miércoles, 19 de septiembre de 2012

CHILE, 202 Años: De la independencia colonial a la dependencia empresarial



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Luego de más de tres décadas de “reformas económicas estructurales” para instalar el modelo de libre mercado desregulado, Chile ha terminado convertido en otro país, en una nación defendida a rajatabla por aliancistas y concertacionistas que tras la ilusión del consumo y su publicitada modernidad, ha comenzado a exhibir las opacidades de su realidad.

Los ritos celebrados a inicios de la transición democrática, como fue el iceberg remolcado desde la Antártica hacia el verano andaluz para demostrar el encuentro de empresarios y socialdemócratas de ambos continentes, y de paso declamar la nueva independencia latinoamericana bajo la égida de los mercados, han dado paso a otra ritualidad, esta vez también en ambos continentes. Lo que se elevó como epifanía hace más de veinte años regresa como tragedia.

En este proceso, que ha creado enormes riquezas en manos de unas pocas corporaciones y un puñado de multimillonarios, no solo se ha venido abajo la economía, sino también la confianza en la política y los proyectos de vida. Como indican no pocas estadísticas, en estos treinta años la mitad del producto nacional, unos 250 mil millones de dólares anuales, está concentrado en poco más del diez por ciento de la población. Chile pasó a ser el país latinoamericano con el ingreso per cápita más alto, pero con la peor distribución en el ingreso.

Quienes defienden el modelo neoliberal lo hacen para proteger una compleja institucionalidad, en la que prevalecen los mercados controlados por las grandes corporaciones así como la estructura política, controlada por elites cooptadas por el poder económico. Sobre esta realidad, ocultada desde sus bases fundadas durante la dictadura, el discurso que se levanta cual nueva religión ha sido el de las ventajas del mercado y el acceso al consumo masivo. Bajo esta ilusión, esta adicción y encantamiento, los ciudadanos fueron perdiendo sus derechos más básicos. Con los cantos de sirena del libre mercado, no sólo se les vendió tecnología y otros trastos asiáticos, sino también el acceso a la salud, a la educación, a la energía y el agua, a la movilidad y al uso del espacio urbano. Se comercializó el derecho a vivir y a morir con dignidad. En este proceso el pueblo chileno perdió su capacidad de decidir, su libertad de elegir, su independencia.

Hemos perdido la condición de ciudadanos para tener la función de consumidores. En esta mutación, que se inició hace treinta años con las privatizaciones, cada faceta de nuestras vidas ha quedado al arbitrio de la búsqueda de rentabilidad de los inversionistas. En pocas décadas la ciudadanía fue despojada de todos los derechos obtenidos por los movimientos sociales, sindicales y políticos durante el siglo pasado, como trofeo de guerra para esos inversionistas. Aquellos derechos, tal como en las épocas más nefastas del capitalismo, pasaron a estar prohibidos o a la venta, como las antiguas conquistas laborales y todo lo demás.

LA COMERCIALIZACION DE LA VIDA

No hay área que no esté en manos del mercado. Esto es, controlada por grandes grupos económicos. Si hacemos una enumeración, posiblemente todos los sectores y rubros de la economía, salvo aquellos todavía no rentables, están en poder de inversionistas, fondos de inversión, especuladores varios y otros operadores. Desde las autopistas a la movilización colectiva, desde la telefonía a Internet, desde el agua a la electricidad, desde la salud a la educación, desde la alimentación a las ferreterías, desde los combustibles a la banca, desde la diversión -como el cine- a las farmacias, desde los cementerios al vestuario. Cada actividad humana, por muy elemental o compleja que sea, ha sido entregada a las grandes corporaciones.

El gobierno de Sebastián Piñera ha celebrado la disminución estadística de la pobreza, aun cuando el guarismo marca 14,4 por ciento: todavía casi dos millones y medio de personas viven bajo la línea de pobreza o con ingresos menores a 72 mil pesos. Si bien estas cifras son publicitadas por el gobierno, no sucede lo mismo con quienes superan ese umbral de la miseria. A partir de este portal se ingresa en la tierra desconocida, pero igualmente descampada, denominada “clase media”. Si los pobres son materia de programas sociales, compasión política, algunas ayudas y bonos, quienes han “superado la pobreza” a partir de esos 72 mil pesos han de competir en el feroz mercado de la vida.

