sábado, 4 de enero de 2014

Llamarla democracia y que lo sea

Juan Carlos Monedero

Politólogo.
Profesor Ciencia Política Universidad Complutense de Madrid

Todo el mundo habla de política. Entonces ¿ya no hay que hacer más?

Democracia (demos, pueblo, y cratos, poder) es, etimológicamente, el gobierno del pueblo. Esto fue una novedad surgida en una pequeña zona entre el sur de Europa y el Asia oriental hace 2500 años. Cuenta Platón en su Protágoras que el apresuramiento de Epimeteo a la hora de repartir originariamente las cualidades entre los animales dejó a los seres humanos sin las habilidades que tenían otros seres vivos (rapidez, fuerza, vuelo, vista). Para compensar ese problema, los dioses concedieron a todos los humanos, sin distinción, el don de la política. No era poca cosa, pues junto a la economía y el trabajo que la procura, al lado de los asuntos normativos y las leyes de cualquier tipo que nos damos, acompañando a la cultura y a las identidades en donde nos reconocemos, la política es parte esencial de los asuntos relevantes de la vida social. Esta metáfora deja claro que cualquiera puede hablar de política, si bien, y tampoco es asunto de pequeña relevancia, deja sin responder a otra pregunta. Al ser también la economía, el sistema normativo y la cultura asuntos que conforman lo social ¿no debiéramos con la misma soltura opinar de esos ámbitos? Entonces, ¿por qué no lo hacemos sin preparación y sí lo hacemos en cambio con la política?

La política, como aquella parte de la vida en común que tiene que ver con las metas colectivas que todos los miembros de una sociedad han de cumplir, es un ámbito social que nos obliga a posicionarnos a favor o en contra de los asuntos comunes. Como compensación, nos permite participar, aunque sólo sea opinando. Ante una decisión política –algo evidente en el caso de cualquier ley- sólo hay dos posiciones: estar en contra o estar a favor. Nadie es apolítico, pues si algo que es colectivo y obligatorio no se confronta se apoya tácitamente. Aunque se refunfuñe en la soledad del hogar. El que no desobedece ni protesta, obedece y asiente. Los asuntos colectivos se solventan en los ámbitos colectivos. Las “mayorías silenciosas” refuerzan el poder. Aunque refunfuñen en la tranquilidad de sus hogares. Tenía razón Nixón y tiene razón Rajoy cuando afirman que “la mayoría silenciosa” refuerza sus políticas.

La política puede beneficiar al conjunto de una sociedad o beneficiar a las minorías. Siguiendo a Aristóteles sabemos que las variaciones son escasas: el gobierno de uno, de varios o de todos. Y sus mixturas. El gobierno de todos que beneficia al conjunto de la sociedad lo llamaba politeia. A su degeneración, democracia (para el conservador Aristóteles, se trataba del gobierno de la chusma). Nosotros diríamos que el ideal es la democracia y su degeneración la demagogia (un populismo que apelara a los instintos del pueblo y no lo corresponsabilizara). En la lectura moderna, llamamos democracia, siguiendo a Lincoln, al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es decir, al gobierno que emana del pueblo (no de los reyes ni de los dioses ni de los ricos), que lo ejerce el pueblo (de manera directa o a través de alguna forma de representación consentida) y para el pueblo (al final del viaje, todo el pueblo debe beneficiarse de manera equitativa de la vida social).

Cuatro apreciaciones nada sencillas

Los problemas sociales existen cuando son expresados. Puede existir un 70% de pobreza y no estar en la agenda pública. Basta que los pobres sean invisibles o se vean a sí mismos como “perdedores”. La interiorización de los malos tratos hace que no existan como problema social los malos tratos. Ante la enunciación de un conflicto hay tres posibilidades: (1) solventar las causas del conflicto; (2) silenciar la enunciación del conflicto, logrando que vuelva a quedar sepultado; (3) maquillar el conflicto para que sin solventarse, su enunciación crítica -y, por tanto, su posible solución, pierda fuerza.

Crear un conflicto y solventarlo tiene mucho que ver con el poder. Hay dos grandes maneras de entrar al poder: una, poco transitada, es pensar el poder como una capacidad colectiva vinculada a las ventajas del número (poder para). Juntos podemos mover cosas que no podríamos desplazar en solitario. La otra interpretación del poder es igualmente una capacidad pero que puede ser individual o de un pequeño grupo y que tiene como objetivo lograr algo de los demás sin consideración de sus propios intereses (poder sobre).

