martes, 10 de diciembre de 2013

Nelson Mandela, una herencia ambivalente



Por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Kaos en la Red, 6 de diciembre, 2013

Acaba de fallecer Nelson Mandela, seguramente el negro africano más admirado y apreciado en la historia. Su biografía atraviesa la segunda mitad del siglo XX, y culmina con todos los honores posibles, es ya un icono.

Ahora, los representantes de la derecha neoliberal que, a la manera de Reagan y Thatcher, le trataron de "peligroso terroristas", se apremian por depositar el ramo de flores más grande sobre su tumba. Lo podemos ver en el "homenaje" que el thatcheriano Vargas Llosa, acaba de publicar en "El País", y cojan la lupa y miren: ni media palabra sobre los posicionamientos de Mandela por el socialismo, las luchas de liberación, su admiración por el Che y por la revolución cubana. De buen seguro, a su sepelio asistirán estadistas y coronas, mucha gente que en su día fueron buenos amigos del régimen racista, gente comos dignatarios del Pentágono que tuvieron a Mándela en sus listas como "terrorista" hasta después de ganar unas elecciones...

Mándela será en verdad llorado por millones de personas anónimas que a lo largo de varias décadas, se jugaron la vida y la libertad contra un régimen que el propio Mandela situó después del nazismo en perversión. En su inmensa mayoría serán personas que se sienten más libres que en los años de ignominia, cuando un "nativo" podía ser vejado, maltratado, torturado o asesinado por la policía. Las terribles fuerzas represivas de un sistema que era considerado como un ejemplo para África. Un sistema que no tuvo problemas diplomáticas hasta que su continuidad se adivinó imposible, y que gozó de apoyos incondicionales, por ejemplo de Israel. Por ejemplo, de la España de Felipe González que le siguió vendiendo armas cuando ya estaba siendo desahuciado, y muchos gobiernos habían dejado de hacerlo.

Dicen que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, y Mandela no es culpable del festival de cinismo que ha rodeado sus últimos años, desde que garantizó que la revolución que predicaba se quedaría en las puertas de la propiedad, de esas riquezas sobre las que alguien dijo que el oro de los blancos era también la sangre de los negros.

Su historia es la de una larga resistencia a la opresión racista y social, que una cosa es indisociable de la otra, se desprecia al negro para robarle sus riquezas.

De haber muerto en los años cincuenta podrían haber sido comparado con cualquiera de los grandes jóvenes líderes negros que, como Antonio Lembele o Steve Biko (al que aquí conocemos sobre todo con el rostro de Denzel Washington en Cry Freedom), dos líderes radicales que marcaron con su potente personalidad el movimiento de resistencia.

De haberlo hecho después del proceso de Rivonia su figura habría podido resultar equiparable a la trágica y magnífica de Patricio Lumumba, un nombre que es en sí mismo una acusación contra la inane monarquía belga y el colonialismo.

Pero Nelson siguió siendo alguien de una talla excepcional en los años del ostracismo, era ya un anciano cuando le llegó la liberación, pero emergió como un líder imaginativo, alguien a la altura de unas circunstancias especialmente complicadas, y dejó el poder con el prestigio intacto, aunque hay luces y sombras en el balance objetivo de su actuación. Pero incluso en el caso de que se puedan juzgar severamente algunas de sus posiciones, no hay duda que fue el artífice de la reconciliación racial que sacó a Sudáfrica del "apartheid", impidiendo que el país cayera en una guerra civil. Pero esa fue una fase. Una etapa inicial en un continente en el que el dilema entre el socialismo o la barbarie (neoliberal), se está haciendo cada vez más evidente que en ningún otro.

Ahora todo aquello parece quedar lejos, una historia que se narra de una manera personalizada, con cuatro generalizaciones sobre el "apartheid", un régimen que sirvió, ante todo y sobre todo, para caber más ricos a los ricos y más pobre a los pobres

Mandela, el incorruptible, el que no se rendía, comenzó a ser mundialmente reconocido cuando en los años ochenta, la crisis abierta, con las movilizaciones masivas en las calles, las muertes y las torturas de los resistentes, convertía a Sudáfrica en uno de los centros de la atención pública de todo el mundo, y familiarizó a muchas personas con términos hasta entonces extraños como boers, bantú, bantunstanes.

Palabras que vinieron acompañada de nombres como los de Steve Biko, Desmond Tutu, Walter Sisulu, pero sobre todo con Nelson y Winnie Mandela, la olvidada pareja protagonista del gran drama histórico del apartheid en su última fase, después de la cual comenzaría una nueva etapa en la historia de Sudáfrica en la que el racismo era apartado de las leyes, y el CNA conseguía gobernar con una mayoría absoluta, dentro de la cual se podían contar los votos de muchísimos blancos que también creían que el apartheid merecía morir, y ser enterrado como una variante colonial del nazismo, como una muestra especialmente cruel de la "supremacía blanca".

En este tiempo, y en el que le sigue, el prestigio de Nelson y Winnie Mandela han superado al de todos los gobernantes de la época. Muy pocas veces en la historia una pareja ha conseguido, reunir tras de sí un apoyo nacional e internacional tan vasto, hacía mucho tiempo que líderes proscritos no daban un salto histórico -revolucionario- que les llevara desde la prisión y la humillación, a protagonizar un cambio histórico incompleto pero impresionante, y recibir los máximos honores. Incluido el Nobel de la Paz para Nelson compartido con De Klerk, lo cual no deja de ser una paradoja, aunque este del Nobel a veces parece tan disparatado como el Oscar, y aunque no se lo dieron a Hitler o Franco (aunque no faltaron propugnadores), se lo dieron a Kissinger, seguramente peor de todos.