Aquí se inicia el gran drama de la “clase media” chilena, Para solventar gastos corrientes, desde la salud, educación y los servicios básicos, ha de recurrir al esfuerzo, al ingenio y, claro está, al crédito. La cultura del mercado, que es consumo, individualismo y supervivencia, se ha trasladado a la vida diaria, a la subsistencia de la dignidad. 

UN MODELO EN QUIEBRA

El sistema de vida que sostiene a la “esforzada clase media” está quebrado, ha tocado fondo. Se expresa en muchas variables, como fue la estafa de La Polar, o al observar la lista negra llamada Dicom. En enero pasado el Congreso aprobó eliminar a casi cuatro millones de deudores morosos con deudas de hasta dos millones y medio de pesos de esta base de datos. Pero a poco andar, ya había ingresado a Dicom la misma cantidad de personas. El sistema aprieta por abajo para exprimir la riqueza generada, que fluye hacia los grandes inversionistas que operan hoy todos los servicios, tendencia propia del neoliberalismo que en estas latitudes ha creado la desigual sociedad que padecemos.

Las diferencias en los ingresos que periódicamente ratifican estudios y encuestas se expresan en todas las áreas y rincones de la vida cotidiana, pero es en la institucionalidad económica y su sistema productivo donde está la fuente de la brecha. La economía de libre mercado desregulada, como gran motor de la segregación, ha modelado una estructura de los medios de producción concentrada en pocos propietarios. Un proceso que no surge de la creación de más mercado, sino de la eliminación del mercado. Cada punto de concentración de las ventas y las ganancias significa cientos o millares de pequeños productores en quiebra o en nivel de subsistencia, recortes salariales y despidos e intereses usurarios sobre los créditos.

Hace unas semanas publicamos en estas páginas lo que sucede con el mercado de la alimentación, concentrado desde la producción a la distribución. La memoria está muy fresca con la colusión entre los productores de carne de pollo, pero menos conocida es la enorme concentración de la distribución de los alimentos, con solo cuatro empresas (Cencosud, Walmart, Tottus y SMU) que controlan el 95 por ciento de las ventas. Estas cuatro corporaciones deciden qué vender y a qué precios: en este momento la Fiscalía Nacional Económica investiga una supuesta colusión en las carnes y marcas propias.

Bien conocido es el sector de la distribución farmacéutica, que también controla casi la totalidad del mercado. ¿Cómo se llegó a este extremo nivel de densidad? Eliminando del negocio a miles de pequeñas farmacias de barrio. Si en la década de los 70 existían unas dos mil farmacias, hacia los 90 quedaban no más de 1.600. Hoy, tras los procesos de fusiones y adquisiciones de los grandes grupos, sólo 500 boticas se reparten ese cinco por ciento de las ventas. Lo mismo sucede con las ferreterías. Con la fuerte penetración de Sodimac, Easy y Construmat, hacia mediados de la década de los 90 llegó la hora a las ferreterías. Si hace una década había en el país unas ocho mil ferreterías, hoy no alcanzan a 2.500. Una estadística que no relata las angustias y sufrimientos detrás de miles de quiebras.

La penetración y control de mercado se hace de esta manera: sacando a los pequeños o dejándoles la escoria. Un estudio de la Cámara Nacional de Comercio ofrece cifras impactantes. De los más de 300 mil establecimientos comerciales registrados, un 98 por ciento está en la categoría de medianas, pequeñas o microempresas. Pero las grandes empresas del sector, que son apenas el dos por ciento, concentran más de la mitad del total de las ventas. El poder de las grandes corporaciones, que ha logrado penetrar hasta en los mercados más sencillos y humildes, ofrece una doble estructura: la integración vertical. Controlan no sólo un sector de la economía, sino toda la cadena productiva. Dominan no sólo el comercio, sino la extracción, elaboración y distribución. La gran empresa adquiere características de ubicuidad, en tanto su afán de crecimiento y rentabilidad las impulsa a ganar más mercados, a sacar del escenario a la competencia en toda la cadena de producción y distribución. Es la naturaleza del libre mercado desregulado.