Desde esa segunda perspectiva (poder sobre), en la ciencia política se distingue a su vez entre tres tipos de poder: la capacidad que tiene alguien de lograr que otra persona haga algo al margen de su voluntad (definición de Weber); la capacidad de alguien de lograr que alguien no haga algo aunque esa inacción lesione sus intereses (aportación de Bachrach y Baratz) y la capacidad de alguien de configurar las preferencias de otra persona (matiz muy relevante que introduce Lukes). Este último es el más difícil de combatir porque es invisible y choca contra la presunción de la libre autodeterminación de las personas (¿alguien va a saber mejor que uno mismo cuáles son sus intereses?). Para que exista democracia, estos tres tipos de poder deben estar limitados.
Igualmente es importante entender que los conflictos sociales pueden venir de tres lugares que coinciden con las formas de conocer que tenemos los seres humanos: la ciencia, la estética y la ética. La ciencia nos dice lo que es verdadero o falso, la estética lo que es hermoso (o alegre o expresivo o comprensible o armonioso o musical) y la ética lo que está bien o lo que está mal. De estos tres ámbitos, el que más ruido social crea es el de la justicia pues está siempre en tensión por las desigualdades (las diferentes cargas y la diferente distribución de las ventajas y desventajas de la vida social) y, más en concreto, por la percepción de las desigualdades que tenemos los seres humanos. Tenemos así diferentes puntos de vista sobre lo que las cosas son: disputas en la ciencia, en la lectura de la historia, en la existencia o no de lo que no se puede demostrar, en los efectos del uso de la tecnología, etc.-; también sobre los diferentes puntos de vista sobre las representaciones del mundo -recordemos que los nazis prohibieron el jazz o el arte expresionista, que la iglesia prohibía en Semana Santa toda música que no fuera sacra, que la risa o el humor pueden ser sancionados-; y, sobre todo, diferentes maneras de repartir cargas y beneficios de la vida social -hacer de la división técnica del trabajo una división social-. Todas estas diferencias son las que hacen interesante la democracia, ya que las desigualdes tensionan a las sociedades y las someten siempre al riesgo de la guerra civil (o cuanto menos de disturbios). La principal tarea de la política es evitar la guerra civil y, después, la guerra externa. Una invasión, una guerra, afecta a toda la sociedad. Las guerras son expresión máxima de la política: la guerra, dijo Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios. La política, dijo Lenin, es la contnuación de la guerra por otros medios. La política y la guerra afectan a todos los miembros de una comunidad. Las guerras, a su manera, son democráticas. Aunque no es cierto que los que las empiezan paguen por ellas.

Vivimos en un mundo donde la hegemonía es neoliberal, es decir, un mundo en donde el individualismo y la competitividad son el sentido común general. De una forma u otra, toda la sociedad se rige por criterios mercantiles (nunca han existido tantos ámbitos convertidos en mercancías), por la precarización laboral (que genera una profunda frustración de estatus) y la desconexión propia de la vida urbana y tecnológica. Estos tres ámbitos generan miedo, y el miedo es el caldo de cultivo de soluciones autoritarias (ajenas a la democracia). Convertidos en “empresarios de nosotros mismos” nos olvidamos de una idea de democracia como sustancia y la convertimos en mero procedimiento. Es decir, en un mercado político. Y no es lo mismo.

Mirar a Grecia para saber a qué llamamos democracia

La Grecia que alumbró la democracia era una sociedad de ciudadanos económicamente desiguales. Las tensiones sociales que generaba la desigual distribución de la riqueza social generó unos mecanismos políticos (es decir, colectivos y obligatorios) que tenían como objetivo disminuir las tensiones generadas por la existencia de ricos y pobres. El primer paso fue el establecimiento de la ciudadanía (donde no estaban las mujeres, los jóvenes, los trabajadores inmigrantes ni los numerosos esclavos) y después, la puesta en marcha de mecanismos de participación, de deliberación y de decisión. Mientras que la Constitución norteamericana de 1787 estaba redactada por propietarios y, por eso, hizo énfasis en la libertad, las reformas puestas en marcha por Clístenes buscaban dar herramientas a la mayoría para enfrentar los problemas sociales ligados a la desigualdad. Dos palabras son clave en la democracia griega: isonomía, es decir, la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos (desde esta exigencia va a construir el liberalismo la división de poderes como garantía de esa igualdad), y la isegoría, esto es, la igualdad de los ciudadanos de defender en el ágora -en la plaza pública- sus propios intereses. Los griegos diferenciaron el ámbito privado (vinculado al oikos, es decir, la casa y su gestión) y el ámbito público que se construía rompiendo las cadenas heredadas de la antigua norma aristocrática: las de la culpa y las deudas, las del odio y la violencia, las de la venganza y la revancha (Roth). Con esta separación nacía la idea de que existía un “bienestar público” diferente del “bienestar privado” y que reclamaba unas reglas diferentes. La democracia griega buscaba darle a los pobres herramientas para disminuir las desigualdades sociales, gestionando las mayorías (el 99%) el bienestar colectivo, participando en la plaza pública de la definición de los problemas y de la enunciación de su posible solución.

