudes en escena con el voto a los analfabetos y a los mayores de dieciocho años. Por eso se fraguó el golpe castrense, mediante el cual, en su momento de mayor auge, el de Pérez Jiménez recibiría de Washington la presea de gobierno latinoamericano ejemplar. El capitalismo dependiente conquistaba así el espacio que el país rural iba perdiendo y la burguesía subordinada se paseaba a sus anchas por Miraflores.

Pero Acción Democrática no se resignó y comenzó a desarrollar frente a la dictadura creciente la resistencia clandestina, a la cual se sumaría poco tiempo después el Partido Comunista. Ambas organizaciones lideraron una brega memorable, pero mientras los comunistas instaban a la lucha de masas, los acciondemocratistas, que rechazaban toda relación con ellos, se lanzaban a la conspiración cuartelaria, y en ese camino fueron perdiendo sus jefes y sus cuadros. La tortura y el asesinato político revivieron la época de  Juan  Vicente  Gómez.  Las  cárceles  y  los  campos  de  concentración –sufridos por los más infortunados– se llenaron de combatientes adeístas, comunistas e independientes cercanos a unos u otros, más tarde también de urredistas y al final de copeyanos.

No obstante, AD, que al lado de su anticomunismo llamaba en sus tesis políticas a una “revolución popular, antifeudal y antimperialista”, fue conquistando sectores juveniles que llegaron sin caudas de rencores ni prejuicios y progresivamente desarrollaron, junto a líderes mayores que siempre las tuvieron, posiciones cuestionadoras hacia la dirección derechista. Nace así, desde la clandestinidad, la cárcel y el exilio, la izquierda de AD, gracias a la cual este partido pudo continuar la resistencia, pero dando origen a una dualidad de dirección y de visión, a dos líneas que a partir de 1955, aproximadamente, representaban en la práctica dos partidos, siendo el nuevo el que ahora estaba en las trincheras.

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III
                                                                                                                                       
De lo dicho insisto en destacar, primero, que al conmemorarse la fecha del 23 de enero de 1958 no es dable referirse a “tantos años de democracia” como si fuera hasta el presente, por cuanto ello significa falsificar la verdad de cuatro decenios de traición y frustración; segundo, que el suceso fue resultado de una prolongada acción de resistencia contra una dictadura impuesta por el imperialismo del Norte; tercero, que hacia mediados de aquella década había en la práctica dos partidos AD: el tradicional devenido en derechista y uno de izquierda nacido al calor de los combates, sobre el cual fue recayendo, en lo fundamental junto a los comunistas, la responsabilidad de la lucha.

El gobierno perezjimenista, amparándose en las Fuerzas Armadas y mediante la coartada de un llamado “nuevo ideal nacional”, por un lado realizaba una febril actividad de construcción de obras públicas, que generaba empleo y bienes infraestructurales, producía el enriquecimiento acelerado de una ávida burguesía en desarrollo, recibía el apoyo de los amos del valle y las cúpulas eclesiales, generaba la complacencia de las cada vez más expansivas transnacionales y con ello las bendiciones de Washington, y colmaba los corruptos bolsillos del dictador y sus validos; por otro, borraba todo vestigio de estado de derecho y plenaba de obreros, campesinos, estudiantes, profesionales, comerciantes pequeños y medios y militares desafectos, hombres y mujeres, adeístas y comunistas la mayoría (y así hasta el final, negarlo es pecado de lesa verdad), las cámaras de tortura y los recintos carcelarios, incluyendo los campos de concentración de Guasina y Sacupana. El país era fiesta y dolor.

Sectores campesinos, aunque sin cambiar todavía la correlación poblacional, empezaron a rodear con los “ranchos” nacientes las grandes ciudades, en busca de la fiesta, pero ello, en las condiciones de la inmigración europea masiva que privilegiaba el dictador, sólo consiguió potenciar el desempleo de mano criolla o el trabajo precario; los programas de construcción fueron sobrepasando la capacidad financiera del Estado, el cual se vio obligado a recurrir al pago en bonos, que la burguesía colocaba en Nueva York y en Europa; los tenedores de esos bonos comenzaron a presionar a sus clientes; el gobierno tuvo algunos atrevimientos nacionalistas, sin fuelle, pero su actividad se fue inevitablemente reduciendo; la acción política clandestina va recibiendo aportes de nuevas procedencias y ganando estratos de población antes adversarios o indiferentes; el agotamiento de la dictadura se va haciendo visible, ya no sirve ni a los obreros, ni a los campesinos, ni a las capas medias, ni a las cúpulas eclesiales, ni a las élites militares menos comprometidas, ni a la burguesía, ni al imperio, que empezaba a temer la acción de los pueblos contra las dictaduras y dar pasos hacia la preferencia de dirigidas y programadas “democracias”. Para 1957 se han anudado todas las contradicciones, la crisis política es global.

La dirección del Partido Comunista traza la línea de la unidad nacional contra el focalizado enemigo Pérez Jiménez-Vallenilla-Pedro Estrada e instrumenta la Junta Patriótica, que recoge la necesidad unitaria y se convierte en dirigente del proceso final. Triunfo de pueblo civil y pueblo armado. Fue un brillante acierto táctico, pero carente de proyección estratégica. ¿Después de Pérez Jiménez, qué? La pregunta ni se formuló ni se respondió, tácitamente se dio como buena una simple democracia formal. La visión “etapista” cerró el camino. El pueblo y los revolucionarios en la calle, celebrando, y el poder o una parte de él sin mano firme que lo asiera, pero los burgueses metiéndose en Miraflores para recuperarlo y asegurarlo.

Como expresó el Dr. Edgar Sanabria, el pueblo sembró y la burguesía cosechó. La “unidad del Country Club y La Charneca” –así se decía, con incauto olvido de la lucha de clases– sirvió a la postre para que el primero se tragara a la segunda, comenzando con la eliminación de la Junta Patriótica mediante el truco de ampliarla. Y luego, en lugar de prohijar una reforma agraria que ganara al campesinado, todavía con gran peso poblacional, se dio el espaldarazo a unas elecciones inmediatas, lo cual significaba abrir las puertas a Rómulo Betancourt, ya en cuerpo y alma entregado al imperio. Vino a “aislar y segregar” a los revolucionarios y supo hacer a fuego y sangre esa tarea (“disparar primero y averiguar después” – “las calles son de la policía”). Lo cual costó al país, tras un año de democracia real, cuarenta de tragedia e ignominia.

 No obstante, el hilo histórico roto por la traición se anudaría de nuevo, luego de otros muchos combates y derrotas, en el amanecer de la Revolución Bolivariana.