jueves, 17 de enero de 2013

La crisis europea: una muerte anunciada


Fernando Duque


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En los grupos de animales superiores, el orden dentro del grupo social ha sido mantenido por el inteligente uso del poder por parte del líder de dicho grupo. Esto se da en el caso de las manadas de lobos, leones y chimpancés, y por supuesto también en grupos humanos. 


El hombre en su evolución civilizacional, se ha organizado históricamente primero en la familia primitiva, luego en el clan para posteriormente avanzar a la tribu. De este grupo social más numeroso se pasó a la ciudad-Estado y posteriormente, los humanos evolucionaron hacia el Estado nación. Finalmente este proceso evolutivo ha continuado, cuando los humanos han logrado crear el Estado supranacional o también denominado imperio.

En la enorme mayoría de los casos que relatan esta evolución, la transición o paso de la ciudad-Estado al Estado-nación, siempre se ha hecho gracias al poder, influencia y sabiduría de un líder poderoso y legendario dotado de características super humanas y en algunos casos características semi divinas. Este tipo de super líder es el que ha sido indispensable también en el cambio evolutivo del Estado nacional al Estado supra nacional.

Este fue el caso de la transición china, donde numerosos Estados feudales se lograron unir gracias al extraordinario liderazgo del legendario duque de Zhou muchos años antes de la era cristiana. Este fue el origen del imperio chino, cuyas características básicas aún perduran hasta nuestros días. De la misma forma, los grandes imperios nacidos después del renacimiento en occidente, también fueron creados gracias al enorme liderazgo y buen uso del poder de individuos con características excepcionales. Los príncipes de Castilla y Aragón, luego el emperador Carlos V y su sucesor Felipe II, crearon y consolidaron el poderoso imperio español en los siglos XV y XVI. Lo mismo ocurrió con la formación del imperio británico, donde la participación de Enrique VIII y su hija Isabel I, son factores cruciales en el nacimiento y desarrollo de ese gran imperio que floreció en el siglo XVIII, alcanzó su apogeo en el siglo XIX para entrar en decadencia en mitad del siglo XX.

Una evolución similar ocurrió con el imperio estadounidense a fines del siglo XVIII. Ahí, Washington, Hamilton, Jefferson y otros héroes de la revolución estadounidense, fueron los líderes claves en la organización y desarrollo de la unión americana, imperio que dominó el mundo durante la mayor parte del siglo XX. El gran imperio francés de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, fue también el resultado de un líder con características extraordinarias y este líder se llamó Napoleón Bonaparte. La historia movida por personajes extraordinarios, se repite con la creación del imperio alemán y el imperio austro-húngaro de fines del siglo XIX. Por supuesto, algo parecido sucedió con la creación y consolidación del imperio soviético. Aquí el brillante rol de creador y organizador de Lenin, Troski y luego Stalin fueron factores fundamentales en el desarrollo y consolidación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Los líderes de la revolución de octubre sólo siguieron el ejemplo que siglos antes habían mostrado Pedro I y Catalina La grande en el desarrollo del gran imperio ruso.

No obstante todos estos antecedentes históricos, hay una grande y única excepción a las leyes y principios de la historia que guían la creación de Estados supranacionales. Este caso único lo constituye el proceso de creación de la actual Zona Euro, la cual se creó y desarrolló después de la segunda guerra mundial.

La Zona Euro no ha sido el producto de una gesta heroica después de una gran revolución, donde un líder o un grupo de líderes excepcionales y con poderes superiores tanto en lo político como en lo militar, son capaces de avanzar del Estado nacional al Estado supranacional. Muy por el contrario, la Zona Euro actual, tiene su origen en la ideas de un filósofo francés llamado Jean Monnet. Para este visionario, la unificación europea sería el producto final de un largo y lento camino de pasos sucesivos e incrementales, donde planes y acciones de tipo económico irían creando gradualmente una tupida red de relaciones comerciales. Se pronosticaba que esta malla de lazos económicos, eventualmente producirían la unidad política de la región. En este tipo de estrategia de unificación supranacional, se puede detectar algún grado de influencia marxista, ya que se asume que la economía, es la base de todo proceso fundacional y por lo tanto, más importante que la política. En otras palabras, se pensó que la gradual unión económica, eventual y naturalmente produciría la unidad política.

Es así como el proceso de unificación económica en Europa se inició con la comunidad del carbón y del acero en 1951 y este proceso ha continuado con numerosos pasos e hitos secuenciales que han creado una malla de interrelaciones económicas entre los Estados que hoy conforman la Zona Euro. Un paso importante en este proceso unificador fue la creación de la moneda única. El Euro se creó en 1999 y se ha transformado en una moneda de intercambio internacional tan importante como el dólar o la libra esterlina. No obstante, todos estos enormes avances en el gradual proceso de integración económica europea, al parecer hay un pecado original de creación que está produciendo innumerables dificultades y una gravísima macro crisis. Existe la moneda única en una región aún formada por Estados soberanos e independientes y que dirigen autónomamente sus políticas monetarias y fiscales. En otras palabras, no existe un único ministerio de finanzas federal, ni tampoco existe un verdadero banco central federal que efectivamente dirijan y coordinen las políticas fiscales y monetarias de todos los Estados que conforman la Zona Euro. En otras palabras, no existe un gobierno central de verdad con poderes suficientes para formular leyes, ejecutarlas y adjudicarlas. Las instituciones que conforman la probable semilla de un futuro Estado federal y ubicado en Bruselas, son totalmente incapaces de cumplir las necesarias funciones de un sistema político unificado, poderoso y eficiente. Bruselas está muy lejos de ser Washington.

Es así como el barco europeo no tiene un sólo puente de mando y un sólo timonel. Muy por el contrario, tiene varios puestos de mando y varios timoneles. Esto no es un problema vital cuando el tiempo está calmado, pero sí es un gravísimo problema existencial cuando una tormenta perfecta se viene encima. La falta de unidad de mando es un gravísimo error en la ingeniería del diseño del sistema político que hoy conforma la actual Zona Euro. Este error fundacional es uno de los factores que explica la crisis y el dilema existencial que afecta al grupo de países que hoy conforman dicha comunidad.

Después de la gran recesión iniciada el año 2007 (la tormenta perfecta), la Zona Euro está en el hecho conformada por dos bloques de países distintos, antagónicos y cuyos intereses son irreconciliables. El norte incluye a países tales como Alemania, Finlandia, Holanda, y Austria. Ellos son herederos de una cultura calvinista, donde su principal característica cultural puede resumirse en el estoicismo. Es decir, la búsqueda del auto control, el orden y el trabajo constante y productivo. Por el contrario, el sur, conformado por Francia, Italia, España, Portugal, Irlanda y Grecia, son países con una cultura donde los valores principales son de tipo hedonista. En otras palabras, aquí lo importante es la búsqueda del placer, la aventura, el misticismo y la contemplación.