La muerte de la democracia

Desde sus orígenes y hasta hoy, la democracia ha estado sometida a la tensión de dos grandes fuerzas: (1) la tensión entre los intereses individuales -o de un grupo- y los intereses colectivos (base de las desigualdades); (2) y la tensión entre la representación y la gestión propia de los asuntos particulares (es decir, entre la delegación a unas minorías de los asuntos que afectan a todos los individuos o la gestión de los mismos por cada cual). Decía con razón Rousseau que sólo se representa lo que no está. Por tanto, si se representa al pueblo, el pueblo no está. La representación es contraria a la democracia. La única democracia posible es la democracia directa. De ahí que uno de los principales teóricos contemporáneos de la democracia, Robert Dahl, dijera que nuestros sistemas debieran llamarse “poliarquías” en vez de democracias (el concepto no tuvo éxito). Ahora bien ¿es posible la democracia directa? Es lo que se llama el “problema de las escalas”. No es igual la democracia local -como la griega- que la democracia en los Estados modernos. El Estado, desde que nació a finales del siglo XV, fue representativo: unos pocos representan a todos. Por eso, el Estado, por definición, es un freno a la democracia y, al tiempo, la palanca más poderosa que se puede tener para establecer lka democracia. En esas contradicciones vivimos. La democracia absoluta es un ideal imposible. Pero sirve para marcar la pauta hacia donde se debe ir si en verdad se quiere hablar de democracia.

A través de diferentes hitos intelectuales, desde la Revolución Francesa y a través del desarrollo del pensamiento liberal, la democracia ha ido convirtiéndose en representación. Votar cada cuatro años. Rousseau decía «El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada». De hecho, a los diputados, mandatados por el pueblo, los llamamos equivocadamente “mandatarios”, y nosotros, el pueblo soberano, ahora somos los mandatados. Pero la existencia del representante libera a la gente de la obligación de dedicar tiempo a los asuntos colectivos. Algo de agradecer cuando se trabajan tantas horas al día, cuando hay tantos estímulos para el consumo, para la “realización personal”, para “invertir en uno mismo”.

Riesgos y potencialidades en los comienzos del siglo XXI

Las necesidades de reproducción del capital necesitan “desconstitucionalizar” el Constitucionalismo de posguerra (Ferrajoli) y reducir la participación de una ciudadanía que se hizo más consciente y, por tanto, más exigente. Las garantías del Estado social y democrático de derecho van en contra del actual modelo neoliberal y el capitalismo de depredación en curso (en un momento donde no se puede seguir explotando pacíficamente a los países del sur, a la naturaleza o a las generaciones futuras) e, igualmente, las muchas exigencias sobrecargan al Estado que, de no disponer de recursos, termina colapsando. El vaciamiento del Estado social con las privatizaciones y los recortes, la disminución de los asuntos sobre los que se decide en las elecciones (por ejemplo, la política económica) o la partidización de la justicia, necesaria para sostener la cartelización de los partidos políticos, rompen ese paréntesis conocido como “edad de oro de la socialdemocracia” (1945-1973). Añadamos que después del 11S de 2001, hay un “derecho del enemigo” que puede llevar a crímenes de estado presentados como hechos heroicos (asesinato de Bin Laden, de Gadafi, de palestinos, etc.) o la persecución de personas que ayudan a la democracia (Assange, Manning, Snowden). Si es cierto que las luchas de ayer son los derechos de hoy, la ausencia de conflicto político de calado desde 1968 explica por qué, especialmente después de la caída de la URSS, ha significado una progresiva pérdida de derechos que se va viendo de manera “natural”.

