lunes, 13 de julio de 2009

Herminia de la Pincoya


x Andrés Bianque ::

Niños enfermos, ¿Tendrá algún remedio para la fiebre?, Quisiéramos participar en la olla común, ¿Cómo lo hacemos? Necesitamos una casa ¿Sabe dónde se puede conseguir eso?
Resulta que ella podría ser perfectamente el resumen preciso y certero de la vida de una mujer americana, de las nuestras, muy nuestras, dedicada a combatir, desde las más diversas trincheras, aquello que oprime todas las quimeras.
Intento afinar de manera exacta la cuerda en que reposan los recuerdos, voy trepando lento hacia la década de los ochenta, hasta que le veo allí azuzando con ceño de brazos cruzados el fuego que crispa el agua de un fondo de comida, mientras en silencio de harina, el pan amasado espera somnoliento su estirón de levadura sobre un tosco mesón, que han construido los hombres cesantes de sueños.
Aparecen de rato en rato ciertos vecinos buscando respuestas a las más diversas preguntas. Niños enfermos, ¿Tendrá algún remedio para la fiebre?, Quisiéramos participar en la olla común, ¿Cómo lo hacemos? Necesitamos una mediagua, una casa para poder vivir ¿Sabe dónde o cómo se puede conseguir eso?
Qué dulces eran los damascos esos veranos en aquella mítica esquina de trigales y gardenias, que olor exquisito a tierra recién regada y barrida en tono de alfombra popular para quien llegara a la casa. Qué tibias eran las tardes de invierno amobladas por la respiración tierna de agrupaciones de sueños hermanadas en aquella casa, cuartel general de mujeres generales de insignias y medallas invisibles que colgaban y cuelgan sobre sus pechos que sostuvieron el mundo que se vino abajo, después de aquello de lo septiembre verde. Que olorosa era la canela junto a Iván, que de cañerías fracturadas y enyesadas por Don Fernando, y la hermosa señora Gladys y su jalea de hospital, el seductor eterno de Mauricio dando clases de cómo abordar a las féminas. Tantos seres anónimos que el oleaje del tiempo se lleva tiempo adentro…
Que gran familia popular pululaba en aquella casa, que de niños felices entrando y saliendo por las puertas que siempre estaban abiertas. Detalle que dibujaba de cuerpo entero su esqueleto de vigas vigorosas, de enjambre de vidas divididas entre lo que se dice y entre lo que se hace. Y las chocolatadas, y las tizadas y los juegos, y los parches contra los balines…
Herminia tenía el sabor a abuela en aquellos tiempos, inspiraba ternura a pesar de su carácter serio y decidido. La conocí sencilla de hablar, segura de ideas, la recuerdo humilde, a pesar que ella sabía lo suyo, pero prefería siempre caminar por las barriadas y las poblaciones a habitar en las nubes de intelectuales. Me llamó la atención la manera diestra en que interpretaba las heridas, las de adentro y las de afuera. Pienso en lo difícil que se hace el describir el semblante curtido de una mujer de pueblo que vive para el pueblo y que pareciera, conociera todas sus vertientes y posibilidades. Parida, nacida y curtida en la lucha.
Y su característica voz ronca de tanto grito contra la hiedra que llena la casa y las cuadras, yo pinto callado el borde de un lienzo, mientras observo atento, como decenas de personas le preguntan qué hacer hasta en los más domésticos y fáciles ejercicios cotidianos que realizar.
Por aquellos años, Toño, el indio Toño aparecía con su bandera de sonrisas e historias lindas a alegrar a cada uno de los que allí estábamos, alargaba su cuerpo de Arauco sobre el umbral y sonreía con los ojos ante cualquiera que le mirara. Estaba la Panchita, Mapuche pequeña pero de corazón gigante, como no he visto hasta el momento.
Y aquí debo, debo detenerme en esa mujer de greda, porque me aborda el deber de contar que después de terminar las tardes faenando palos, harina, panes y sales, ella se iba a su otro hogar. Tomaba su carretón de mano, anclado a la orilla de aquella morada. Se daba su pausa líquida en algún garito oculto de aquellos años, algunas veces, y continuaba su viaje hasta su casa, la que quedaba en la misma dirección que la mía.