Así es que, aunque situados después de la ruptura matrimonial en ángulos diferentes, Nelson y Winnie, cada uno a su manera, siguieron representando la historia viva de Sudáfrica, una historia en movimiento que sigue ocupando las portadas de los medias, y sobre la cual sigue valiendo la pena tratar de ofrecer un "mapa" que nos ayude a situarnos en uno de los grandes episodios de la historia del siglo XX, y cuya importancia para el devenir del continente africano resulta incuestionable. Sudáfrica es el país más desarrollado de un continente para el cual el siglo XXI solo presenta malos augurios.

Al liderar una revolución a medias, Mandela se convirtió en el "rostro" de la oposición y de la superación del apartheid en los periódicos, la radio, la televisión y el cine. En sus últimos años de cárcel, su nombre fue asociado a todo tipo de acontecimientos y manifestaciones multitudinarias que gritaban su nombre, y las embajadas y consulados sudafricanos de todo el mundo se veían asediados por gente que gritaba lo mismo. En estos años, resultó extraña la entidad, empezando por el Nobel de la Paz, que al repartir un premio de carácter solidario o humanístico no tuviera a Mandela entre sus galardonados en tanto que su efigie ocupaba en los murales y panfletos un lugar cercano al "Che" Guevara. Fue también entonces cuando se publicaron numerosos libros, más sobre Mandela y Winnie que sobre Sudáfrica, siguiendo el mismo hilo: servían para iluminar los acontecimientos que les había tocado vivir, porque representaban al pueblo, y porque su causa era la verdadera, o al menos la más representativa. En el 2002, Nelson fue aclamado por todos los representantes del continente reunidos en Durban para celebrar la creación de la Unión Africana.

El potencial de este carisma no podía pasar desapercibido para el cine y la TV, y de ahí que una de las principales cadenas de la TV pública norteamericana le dedicara una superproducción a su nombre (Mandela, con Danny Glover como protagonista) que tuvo la virtud de suscitar la indignación de la llamada "Mayoría Moral". Los "medias" republicanos lo tacharon de "comunista" y de "terrorista". Palabras que también estuvieron en la boca de la Margaret Thatcher o del demócrata-cristiano alemán Helmuth Kolh, el padrino de Merkel y cia.

Pero Mandela se convirtió en un hueso atravesado en la garganta de los conservadores británicos cuando, en julio de 1988, el estadio de Wembley de Londres se puso hasta la bandera para escuchar un concierto musical con la reunión del mayor plantel de grandes de la música popular de nuestro tiempo. Desde la cárcel, Mandela llegó a convertirse en un reclamo desafiante gritado por millares y millares de manifestantes y de huelguistas de su país.

Por entonces, aunque fuese modestamente, también se crearon colectivos antiapartheid en varias capitales españolas. Esta campaña se compuso de las actividades clásicas de denuncia del racismo, actividades callejeras con pancartas, recogidas de firmas, propuestas parlamentarias, charlas y mesas redondas, y naturalmente, la edición de libros y folletos. Inmerso en esta actividad. Fue esta conexión la que permitió más tarde que Mandela hiciera una escala en Barcelona, invitado por el Ayuntamiento de la ciudad. En aquella ocasión, Mandela pudo hablar a un extenso público congregado en la plaza de Sant Jaume...

Poco después, tal como había predicho el mismo ante una audiencia que lo consideró quimérico, fue elegido el primer presidente negro de Sudáfrica, y protagonizaba el acontecimiento liberador más importante finales del siglo XX, de una década de derrotas para todos los movimientos de liberación, incluyendo los que en la vecindad con Sudáfrica habían provocado la caída del odioso ultraimperialismo portugués, y habían contribuido al "regalo" de la revolución de los claveles en Portugal, que tanta ilusión causó en una generación que acabaría haciendo la vida imposible al franquismo y conquistaría las libertades democráticas en España.

En aquella coyuntura, Mandela creyó que lo primero era acabar con el apartheid, y abordar los grandes cambios que la mayoría social del país venía exigiendo mientras eran salvajemente reprimidos.

Desde entonces, muchas cosas han cambiado en Sudáfrica y en el mundo, pero lo más importantes es que, primero, que el apartheid ha quedado atrás sin que haya tenido lugar ninguna hecatombe humanitaria, y segundo, que Sudáfrica ha adquirido un sentido muy diferente para el continente africano. Dejó ser el centro contrarrevolucionario coligado con Washington para sostener y complementar los ejércitos "contras" que acabarían arruinando en no poca medida las perspectiva de mejoras democráticas y sociales en Angola, Costa Verde y Mozambique, sino que, por el contrario, emergía como la portavoz más fuerte y autorizada de un continente que parece condenado a ocupar permanentemente las páginas más calamitosas de los noticiarios.

Mandela marcó un etapa de la historia sudafricana, el país más rico del continente, donde la clase trabajadora es mayoritaria y sigue estando organizada aunque las burocracias sindicales han hecho estragos. Comenzó como un continuador de la tradición pacifista y gradualista puesta en la práctica por Mahatma cuando vivió allí, pero luego consideró que la luchar armada se había hecho ineludible. Fue uno de los portavoces de la Carta de la Libertad, un programa que no separa la libertad de la igualdad. Su actuación gubernamental fue, cuanto menos insuficiente. Sudáfrica ya no sufre el látigo del racismo, pero se ha hecho todavía más desigual que cuando gobernaban los racistas.

Si tuviera que escribir una escueta esquela a Mandela, lo haría citando un poema de Miquel Mati i Pol, que dice
Ara es demá. (Ahora es mañana.)

No escalfa el foc d´ahir (No calienta el fuego de ayer)
Ni el foc d´avui, (Ni el fuego de hoy,)

I haurem de fer u foc nou. (Y tendremos que hacer uno fuego nuevo.)