Soluciones controvertidas


Para que haya democracia tiene que existir capacidad de deliberación, capacidad de decisión y capacidad de ejecución de políticas públicas. Tres elementos que estaban perdidos (y que gracias a Internet parece empezar a revertirse, especialmente por lo que implica de posibilidad de consciencia alternativa). La realidad invita al pesimismo: está el problema del aumento de la desigualdad, que quita capacidad, interés y tiempo para dedicarnos a la cosa pública, está la cartelización de los partidos (todos cumplen una serie de comportamientos similares que les alejan de la política de la calle y les entregan a las instituciones), está la desaparición de espacios para debatir y elaborar políticas públicas, está el hecho de que la libertad de expresión ha sido ocupada por las empresas de medios de comunicación.

Los políticos y los periodistas han perdido el control del monopolio de la representación ciudadana (Sampedro). Añadamos que también la universidad y la escuela han perdido el monopolio del conocimiento y la religión el monopolio de la trascendencia. Sólo el sector financiero sigue teniendo el monopolio de la riqueza monetaria. La unión de un Estado que no rinde cuentas, de corporaciones económicas (donde se cruza el mundo financiero, los gigantes informáticos –Google, Microsoft, Skype, Facebook, Twitter- y los servicios de inteligencia y militar público y privado, y de medios de comunicación que “privatizan” la información, construye un entramado muy consistente donde las minorías tienen más poder, en todos los sentidos, que las mayorías.


La reinvención de la democracia tiene cuatro espacios: (1) democracia en los ámbitos de la representación. Esto afecta a los partidos -su democracia interna y su financiación y el empoderamiento de los militantes-, a todo el entramado del Estado, con especial atención a los jueces -que tienen que estar controlados por la ciudadanía y responder ante ella-, y a los gastos y la financiación públicos y de los intermediarios políticos -es decir, a los asuntos de la transparencia-); (2) democracia en los ámbitos de la vida social (que afectan al ámbito doméstico, al derecho a la ciudad, a la fábrica o la empresa y a la colonización cultural que proviene de la globalización. Igualmente está aquí la democracia vinculada a la defensa común de los bienes comunes, con especial atención a los medios de producción colectivos y al medio ambiente); (3) democracia en los ámbitos de la deliberación (con nuevas formas de democracia ligadas a la información y la comunicación). (4) Y, finalmente, democracia vinculada a la elaboración y evaluación de políticas públicas y de control de la gestión política (referéndum vinculante, iniciativa legislativa popular con garantías, referéndum revocatorio de los cargos públicos, etc.). Dentro de este ámbito está la base democrática de todas las demás posibilidades: un proceso constituyente que establezca de manera participada y corresponsable los elementos compartidos del nuevo contrato social.

Final: las herramientas previas para lograr la democracia

Hace falta rebajar la incertidumbre en un mundo confuso. Para que eso no lo haga un líder o partido autoritario, xenófobo o nacionalista autoritario, hay que buscar soluciones. Para conseguir la democratización en los ámbitos señalados, en un mundo donde el sentido común es neoliberal, hacen falta los siguientes asuntos: liderazgos -en plural, que emerjan de las propias luchas sociales; organizaciones sociales que se articulen de manera autogestionada (y que para sumarse a otras organizaciones deberán asumir algún tipo de representación). Y formas tradicionales de representación, donde van a seguir siendo necesarios, al menos en el corto plazo, partidos políticos. Hace falta democracia en los ámbitos clásicos del Estado liberal y en el ámbito experimental de las nuevas formas políticas autogestionadas. Si ha cambiado el contrato social de posguerra por la imposición del modelo neoliberal, hay que reinventar el contrato social. No desde lo abstracto a lo concreto sino, muy al contrario, de lo concreto a lo abstracto. Partiendo de los derechos humanos esenciales de cualquier persona, empezando por el derecho a alimentarse. De ahí que la democracia ahora mismo pasa por reinventar un nuevo contrato que de respuestas a la necesidad de repartir el trabajo, de otorgar una renta básica universal, de terminar con el modelo de crecimiento depredador de la naturaleza, de cohonestar las necesidades particulares con las necesidades del resto del planeta y de las generaciones futuras. Y eso se logra con una ciudadanía consciente que ha tomado democráticamente sus propias decisiones. Es decir, a través de un proceso constituyente emanado desde abajo.