El norte calvinista, es una región con economía ordenada, estable y con altísima productividad. El sur es un sector con la economía en una aguda recesión y con baja productividad. El norte puede vivir y prosperar con una moneda sólida y sobrevalorada como es el euro. Por el contrario en el sur, la solidez, valor y peso del euro, es como una pesada ancla que los está hundiendo inexorablemente. Para los países no calvinistas del sur, la única alternativa viable para salir de la gigantesca crisis que lentamente los asfixia, es cambiar de moneda. Es decir, ellos deben retirarse de la Zona Euro y subsecuentemente devaluar la nueva moneda. Un aumento en la competitividad de los sureños, basada en la reducción de salarios y en la eliminación de su estado de bienestar, con toda seguridad los empujaría al caos y al abismo. Es así como la moneda dura y el ajuste estructural que ellos están sufriendo se ha transformado en una trampa mortal para los Estados del sur. Estos países sólo pueden aumentar su competitividad mediante una drástica devaluación de su moneda. De esta forma, sus productos de exportación tendrían la oportunidad de competir con éxito y con ello aumentar las exportaciones substancialmente. Así se podría empezar a salir del abismo en el cual ya se encuentran.

No obstante, el miedo a una drástica pero momentánea caída del ingreso, producto de una salida de la Zona Euro, y las consecuentes penurias y miserias que esto produciría en el corto plazo, impide que los países del sur tomen la decisión adecuada. Sus líderes están paralizados por el temor a una violenta y abrupta recesión y sólo se limitan a seguir implementando los errores del modelo neo liberal, políticas que son exigidas por el mercado, los ricos, los inversionistas y el Fondo Monetario Internacional.

En el intertanto, Bruselas continúa produciendo medidas incrementales y de parche en su vano intento por resolver la catástrofe. Se crean fondos para comprar bonos soberanos y se le dan nuevas funciones al llamado Banco Central Europeo para supervisar y controlar algunos bancos. Pero se rechazan los eurobonos y la creación de un Ministerio de Hacienda Federal con poderes políticos suficientes para dirigir con mano firme la política monetaria y fiscal de la región.

Como resultado de esta política errada, los Estados del sur de Europa, están cayendo en una crisis política, social y económica de gigantescas proporciones. Las justas demandas de la inmensa mayoría de los europeos del sur, no son satisfechas y el descontento sube como una lava de un volcán listo para explotar. La economía del sur ya lleva casi 5 años de recesión y ello ha creado una infinidad de problemas. El ingreso per cápita promedio de la inmensa mayoría se ha desplomado, mientras los ricos siguen manteniendo ingresos altos, parecidos a los de antes de la crisis. La cesantía crece a niveles insoportables. Ya han aparecido las ollas comunes y algunos ciudadanos se suicidan en desesperación. Los expertos vaticinan que la recesión se extenderá por al menos dos años más. Si ello ocurre, esto significaría que para el año 2015 se habrá cumplido el crítico periodo de 7 años de vacas flacas. Se habría cerrado así el ciclo necesario para crear las condiciones objetivas de la revolución. Este es un punto crucial de la teoría de la revolución elaborada por los cientístas políticos estadounidenses Brinton y Davies. La agonía del sur en los próximos dos o tres años crearía así mayores dificultades económicas, y esto sin duda produciría nuevas crisis sociales y políticas.

Utilizando la teoría de la revolución de Brinton y Davies, se podría pronosticar que si las actuales tendencias no se cambian, a partir del año 2015 se empezarán a producir violentas manifestaciones, las que a su vez tendrá que ser violentamente reprimidas con su trágico saldo de cientos y tal vez miles de muertos y heridos. Estos eventos, sí crearán las condiciones subjetivas de la revolución. La brutalidad represiva probablemente alienará a la elite intelectual de los países del sur de Europa. Ellos se darán vuelta contra la elite económica y política y eventualmente conformarán el liderazgo de un probable periodo extremadamente turbulento y revolucionario.

Estos conatos revolucionarios probablemente serán de extrema derecha o de extrema izquierda, pero de todos modos su signo dominante será un profundo odio al neo liberalismo y al status quo dominante. Es así como Francia, Italia, España, Portugal Grecia e Irlanda se podrían hundir en agudos conflictos políticos y sociales de impredecibles características. No obstante la probable caída del sur en el abismo, a la larga también podría producir la caída del norte, ya que los europeos del norte, perderían vitales mercados para sus exportaciones. De esta forma, todo el sistema político llamado Zona Euro, entraría en un agudo proceso de destrucción revolucionaria. Por su parte, la caída de la Zona Euro no sólo produciría caos y destrucción en su vecindario, sino que como resultado de esta crisis europea el planeta perdería uno de sus motores económicos principales. La falla de un motor crucial, naturalmente repercutiría negativamente en el funcionamiento de los otros motores que el mundo todavía tiene. Si Europa cae, con seguridad Estados Unidos y Japón entrarán también en recesión y si ellos caen al abismo, es probable que el resto del planeta se hunda en un caos parecido al del año de 1929. La gran recesión global de los años 2007-2008, se habría así transformado en una depresión global, donde China, Rusia, África y América Latina, también sufrirían los coletazos de la catástrofe europea.

Como consecuencia de todos estos eventos, el mundo aprenderá que los Estados supranacionales o imperios sólo se pueden crear siguiendo las leyes de la historia. Es decir, estos sistemas políticos superiores son el producto de seres humanos extraordinarios, verdaderos super hombres que han sido capaces de empujar el carro de la historia y pasar del Estado nacional al Estado supranacional. Desafortunadamente, políticos normales tales como la señora Merkel y el señor Hollande y los burócratas de Bruselas; están muy lejos de las condiciones suficientes y necesarias para transformar el caos actual en los Estados Unidos de Europa.

F. Duque Ph.D. - Cientista Político - Puerto Montt, Diciembre 2012

Nota biliográfica: Para un breve pero magistral análisis de los errores cometidos en el diseño e implementación de la estrategia para crear la Zona Euro después de la segunda guerra mundial. Sírvase ver Timothy Garton Ash “The crisis of Europe. How the union came together and why it’s falling apart”Foreign Affairs September-October 2012. Vol. 91 Nº 5 Pgs. 2-15; sírvase ver también “Good bye Europe” The Economist, December 8th 2012 pgs. 11-12.


