n el camino
Aquí se viola, aquí se mata
Texto: Óscar Martínez / Fotos: Toni Arnau
Las gotas de sudor le escurrían por la barbilla, y bajo sus manos y rodillas sentía el monte seco y la tierra caliente de aquel llano donde la tenían en posición, dispuesta para ser violada. Su camiseta se la había hecho jirones uno de esos hombres con olor a pasto y aspecto de agricultor que salieron de la breña con escopetas y machetes. Serena a pesar de estar de perrito, como ella dice, Paola sabía que aún le quedaban dos cartuchos: su ingenio y su talante. Sin voltear a ver a quiénes merodeaban su retaguardia, Paola, un transexual guatemalteco de 23 años, escuchaba los sonidos de los cinturones y negociaciones entre los bandidos.
—Dale tú primero, pues. Después voy yo.
Paola interrumpió la plática y los dejó atónitos.
—Miren, hagan lo que quieran, pero por favor, pónganse condones. Ahí hay unos en mi mochila, la rojita. Se lo recomiendo, porque tengo sida. Es que yo pensé que eran machos y que solo a mujeres violaban —dijo, a pesar de que hace años se reconoce como mujer y de que si se le llama por su nombre de nacimiento ya hace mucho que no voltea la cabeza–. Hubo unos segundos de silencio. Paola cree que entre ellos se miraban desconcertados, pero no está segura, porque seguía ahí arrodillada, con el sol en la espalda, sin girarse. Digna a pesar de estar como estaba, con la cabeza levantada y los ojos perdidos en el horizonte.
—¡Levántate, pinche puto! ¡Váyanse a la verga todos ustedes! —les dijeron a ella y al resto del grupo.
Paola no tiene sida. Lo que tiene, luego de cinco años de prostituirse en su país y en la capital mexicana, es la medida tomada a los hombres perversos. Lo que tiene es su ingenio y su talante.
Todos continuaron su camino hacia el Norte, ya sin un cinco en la bolsa, por veredas perdidas entre los montes.
—Es que yo ya venía preparada, como dicen que siempre le pasa eso a una cuando viene migrando —termina su relato Paola.
Estamos junto a un tren estacionado en Ixtepec, unos kilómetros al norte de donde supo zafarse de aquella incómoda situación. Alta y morena, ha echado mano de lo que le dejaron en su mochila rojita, se ha maquillado, y se ha puesto una blusa negra y escotada y un pantalón vaquero. Ha sobrevivido a La Arrocera.
Este es punto rojo para nosotros los migrantes, dicen unos. Este es el lugar más perro para pasar, dicen otros. Pero la mayoría, sin saber que con el nombre de unas pocas hectáreas resumen 262 kilómetros de camino, lo llaman simplemente La Arrocera. Apodan a toda esa espesura con el nombre de un pequeño asentamiento, de unos 28 ranchos, que toma su nombre de la abandonada bodega de arroz que aún se destartala junto a la carretera.
Ahora Paola también sabe que siempre pasa algo, desde hace años, en ese lugar reducido a un nombre. Los 45 que llegaron con ella a Ixtepec fueron asaltados en ese tramo entre Tapachula, la primera gran ciudad cuando se entra a México desde Guatemala, y Arriaga, el punto donde se aborda el tren. Este es territorio de maleantes. Eso lo saben ella y muchos migrantes centroamericanos más. Muchas autoridades y muchos que lo supieron tarde, poco antes de morir entre esos matorrales.
Lo supo la mujer guatemalteca que, antes de morir asfixiada en la colonia El Relicario, en Huixtla, con la boca llena de pasto seco y con su propia blusa atorada dentro de su garganta, solo logró ver sobre ella al hombre que la agredía. Fue el 10 de noviembre de 2008. Ella era guatemalteca, eso dijeron las personas que aseguraron haberla conocido en Tapachula. A ella y también al hombre con el que andaba en El Relicario aquella noche, caminando sobre las vías en desuso que sirven de guía a miles de indocumentados. Él era un hombre con un
escorpión tatuado en la mano. Ocurrió en El Relicario, entre casas de teja y paredes de bahareque derruidas e incrustadas entre crecidos pastizales.
escorpión tatuado en la mano. Ocurrió en El Relicario, entre casas de teja y paredes de bahareque derruidas e incrustadas entre crecidos pastizales.