Muchas veces, comenzaba a murmurar en voz alta palabras incomprensibles, el murmullo se hacía arroyo más claro, hasta que el agua del molino de su boca se transformaba en canción sonora y persistente. Cantaba en Mapuche, coreaba sus nombres y ciertos nombres en Mapudungun… ¡Canta Panchita, canta! Le decíamos, le decía, y ella cantaba como un pájaro herido sobre las ramas de una araucaria herida y primera vez en mi vida que escuchaba una canción mortal, terrible, profundamente intensa y hermosa en el límite impuesto por los señores de la noche, cantaba en los ochenta, cuando era quizás, un solo grupo al que le importaba la causa de los peñis. Y ahí parada frente a una barricada artesanal, ella se paraba, cruzaba sus manos en el bajo vientre y como una niña de escuela, le cantaba a sus ancestros. Palos, pañoletas, piedras y otros para nosotros, y ella simplemente suspendida entre el humo y la noche, cantándole a los pájaros, a los niños que éramos nosotros accidentalmente, y un escalofrío colectivo nos erizaba la piel y los lamentos y , carajo, lanzábamos las piedras más lejos que nunca..
Nosotros con miedo de gritar libertad aquellos años, y ella, cantando el lenguaje prohibido de los pehuenes, los montes y los lagos. Muchas veces la escuché y no entendí nada, nada, absolutamente nada, y yo miraba su rostro partido de arrugas tempranas y se me encogía el pecho y las costillas se me rompían como ramas secas y alto y hermoso aleteaba mi corazón ante el llamado de sus tierras.
Herminia de la Pincoya, le susurraba el orgullo de ser Mapuche a la Panchita, en forma constante, le hablaba de corrido del indomable e indómito pueblo aquel, del cual sentirse eternamente orgulloso.
Ay Herminia linda, como has desafiado los años, y por sobre todas las cosas, los daños. Y sólo fue ayer que he visto tu paso lento con el lienzo entre las manos y tu grito pequeño en contra de todo lo malo. Y me entero que sin querer, estuve sentado a la mesa con una leyenda, que desde los 50, que desde los 60, que desde los 70, que desde siempre, la matriz de nuestra clase te regalo como defensora de tus otros hermanos y hermanas para toda la vida.
Y cómo no recordar aquella tarde en que te vi vestida de verde oliva defendiendo la tierra de Sandino en una fotografía, y tu humildad de mujer sabia, y tu silencio y tu mejor hagamos, a estar sentados escribiendo discursos infinitos.
Ahora, el coma entra en la redacción de tu vida, y en vilo, tanto yo, como muchos de aquellos que han tenido el honor de conocerte, sienten el filo del precipicio de la muerte. Si supieran aquellos que tienen un hogar gracias a tus desvelos, si supieran algunos, que de cicatrices les curaste. Si supieran de las marchas que conocen tus pies hermosos, si supieran que adorno has sido las noches de tomas en terrenos hambrientos de dinero. Fuiste adoptando fantasmas sobre la hamaca de tu pelo, fuiste amparando el tiempo de harina colectiva sobre tus sienes.
Mujer entre las mujeres, dirigente honesta dentro de los honestos, combatiente del conjunto de disciplinas que acarrean vida a las calderas humeantes de nuestro pueblo, pudiste haberte ido hace años, pudiste haber vivido plácida en muchos lugares, pudiste haber adquirido un sueldo substancioso y un buen puesto por servicios prestados a la clase. Pero no, ahí andabas, ahí andas de la mano con otros que nada tienen. Enseñándole a los jóvenes ciertas cosas que no aparecen ni en los estatutos de ciertos partidos, ni en los decálogos de filántropos de ateneos.
Herminia Concha, dirigente, abuela de combatientes, mujer, nana de cachorros en ciernes, madre, compañera de noches amargas, siempre ahí, siempre allí. Estas letras no son más que un pálido remedo que no alcanzan la estatura de tu semblante sereno.
Mejórese, véngase con nosotros, la estamos esperando, hacen falta miles como usted.

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