Luxemburgo, una Rosa roja para el siglo XXI



por Néstor Kohan

"Su energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba
a los que estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida
y su entrega hacían sonrojar a los timoratos y a los miedosos..."
Clara Zetkin

"El socialismo no es, precisamente, un problema de
cuchillo y tenedor, sino un movimiento de
cultura, una grande y poderosa concepción del mundo...
Carta de Rosa Luxemburgo a Franz Mehring"
(febrero de 1916)


Apenas 80 años de un asesinato. Eso indica la fría marca del calendario. Recordada desde un continente como el nuestro, que ha sufrido durante el siglo XX —para no mencionar los anteriores— represiones, matanzas y genocidios salvajes a manos de las clases dominantes, su muerte podría computarse simplemente como una más de las tantas víctimas del capitalismo. Un número, solo eso, en la aridez de la estadística. No es el caso.

Las revoluciones del futuro, que las habrá no por mandato predeterminado de LA Historia (con mayúsculas) sino por la voluntad colectiva y el accionar político de los pueblos latinoamericanos, recuperará la memoria de cada uno de esos mártires masacrados y desaparecidos por el capitalismo. El combate socialista por el futuro se desarrollará entre nosotros no solo pensando en un porvenir “luminoso” sino fundamentalmente —como señalaba Walter Benjamin para el caso europeo— a partir del recuerdo imborrable de todos nuestros compañeros oprimidos, explotados y asesinados de la historia pretérita.

Entre todos ellos y ellas el ejemplo de Rosa Luxemburgo ocupará uno de los primeros lugares. Su memoria sigue aún hoy descolocando y desafiando la triste mansedumbre que actualmente pregonan los mediocres con poder.

Partiendo de esta realidad, cabe preguntarse, ¿por qué se torna imperioso recordar hoy, precisamente hoy, a Rosa cuando muchos otros nombres también ligados al socialismo internacional apenas son aptos para rellenar los libros de historia? Este modesto artículo tiene por objetivo el intento de comenzar a responder esa acuciante pregunta.

En primera instancia constatamos que el simple recuerdo de su figura, siempre sospechada de “hereje” por los que hasta ayer nomás monopolizaban el estandarte de la “ortodoxia” marxista, resulta de una incomodidad insoportable para una tradición de pensamiento que ella estigmatizó sin piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia: el reformismo.

El aniversario de su muerte constituye la gran mancha negra de la socialdemocracia, supuestamente “abanderada de los derechos individuales” frente a las corrientes por ellos —los profetas rosados de la democracia burguesa— despectivamente denominadas “jacobinas, blanquistas, partisanas, leninistas” del socialismo.

Se sabe. Los responsables de su asesinato (como el de Liebknecht) fueron Gustav Noske, Scheidemann y Friedrich Ebert. El nombre de este último bautizó incluso a una conocida fundación de la socialdemocracia alemana que durante los años ’80 coqueteó con posiciones “progresistas” cooptando mediante grandes sumas de dinero a numerosos intelectuales latinoamericanos presurosos de olvidar su pasado revolucionario.

El trauma histórico de este asesinato quedó siempre latente. Ni siquiera Willy Brandt cuando fue alcalde de Berlín en la última posguerra fue capaz de ponerle una placa recordatoria al puente desde el cual fue arrojado al agua el cuerpo sin vida de Rosa (una placa que sí puso la aún más derechista y reaccionaria democracia cristiana alemana, solo para ironizar sobre sus rivales electorales). El solo hecho de mencionar su nombre seguramente haría temblar los labios de todos aquellos partidarios de la reunificación alemana que han vuelto a poner en el primer plano de la política contemporánea al neonazismo, al antisemitismo y a la política de gran potencia —eurodólar mediante— del Reicht alemán.

En este cansado fin de siglo, cuando muchos disidentes y herejes vuelven a la nave madre y al hogar común de la socialdemocracia (el ex PC Italiano a la cabeza) propagandizando una supuesta “tercera vía”, convendría entonces reencontrarse con la herencia insepulta de Rosa y sus demoledoras críticas al reformismo.

Pero volver a respirar el aire fresco de sus escritos también nos permite reactualizar la inmensa estatura ética que tiñó en ella al socialismo en momentos en que socialistas “renovados” del cono sur —como por ejemplo el canciller chileno— marchan presurosos a Londres a socorrer al dictador Pinochet en nombre del “realismo”, de la razón de estado, de la “gobernabilidad” y del pragmatismo socialista. Exactamente los mismos ejes y las mismas banderas contra las cuales dirigió sus ácidos dardos Rosa en las mejores de sus polémicas.

Su palpitante actualidad nos invita además a replantearnos toda una gama de cuestiones teóricas que aún hoy están a la orden del día en la agenda política de los revolucionarios. Y que seguramente lo estarán en el siglo que viene.

Sucede que, además de refutar y combatir despiadadamente al reformismo, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto que ella escribió durante 1918 en prisión sobre la naciente revolución rusa, hundió el escalpelo en los peligros que entrañaba ante sus ojos cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.

Ante la crisis y el derrumbe de la burocracia soviética (que dilapidó el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético desde 1917 hasta la victoria sobre el nazismo, pasando por el triunfo de la guerra civil) aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser seriamente repensadas. Más que todo si tomamos en cuenta que además Polonia y Alemania —donde actuó políticamente Rosa—, fueron dos países cuyos modelos de socialismo autoritario y burocrático análogos al soviético entraron en crisis terminal y se derrumbaron como un castillo de naipes hace apenas una década.

Aquel célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Spartacus y del KPD alemán, luego disidente y reafiliado al SPD. Cabe agregar que Rosa cambió de opinión sobre su propio folleto al participar ella misma de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y sobre todo frente a Lenin (de la misma manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o más cerca nuestro al Che Guevara contra la Revolución Cubana). Se quiso de ese modo construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa.

Al resumir sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya perspectiva revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en tres ejes problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la revolución, su concepción del problema de las “guerras nacionales” y la relación entre democracia y terror.

No solo Lenin (en su famosa crítica del folleto de Junius, seudónimo de Rosa) y Trotsky le señalaron sus errores. También Lukacs en Historia y conciencia de clase tomó partido en el debate. Entre esos señalamientos figuran en primer término su subestimación de la forma política consejista (que asumió en Rusia el carácter de soviet) como una alternativa radical frente a la democracia burguesa. En ese sentido creemos que Lukacs había dado en el clavo cuando —sin dejar de reivindicarla como un faro metodológico para el marxismo— le señaló a Rosa su inconsecuencia al no diferenciar las transformaciones específicamente políticas de las revoluciones burguesas (Inglaterra-1688 y Francia-1789) de la revolución socialista (Rusia-1917). En aquellas primeras dos se trataba, según Lukacs, de depurar el Parlamento, mientras que en 1917 se había intentado en cambio suplantarlo por los soviets.

Y en ese punto se puede ubicar la radical diferencia entre un tipo y otro de revolución, pues en la transición al socialismo no se trata ya de acelerar o retardar el desarrollo autónomo e independiente de la economía por parte del estado sino, por el contrario, de dirigirla conscientemente (una opinión donde el Che coincidirá evidentemente con Lukacs en sus debates sobre el cálculo económico y el sistema presupuestario de financiamiento).