Algunos casos: la farmacia Cruz Verde, que tiene un 40 por ciento de las ventas de medicamentos, cuenta con el laboratorio Mint Lab Co., a través del que importa y fabrica genéricos. En la distribución tiene a Socofar y el negocio financiero lo realiza a través de Solventa, aliada con CMR Falabella. Farmacias Ahumada, que controla más del 30 por ciento del mercado de medicamentos, produce sus medicamentos a través del Laboratorio Fasa. La construcción de locales la realiza con la inmobiliaria Fasa. Este fenómeno, extendido en las farmacias, se replica también en todas las áreas de este comercio corporativo.

¿Qué efectos tiene esta doble concentración? Falta de competencia, poder ilimitado y deterioro de los empleos, lo que es, en el otro extremo, empobrecimiento y pérdida de poder. Porque cuando la economía crece, no todos los chilenos crecen por igual, como se ha visto en la evolución de la distribución de la riqueza durante los últimos cinco años. Porque si el país crece a un promedio del cuatro o cinco por ciento, las grandes corporaciones lo hacen, como la minería o la banca, a tasas sobre el veinte por ciento. En el otro extremo están los trabajadores y las pequeñas empresas. La evolución de los salarios y de las ventas apenas registra tasas del uno por ciento al año. Esta economía de varias velocidades sólo tiene una explicación: la apropiación de la riqueza a través del control de los mercados, pero también, por la utilización de mano de obra barata, desregulada y desorganizada (hasta ahora), por unas pocas gigantescas corporaciones.

LA EDUCACION DE MERCADO

Esta misma estrategia se reproduce en todos los “mercados de servicios”, como por ejemplo la educación. Pero aquí ha habido un quiebre: la ambición desmedida de inversionistas y especuladores ha llevado a liquidar este “mercado”, lo que ha gatillado por primera vez en décadas una protesta generalizado que surge desde una ciudadanía consciente.

El estudio de Cenda sobre el que se basó la Confech el año pasado para apoyar sus demandas nos da una clara pista de los extremos inmorales de este negocio. El monto promedio de los créditos contratados para financiar la educación superior en 2010 fue de 1,46 millones de pesos por alumno. Con esta base promedio, el endeudamiento total de un alumno que cursa una carrera de cinco años fue de 7,3 millones de pesos y más de 10 millones si estudia siete años en una carrera de costo promedio. Esta cifra sube considerablemente y puede duplicarse en el caso de alumnos de carreras largas y caras, como medicina.

Teniendo en cuenta el mercado laboral, su informalidad, inestabilidad y el deprimido nivel de remuneraciones promedio, los futuros profesionales no ganarán lo suficiente para solventar estos dividendos. Es decir, “aquí hay un castigo que se acarreará por gran parte de la vida laboral sobre aquellos que contrataron créditos, quienes en su mayoría provienen de sectores medios y populares”. Se trata de otro dato para la desigualdad.

¿Y cómo solventa sus niveles de consumo la “clase media”? No con mejores salarios, sino con más endeudamiento, lo que finalmente redunda en buenos negocios para la banca y en un aumento de las diferencias en la distribución de los ingresos: por cada crédito el deudor se empobrece y la corporación financiera se enriquece. Si se revisa el nivel de endeudamiento de las familias chilenas durante los últimos años se puede observar un persistente aumento. Desde 2003 a 2008 la relación de la deuda sobre los ingresos disponibles pasó desde 33,4 por ciento a 60,2 por ciento, según se desprende de un informe del banco BBVA. Este aumento constante de las deudas familiares se debe a que los ingresos, generalmente salarios, han crecido muy por detrás de los préstamos.

La salida hacia el desarrollo, entendido no como paraíso del consumo sino como dignidad y justicia, no está ni en las estériles políticas asistenciales, ni en el engaño publicitario ni en la fruición por el emprendimiento, entregado éste a la competencia voraz de las grandes corporaciones. El desarrollo es la reducción de las brechas y el acceso universal a todas las oportunidades, algo que hemos perdido durante la pesadilla neoliberal.
PAUL WALDER

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 766, 14 de septiembre, 2012