Al mismo tiempo Rosa, siempre según la opinión de Lukacs, habría subestimado en aquel folleto el papel cumplido en la revolución rusa por las fuerzas no proletarias y por lo tanto en su esquema habría terminado desdibujado el lugar y la función estrictamente hegemónica del partido proletario sobre el resto de las fracciones sociales que habían participado del octubre insurrecto.

Si bien es cierto que aquel escrito adolece de este tipo de equivocaciones, también resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar algunos agujeros vacíos cuya supervivencia a lo largo del siglo XX generó no pocos dolores de cabeza a los partidarios del socialismo.

Entre estos últimos creemos que Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia democracia socialista —base de la vida política creciente de las masas trabajadoras— solo resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias palabras, si este fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue, se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. La historia, en el caso del socialismo europeo, le dio lamentablemente la razón.

La necesaria vinculación entre socialismo y democracia política y los riesgos de eternizar y tomar como norma universal lo que era en realidad producto histórico de una situación particular, es decir, el peligro de hacer de necesidad virtud en el período de transición al socialismo, constituye el eje de su pensamiento que probablemente más haya resistido el paso del tiempo.

Pero esta crítica de Rosa, dura y sin contemplaciones a pesar de su ferviente adhesión al bolchevismo, no implica soslayar la necesaria crítica que hoy debemos hacer a las formas “democráticas” (en realidad republicanas parlamentarias, no democráticas) con que el capitalismo ejerce su dominación y su hegemonía en las sociedades modernas occidentales. Una crítica desarrollada a fondo por el intelectual que fue más lejos —incluso más allá de la misma Rosa— al pensar las condiciones de una revolución anticapitalista en Occidente, Antonio Gramsci.

Esta crítica a la forma republicana de dominación burguesa —como la denominó Marx en su célebre 18 Brumario de Luis Bonaparte— resulta impostergable para nosotros los latinoamericanos, pues en nuestros países el imperialismo norteamericano después de financiar y sostener a las dictaduras militares más sangrientas de la historia, apostó a implementar su reformulación neoliberal del capitalismo con regímenes políticos donde funciona el Parlamento y los tribunales “independientes”.

De modo que uno de nuestros principales desafíos contemporáneos y futuros consiste en tratar de recuperar y sintetizar al mismo tiempo el reclamo de Rosa sobre la necesaria vinculación de socialismo, participación popular y democracia revolucionaria en los países donde los trabajadores ya han tomado el poder y la crítica impiadosa de Gramsci hacia los regímenes políticos donde aún domina el capital internacional y sus expresiones nacionales. Ambos pensamientos apuntan a una misma problemática política.

Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas que delinean la problemática del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Es decir que desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión, no la soberanía que corona al poder institucionalizado, sino la que justifica el ejercicio pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder.

Allí, en ese terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos clásicos del iusnaturalismo contractualista, en Hegel y en el pensamiento liberal, la teoría política marxista tal como la elaboraron Rosa, Lenin y Gramsci ubica el eje de su reflexión. En ese sentido, el socialismo no constituye el heredero moderno, mejorado y perfeccionado del liberalismo moderno sino su negación antagónica.

Si hubiera entonces que situar la filiación que une la tradición política iniciada por Marx y que Rosa desarrolló en su espíritu —contradiciendo muchas veces su letra— a partir de la utilización de su misma metodología, podríamos arriesgar que el socialismo contemporáneo pertenece a la familia libertaria más radical y es —o debería ser— el heredero privilegiado de la democracia directa roussoniana.

Desde esta óptica —bien distinta a la de quienes legitimaron los “socialismos reales” europeos amparándose en el perfeccionamiento de la tradición ilustrada dieciochesca— se torna comprensible los presupuestos desde los cuales Rosa dibujó las líneas centrales de su crítica al socialismo burocrático.

En cuanto al problema de la controvertida relación entre “espontaneidad” y vanguardia —otro de los núcleos centrales de su pensamiento político—, podemos también apreciar su apabullante actualidad.

Esta otra serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro ropaje. No es ya el problema de la huelga de masas —que Rosa analizó a partir de la primera revolución rusa de 1905— sino más bien el de los movimientos sociales (la subjetividad popular) y su vinculación con la política. Aquí sus escritos, releídos desde nuestras inquietudes contemporáneas, tienen mucho para decirnos.

También aquí Lenin y Lukacs cuestionaron a Rosa. Le criticaron el haber subestimado no solo el lugar de los consejos o soviets como forma política de nuevo tipo sino también el papel de la conciencia socialista en la necesidad de organizarse en partido (y de entablar una polémica abierta con el oportunismo).

Sin embargo, no deberíamos olvidar que en este rubro ella cuestionó incluso antes que Lenin el papel de “guía” que Kautsky monopolizaba entre las filas de la II Internacional. Lo cierto es que tanto Rosa como Lenin terminaron de romper amarras no solo política sino también epistemológicamente con el marxismo kautskiano-plejanoviano en los primeros años de la Guerra Mundial. En ambos casos la problemática del sujeto —el proletariado como clase, el partido como organización— fue el detonante de esa inmensa ruptura epistemológica.

Revisitar entonces los escritos de Rosa centrados en ese horizonte seguramente nos permitiría recuperar a Lenin de otra forma, despojados ya de todo el lastre dogmático que impidió utilizar todo el arsenal político de quien Gramsci no dudó en catalogar como “el más grande teórico de la filosofía de la praxis”.

Creemos que esto es así porque a partir de un contrapunto entre las posiciones de Rosa y Lenin se podría entender que cuando este último hablaba de “llevar la conciencia desde afuera” al movimiento obrero —tesis de factura kautskiana cuyas consecuencias epistemológicas extrajo hasta el paroxismo Louis Althusser— no estaba defendiendo un externalidad total frente al movimiento social “espontáneo” sino una externalidad circunscripta en relación con el terreno económico. El “afuera” desde el cual Lenin defendía la necesidad de un partido político socialista remitía a un nivel que no se dejaba subsumir dentro de la práctica economicista, pero no implicaba —como lo leyó el stalinismo en política y el althusserianismo en epistemología— situarse en un “afuera” opuesto al movimiento social.

Esta última deformación del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del partido encerrado en sí mismo que facilitó enormemente todas las injustas acusaciones de “sustitucionismo” con que hoy la socialdemocracia denosta a los revolucionarios en todo el mundo. El partido debe ser parte inmanente del movimiento social —como lo demostraron Gramsci en el movimiento consejista turinés o nuestro Mariátegui frente a las masas indígenas peruanas—, nunca un “maestro” que desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla” en el ir y venir del movimiento de masas. Entre el sentido común, la ideología “espontánea” del movimiento popular, y la reflexión científica, es decir, la ideología del intelectual colectivo, no debe haber ruptura absoluta. Cuando esta última se produce se pierde la capacidad hegemónica del partido y crece la capacidad hegemónica del enemigo que cuenta en su haber con las tradiciones de sumisión, con las instituciones del poder y hoy en día con el monopolio de los medios de comunicación mundial.

De modo que las posiciones de Rosa y de Lenin —polémicas entre sí— en última instancia serían integrables en función de una difícil pero no imposible dialéctica de la organización política como consecuencia y a la vez impulsora del movimiento social. La hegemonía se construye desde adentro. La conciencia de clase es fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera, pues se chocará indefectiblemente —como de hecho ha sucedido en la historia— con un muro de silencio e incomprensión.

Otro de los núcleos donde Rosa Luxemburgo polemizó fue en el campo de la “cuestión nacional”, uno de sus flancos más débiles. Todo el problema alrededor del cual gira la reflexión de Rosa, como también la de Lenin, Otto Bauer, Stalin o Trotsky, etc., es aquella que se pregunta qué deben hacer los partidarios del socialismo, los críticos del capitalismo, frente a una situación de opresión de naciones que son mantenidas por la fuerza en el status de colonias o semicolonias por la mano de uno o más imperialismos.

Desde el marxismo latinoamericano debemos presurosamente aclarar que dicho problema es bien distinto al que en nuestra América afrontó Mariátegui cuando intentó descifrar el problema de la nación. En este último caso no se trataba de una nación ya constituida histórica, social y culturalmente, aunque oprimida por otra con mayor poder, sino el de una nación aun inacabada —tal como era entonces Perú—, sin integración racial y con un desarrollo desigual y combinado de su cultura (la blanca y mestiza —heredera de la conquista y la colonización europea— y la cultura indígena autóctona).

Cuando Rosa, Lenin y los demás marxistas de su época discutían, tenían como presupuesto compartido la reflexión sobre unidades nacionales —opresoras u oprimidas— ya constituidas. Y en ese rubro Rosa, de origen judío y de nacionalidad polaca, se opuso a la independencia de Polonia (proponiendo que los proletarios polacos enfrentaran a la burguesía polaca uniéndose junto con los revolucionarios rusos en una gran federación).

Esa posición errónea en parte se explica por los residuos epistemológicos que Rosa seguramente había heredado de Engels y su teoría —de factura hegeliana— sobre los llamados por él “pueblos sin historia”, pequeñas “nacioncillas” que no tenían derecho a existir. Pero tampoco habría que subestimar la posición política de Rosa dentro de Polonia, como militante del Partido Socialdemócrata Polaco (SDKP) y enemiga a muerte del socialpatriotismo —encarnado en el Partido Socialista Polaco (PPS)— que terminó en 1914 entregando los partidos socialistas europeos en brazos del militarismo imperialista burgués.

Lenin, a su turno enemigo de la política de gran potencia del zarismo ruso, levantó como consignas la unidad y la independencia de Polonia —en concordancia con la posición de Marx y la primera Internacional al respecto— y el derecho a la autodeterminación de las naciones.

La historia del siglo XX, con sus opresiones que todavía hoy no concluyen —sino allí están los recientes bombardeos norteamericanos sobre Iraq para recordárnoslo— a pesar de la pomposamente llamada “globalización”, le dio en este punto preciso, creemos, la razón a Lenin. Pues a pesar de que hoy existe una tendencia objetiva a la regionalización y a construir bloques económicos y políticos que superan las barreras estrechas del estado-nación (un impulso acorde con el movimiento transnacional del capital) sin embargo, no han desaparecido los conflictos nacionales.

Dentro de estos últimos ha cobrado cada vez mayor fuerza la dimensión cultural como un componente central de la nación —una veta en la que Rosa fue realmente precursora junto con el austromarxismo—. Y si esto no fuera así, ¿cómo explicarnos la apabullante exportación planetaria de valores nacionales norteamericanos, vía el Mc Donald, la Coca Cola, y toda la industria cultural de la imagen —cine y video—, garantía imprescindible de su hegemonía mundial?

Cuando la globalización del capital subsume formal y realmente al mundo, decaen las soberanías de los estados-naciones más débiles, las de los países del Tercer Mundo. En ese nuevo contexto la problemática del imperialismo —y su necesario correlato: la opresión nacional— se ha modificado pero no ha desaparecido. No es cierto que el mundo viva en una interdependencia absoluta, donde todos los polos de las relaciones de poder son intercambiables. Sigue habiendo, lamentablemente, opresores y oprimidos. Si bien es cierto que la hegemonía mundial del capital asume una tendencia hacia la desterritorialización, ello no implica que hayan desaparecido las naciones.

Tanto en el terreno político (con el resurgimiento ultrarreaccionario del neonazismo alemán, el Frente Nacional en Francia, los separatistas italianos y otros movimientos por el estilo), como en el filosófico (el discurso de “la diferencia” en un mundo donde el valor mercantil tiñe en su homologación dineraria todos los colores culturales del color único del capital) el problema de la nación —y su potencial opresión— sigue vigente. En ese contexto mundializado, las naciones oprimidas tienen cada vez menos poder. Ya no solo son oprimidas económica o comercialmente. Hasta ven amenazadas sus valores y tradiciones culturales. De modo que, tomando en cuenta las variaciones históricas, hoy no nos podemos dar el lujo de soslayar la implicación contemporánea que este debate de principios de siglo tiene para los partidarios socialistas del florecimiento mundial de las culturas y las naciones.
Otro de los ejes donde Rosa incursionó con notable éxito —de un modo mucho más equilibrado y justo que en el problema nacional— fue en la relación entre socialismo y religión.

Sabido es que en la “ortodoxia” plejanovista-kaustkiana de la II Internacional —de la cual fue una clara continuación filosófica el DIAMAT de la época stalinista— el marxismo era concebido como una ciencia “positiva” análoga a las naturales, cuyo modelo paradigmático era la biología. Ciencia que Plejanov veía como arquetipo al bautizar a la filosofía de Marx como “monismo” siguiendo a Haeckel y que Kautsky intentaba imitar, sintetizando a Darwin con Marx, en un más que dudoso matrimonio de materialismo histórico y evolucionismo.

Desde esos parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara trazar una línea ininterrumpida de continuidad entre los pensadores burgueses ilustrados del siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la praxis. En ese particular contexto filosófico-político, la religión era concebida —en una lectura apresurada del joven Marx (1843) —simplemente como el “opio del pueblo”.

Aún educada inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —desde la cual batallará contra el reformismo de Bernstein y con la cual romperá amarras alrededor de 1915— Rosa Luxemburgo se opuso a una lectura tan simplificada del materialismo histórico en torno al problema de la religión.

Ante el estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa como parte de los socialistas polacos de la parte de Polonia que en ese tiempo era rusa, escribió un corto folleto sobre El socialismo y las iglesias. En él cuestiona crispadamente el carácter reaccionario de la iglesia oficial que intentaba separar a los obreros polacos del socialismo marxista, manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación. Hasta allí su escrito no se diferenciaba en absoluto de cualquier otro de la época de la II Internacional.

Pero al mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño— intenta releer la historia del cristianismo desde una óptica marcadamente historicista que descentra completamente la óptica de la ilustración “materialista” dieciochesca. Así afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran comunistas fervientes”. En esa línea de pensamiento reproducía largos fragmentos que resumían el mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San Juan Crisóstomo y Gregorio Magno.

De ese modo Rosa retomaba el sugerente impulso del último Engels, quien en el prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido miedo de homologar el afán cristiano de igualación humana con el ideal comunista del proletariado revolucionario. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de asombrarnos cuando grandes sectores populares religiosos rompen amarras con el carácter jerárquico y autoritario de las iglesias institucionales para asumir una práctica de vida íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos primeros cristianos.

Llegado este punto del análisis deberíamos preguntarnos, ¿qué presupuestos filosóficos permitieron a Rosa incursionar con tanta fortuna en temáticas tan diversas? La respuesta resulta aquí inequívoca. La lectura filosófica de Rosa remite hoy al problema del método.

Ninguna categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las últimas décadas que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del posmodernismo —que no solo cuestionan a la modernidad, lo cual no deja de ser una tarea impostergable, sino que también rechazan todo proyecto de transformación y emancipación social— y del pragmatismo han asimilado toda visión totalizadora con la metafísica. A esta última a su vez la igualaron con el pensamiento “fuerte” y de allí (sin mediaciones) han sostenido que en ese tipo de racionalidad se encuentra implícita la apología de la violencia irracional y el autoritarismo.

De este modo han intentado desechar, junto con los grandes relatos de la historia todo proyecto de emancipación y junto con la categoría de “superación” (aufhebung) cualquier visión totalizadora del mundo.

Ahora bien, esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central en el pensamiento de Rosa y de su crítica de la economía capitalista. Ella consideraba que el modo de producción capitalista nunca se puede comprender si fragmenta cualquiera de sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio o el consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente histórica. De allí que cuando intente explicar en las escuelas del partido el nada fácil problema de “¿Qué es la economía?” dedique buena parte de su exposición a desarrollar no solo las definiciones de la economía contemporánea sino particularmente la historia de la disciplina.

Esa decisión no era caprichosa ni arbitraria. Estaba motivada por la misma perspectiva metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el “modo de exposición” y el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso científico crítico que remitían al método lógico y al método histórico. Para el marxismo revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces fetichistas de la economía burguesa no hay simple enumeración de hechos —tal como aparecen a la conciencia inmediata en el mercado, según nos muestran las revistas y periódicos actuales de economía— sin lógica. Pero a su vez no hay lógica sin historia, pues una lógica sin historia —por ejemplo la canonización materialista del DIAMAT válida para todo tiempo y espacio— deriva indefectiblemente en la metafísica.

Pues bien, la categoría que permite articular en el marxismo a la lógica y a la historia es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa encontró en Marx, como bien señaló Lukacs en Historia y conciencia de clase. No importa si sus correcciones a los esquemas de reproducción del capital que figuran en el tomo II de El Capital son correctas o no. Lo importante es el método empleado en ese análisis. Pudo quizás equivocarse en sus conclusiones pero no se equivocó en el método. Eso es para nosotros lo importante.

La categoría de totalidad no gira en el vacío ni flota en el aire. La sociedad humana concebida como totalidad es el resultado de una praxis histórica. En esta última, en la categoría de praxis reposa la segunda y no menos importante categoría de su marxismo revolucionario. No hay posibilidad de ciencia, al menos en el marxismo, sin praxis. Las totalidades sociales no se suceden en la historia de manera automática. Son los seres humanos y su praxis colectiva (su “actividad crítico práctica” como la llamaba Marx en sus Tesis sobre Feuerbach) las que logran derribar sistemas y crear otros nuevos.

Toda la reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este horizonte categorial. Retomar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre todo si tomamos en cuenta que en las dos últimas décadas se ha intentado fracturar toda perspectiva de lucha global contra el capitalismo en aras de los “micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares”, etc., etc. Sin cuestionar la totalidad del sistema capitalista, toda crítica al sistema se vuelve impotente.

Es cierto que ya no podemos seguir hundiéndonos en sistemas metafísicos que únicamente toman en cuentan el carácter de clase (por más que se disfracen con el ropaje “materialista dialéctico”) sin cuestionar al mismo tiempo la dominación sexista, generacional, el autoritarismo pedagógico, la destrucción de la ecología, el racismo, etc., etc. Los reclamos de los nuevos movimientos sociales tienen una racionalidad que no se puede negar. Pero si no logramos articular sus reclamos puntuales y fragmentarios en una totalidad que los integre —sin disolverlos— hay capitalismo para rato. El abandono de la categoría de “totalidad” expresa entonces —como señaló hace poco Jameson— la impotencia de los nuevos movimientos sociales al no poder construir una alianza entre todos sus reclamos puntuales. Superar esa impotencia (legitimada filosóficamente por las filosofías de la “diferencia” y la ya cansadora polémica contra la herencia de Hegel) implica reactualizar la herencia metodológica que Rosa Luxemburgo supo desarrollar en su crítica de la economía política y en su crítica radical de la “civilización” capitalista.

Esta última resume seguramente lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su mensaje para el socialismo que viene, el del siglo XXI.

Cuando Rosa termina de cortar sus vínculos con la tradición determinista “ortodoxa” de la II Internacional —aquella misma que la llevó, según el Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, a concebir la crisis del capitalismo y la huelga general como “la artillería pesada de la guerra de maniobra”— formula una consigna que hoy tiene absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”.

Inserta en su folleto de Junius (1915), esa consigna resulta superadora del determinismo fatalista y economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de las fuerzas productivas. Según esta última concepción, durante décadas considerada la versión “ortodoxa” del marxismo, la sociedad humana marcharía de manera necesaria, ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La subjetividad histórica y la lucha de clases a lo sumo lo que podrían hacer es acelerar o retrasar ese ascenso de progreso lineal.

Pero Rosa rompe con ese dogma dieciochesco y plantea que la historia humana tiene un final abierto, no predeterminado por el progreso de las fuerzas productivas (ese viejo grito moderno del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como irónicamente afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro solo puede ser resuelto por el resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad desalienada y una convivencia más humana, el socialismo, o podemos ir hacia la barbarie.

Y cuando hoy hablamos de “barbarie” —concepto tomado por Rosa no del Manifiesto comunista en el cual era erróneamente utilizado para caracterizar a los pueblos de la periferia colonial, sino del último Engels— estamos pensando en la barbarie moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más barbarie que durante el capitalismo moderno del siglo XX. Como ejemplos contundentes pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales de muerte en serie; o el apartheid sudafricano —régimen político insertado de lleno en la modernidad blanca, europea y occidental— o, más cerca nuestro, los regímenes argentinos y chilenos de la década del 70 quienes realizaron un genocidio burocrática y racionalmente planificado aplicando torturas científicas.

A 80 años de su muerte y a escasos márgenes del siglo XXI, la roja herencia de Rosa sigue siendo un incentivo para no bajar los brazos y no permitir que continúe la barbarie.

Löwy: “No podemos llegar al socialismo por la acumulación gradual de reformas”


Fundación Oswaldo Cruz


Entrevista con Michael Löwy ::
“La experiencia de la Comuna de París inspiró a la Revolución Rusa y aun hoy en día es un ejemplo de autoemancipación revolucionaria”

 

Michael Löwy estuvo en Brasil a finales de 2012 para promocionar el libro “La teoría de la revolución en el joven Marx”, que fue publicado en Francia en 1970 y hasta ahora no se había editado en portugués.

Durante su estancia en Brasil participó en muchos eventos y trató temas diversos, como literatura y la cuestión ecológica. Nada que pueda sorprender en el perfil de un investigador que se mueve con desenvoltura entre el estudio de los clásicos y el análisis de la coyuntura actual, además de su militancia política de izquierda. En esta entrevista, echa mano de los conceptos que aprendió de los clásicos (principalmente Marx y Walter Benjamin) para discutir sobre la crisis que atraviesa el capitalismo y los movimientos reivindicativos que han surgido en las diferentes partes del mundo. Además, explica los principios y limitaciones del “ecosicialismo”, con la legitimidad que le otorga haber sido uno de los autores del Manifiesto que lo defiende.

Brasileño residente en Francia desde 1969, Löwy es director de investigaciones en el CNRS, profesor en la Écoles de Hautes en Sciences Sociales. Sólo en portugués es autor de más de 20 libros.

¿Cómo la teoría de la revolución del joven Marx, de la que trata en su libro, nos ayuda a entender el momento actual, con movilizaciones de indignados en el Estado español, Grecia y otros países de Europa, además de los movimientos de “ocupación” en varios lugares del mundo? ¿Son movimientos anticapitalistas?

Los movimientos de los “Indignados” se oponen a las políticas dictadas por el capital financiero, por la oligarquía de los bancos y aplicadas por los gobiernos de corte neoliberal, cuyo principal objetivo era hacer que los trabajadores, los pobres, la juventud, las mujeres, los pensionistas y jubilados (esto es, el 99% de la población) paguen la cuenta de la crisis del capitalismo. Esta indignación es fundamental. Sin indignación, nada grande y significativo ocurre en la historia de la humanidad. La dinámica de estos movimientos es de una creciente radicalización anticapitalista, aunque no siempre de forma consciente. Es en el curso de su acción colectiva, de su práctica subversiva, que estos movimientos pueden tomar un carácter radical y emancipador. Es lo que explicaba en su teoría de la revolución, inspirada por la filosofía de la praxis.

Marx escribió en el siglo XIX. Las revoluciones socialistas a las que asistimos sucedieron en el siglo XX. La diferente forma en que se materializaron las revoluciones, ¿en qué influye a la hora de entenderlas en los siglos XIX, XX y XXI?

Las revoluciones siempre toman formas imprevistas, innovadoras, originales. Ninguna se parece a la anterior. La Comuna de París (1871) fue un formidable levantamiento de la población trabajadora de la gran ciudad y la Revolución rusa fue una convergencia explosiva entre el proletariado urbano y las masas campesinas. En las demás revoluciones del siglo XX, desde la mexicana de 1911 hasta la cubana de 1959, o en las revoluciones asiáticas (China, Vietnam), fueron los campesinos el principal sujeto en el proceso revolucionario. No podemos prever como serán las revoluciones del siglo XXI; sin duda, no se repetirán las experiencias del pasado. Por otro lado, existe lo que Walter Benjamin llamaba la “tradición de los oprimidos”: la experiencia de la Comuna de París inspiró a la Revolución Rusa y aun hoy en día es un ejemplo de autoemancipación revolucionaria de las clases subalternas.

Con la crisis capitalista de 2008 y la intervención de los estados para salvar la economía de los países, se acreditó que la era neoliberal había llegado a su fin. Entretanto, se ha intensificado cada vez más la destrucción de los derechos conquistados como el estado del bienestar social, como hemos visto suceder en Europa (Francia, ahora España). ¿Qué significa esto?

La intervención de los estados no significó de forma alguna el fin del neoliberalismo. El único objetivo de la intervención era salvar a los bancos, salvar la deuda y asegurar los intereses de los mercados financieros. Para este objetivo, fueron sacrificadas las conquistas de decenas de años de lucha de los trabajadores: derechos sociales, servicios públicos, pensiones y jubilaciones, etc. Para la lógica de plomo del capitalismo neoliberal, todo esto son “gastos inútiles”.
Un antiguo debate en la izquierda versa sobre la relación entre revolución y reforma. En el contexto de finales del siglo XX y principios del XXI, con situaciones como, por ejemplo, la victoria electoral de partidos de izquierda en América Latina e incluso en algunos países de Europa retornan la cuestión. ¿Cómo analiza esa relación hoy en día?

Rosa Luxemburgo ya había explicado, en su hermoso libro “¿Reforma o revolución?” (1899), que los marxistas no están en contra de las reformas; al contrario, apoyan cualquier reforma que sea favorable a los intereses de los trabajadores: salario mínimo, seguro médico, seguro de desempleo, por ejemplo. Simplemente, recordaba ella, no podemos llegar al socialismo por la acumulación gradual de reformas; sólo una acción revolucionaria, que derribara el muro de piedra del poder político de la burguesía, podría iniciar una transición al socialismo. El problema de la mayoría de los gobiernos de centro-izquierda, tanto en Europa como en América Latina, es que las “reformas” que aplican son muchas veces de corte neoliberal: privatizaciones, degradación de la situación de los pensionistas, etc. Se tratan de variantes del social-liberalismo, que aceptan el cuadro económico capitalista, pero al contrario que el neoliberalismo reaccionario, tiene algunas preocupaciones sociales. Es el caso de los gobiernos de Lula-Dilma en Brasil. Me temo que en el caso de Francia (François Hollande, recientemente elegido), ni siquiera llegue hasta ahí.

Un desafío para la izquierda que llegó al poder en América Latina ha sido equilibrar la dependencia económica de la explotación de los recursos naturales (como el petróleo en Venezuela o el gas natural en Bolivia) con la tentativa de superación de la lógica capitalista de destrucción del medio ambiente. En su opinión, ¿es posible ese equilibrio?

Contrariamente a los gobiernos social-liberales, los de Venezuela, Bolivia y Ecuador han estado llevando adelante una verdadera ruptura con el neoliberalismo, enfrentando a las oligarquías locales y al imperialismo. Pero para su propia supervivencia económica y para financiar sus programas sociales, dependen de la explotación de energías fósiles (petróleo, gas), que son los principales responsables del desastre ecológico que amenaza el futuro de la humanidad. Es difícil exigir a estos gobiernos que dejen de explotar estos recursos naturales, pero podrían utilizar una parte del rendimiento del petróleo para desarrollar energías sostenibles (lo que hacen muy poco). Una iniciativa interesante es el proyecto “Parque Yasuní”, en Ecuador, una propuesta de los movimientos indígenas y de los ecologistas asumida, después de algunas dudas, por el gobierno de Rafael Correa. Se trata de preservar una vasta región de bosques tropicales, dejando el petróleo bajo tierra, pero exigiendo, al mismo tiempo, que los países ricos paguen la mitad del valor (9 millones de dólares) de ese petróleo. Hasta ahora, no hubo iniciativas comparables en Venezuela o Bolivia.


¿La crítica de destrucción del medio ambiente como intrínseca del capitalismo ya estaba presente en Marx?

Muchos ecologistas critican a Marx por considerarlo un productivista, tanto como los capitalistas. Tal crítica me parece completamente equivocada: al hacer una crítica al fetichismo de la mercancía, es justamente Marx quien hace la crítica más radical a la lógica productivista del capitalismo, la idea de que la producción de más mercancías es el objetivo fundamental de la economía y la sociedad. El objetivo del socialismo, explica Marx, no es producir una cantidad infinita de bienes, sino reducir la jornada de trabajo, dar al trabajador tiempo libre para participar en la vida política, estudiar, jugar, amar… Por lo tanto, Marx nos dota de las armas para una crítica radical del productivismo y, en concreto, del productivismo capitalista. En el primer volumen de El Capital, Marx explica como el capitalismo agota no sólo las energías del trabajador, sino también las propias fuerzas de la Tierra, esquilmando las riquezas naturales, destruyendo al propio planeta. Por lo tanto, esa perspectiva, esa sensibilidad está presente en los escritos de Marx, aunque no haya sido suficientemente estudiada.

El ‘Manifiesto Ecosocialista’, que usted ayudó a escribir en 2001, dice que el capitalismo no es capaz de resolver la crisis ecológica que produce. ¿Cómo analiza usted las soluciones a ese problema que presenta el propio capitalismo, como es el caso de la economía verde?

La así llamada “economía verde”, propagada por los gobiernos e instituciones internacionales (Banco Mundial, etc), no es otra cosa que una economía capitalista de mercado que busca traducir en términos de lucro y rentabilidad algunas propuestas técnicas “verdes” bastante limitadas. Claro, tanto mejor si alguna empresa trata de desarrollar la energía eólica o fotovoltaica, pero esto no traerá modificaciones sustanciales si no viene acompañado de drásticas reducciones en el consumo mercantil y rentabilidad del capital. Otras propuestas “técnicas” son aun peores. Por ejemplo, los famosos “biocombustibles” que, como dice Frei Betto, deberían ser llamados “necrocombustibles”, porque tratan de utilizar suelos fértiles para producir pseudogasolina “verde”, para llenar los depósitos de los coches, en vez de llenar los estómagos de los hambrientos de la tierra.

¿Es posible implementar una perspectiva como la del ecosocialismo en el capitalismo?

El ecosocialismo es anticapitalista por excelencia. Como perspectiva, implica la superación del capitalismo, ya que se propone como una alternativa radical a la civilización capitalista/industrial occidental moderna. Por otro lado, la lucha por el ecosocialismo comienza aquí y ahora, en la convergencia entre las luchas sociales y ecológicas, en el desarrollo de acciones colectivas en defensa del medio ambiente y los bienes comunes. Es a través de estas experiencias de lucha, de autoorganización, como se desarrollará la conciencia socialista y ecológica.


La perspectiva ecosocialista presupone una crítica a la noción de progreso. ¿En qué consiste esta crítica?

Walter Benjamin insistía, con razón, en que el marxismo necesitaba librarse de la ideología burguesa del progreso, que contaminó la cultura de amplios sectores de la izquierda. Se trata de una visión de la historia como proceso lineal, de avance, llevando, necesariamente, a la democracia, al socialismo. Estos avances tendrían su base material en el desarrollo de las fuerzas productivas, en las conquistas de la ciencia y la técnica. En ruptura con esta visión (poco compatible con la historia del siglo XX, de guerras imperialistas, fascismo, masacres, bombas atómicas), necesitamos una visión radicalmente distinta del progreso humano, que no se mide por el PIB, por la productividad o por la cantidad de mercancías vendidas y compradas, sino por la libertad humana, por la posibilidad, para los individuos, de realizar sus potencialidades; una visión para la cual el progreso no es cuantificable en bienes de consumo, sino en calidad de vida, en tiempo libre (para la cultura, el ocio, el deporte, el amor, la democracia) y una nueva relación con la naturaleza. Para el ecosocialismo, la emancipación humana no es una “ley de la historia”, sino una posibilidad objetiva.

¿Cuáles son las principales diferencias entre el ecosocialismo y la forma como el socialismo real lidió con los problemas ambientales? Y la socialdemocracia, ¿consiguió construir alternativas a esa lógica destructiva del capital?

El así llamado “socialismo real” (muy real, pero poco socialista) que se instaló en la URSS sobre la dictadura burocrática de Stalin y sus sucesores trató de imitar el productivismo capitalista, con resultados ambientales desastrosos, tan negativos como su equivalente en Occidente. Lo mismo vale para los otros países de la Europa Oriental y para China. Las intuiciones ecológicas de Marx fueron ignoradas y se llevó a cabo una forma de industrialización forzosa, copiando los métodos del capitalismo. La socialdemocracia es otro ejemplo negativo: no intentó cuestionar el sistema capitalista, limitándose a una gestión más “social” de su funcionamiento. Incluso en los países en los que gobernó en alianza con los partidos verdes, la socialdemocracia no fue capaz de asumir ninguna medida ecológica radical. El ecosocialismo corresponde al proyecto de un socialismo del siglo XXI, que se distingue de los modelos que fracasaron en el transcurso del siglo XX. Esto implica una ruptura con el modelo de civilización capitalista y propone una visión radicalmente democrática de la planificación socialista y ecologista.