Nadie conoce los detalles. Aquí, la policía rural no existía entonces, y ahora que existe son siete hombres del pueblo con garrotes que cuidan como pueden en sus ratos libres. Lo que se sabe es que aquella muerte no fue lenta. En la fotografía que se publicó en un pequeño diario de la zona, El Orbe, mezclada con la de otros dos muertos en media página, aparecía la muchacha con los ojos bien abiertos, puñados de zacate con tierra y hojas secas saliéndole de la boca, y la mitad de la cabeza que nace en la frente ya sin pelo, como si la hubieran arrastrado por el pavimento antes de meterla en la breña crecida entre los escombros, donde la encontraron. O como si le hubieran arrancado a tirones los mechones de pelo. Estaba desnuda y tenía las piernas abiertas y ligeramente flexionadas, como si hubiera tenido otro cuerpo entre ellas.
No hay investigación abierta. De ella solo queda el relato de Orlando, el viejo enterrador del cementerio municipal de Huixtla, que saca la lengua lo más que puede para ilustrar que al cuerpo de la guatemalteca se le salió cuando logró extraerle la blusa de su garganta. Solo eso queda, y una cruz púrpura, pequeña y púrpura, escondida en el camposanto. Y un epitafio: “Falleció la joven madre y sus gemelos. Nov. 2008.” Y sus gemelos, dice.
Quién sabe las razones que tuvo el que la mató para elegir este lugar. Pero lo cierto es que, premeditado o no, le salió bien. Como hemos descubierto cada día desde que iniciamos el recorrido en esta espesura de Chiapas, los cadáveres son incontables; las violaciones, el pan de cada día; y los asaltos, un mal menor.
La guerra tardía
Llegamos en tiempos hostiles. Desde inicios de este año, y por primera vez, el Gobierno del Estado de Chiapas ha puesto cara a los bandidos de esos senderos. Los hoy asaltantes empezaron hace años como jornaleros de los ranchos que veían pasar a filas y filas de indocumentados centroamericanos escondiéndose de las autoridades. Hasta que a alguno se le encendió el foco: si ocupan estas sendas para evitar a las autoridades quiere decir que nunca se les ocurriría buscarlas ni siquiera para denunciar un asalto, una violación o un asesinato.
Llegamos en tiempos hostiles. Desde inicios de este año, y por primera vez, el Gobierno del Estado de Chiapas ha puesto cara a los bandidos de esos senderos. Los hoy asaltantes empezaron hace años como jornaleros de los ranchos que veían pasar a filas y filas de indocumentados centroamericanos escondiéndose de las autoridades. Hasta que a alguno se le encendió el foco: si ocupan estas sendas para evitar a las autoridades quiere decir que nunca se les ocurriría buscarlas ni siquiera para denunciar un asalto, una violación o un asesinato.
Los migrantes cruzan el río Suchiate y entonces empieza su intermitente viaje en microbuses o combis, como las llamanpor aquí. Suben a una y se bajan antes de que llegue a alguna de las casetas de revisión migratoria que hay en la carretera. Se internan en el monte y caminan varios kilómetros hasta que, más adelante, detrás del control, retornan al pavimento y esperan otra combi. Al menos cinco veces lo hacen en estos 282 kilómetros, hasta que llegan a la ciudad de Arriaga, donde pueden abordar el tren de mercancías como polizones y viajar hacia Ixtepec.
Durante años los indocumentados han asumido este peaje de la delincuencia como un obstáculo inevitable. Lo que Dios quiera, repiten. Loscoyotes empezaron a repartir condones entre las mujeres que llevaban y a los hombres les advertían de que no se opusieran. Las historias de maridos, hijos, madres que han visto a sus mujeres vejadas han abundado durante más de una década en este México profundo, olvidado, escondido.
A principios de 2009, luego de una década de peticiones de organizaciones de derechos humanos, el Gobierno chiapaneco hizo caso a las repetidas medidas de presión. Una visita de los cancilleres de Guatemala y El Salvador y una carta enviada por más de diez organizaciones, incluida la Iglesia católica, lograron que se diera el primer movimiento. Se creó la Fiscalía Especial para la Atención de los Migrantes, y el gobernador Juan Sabines giró órdenes a las comandancias de la Policía Sectorial de Huixtla y Tonalá para que patrullaran esas zonas.
Por fin han empezado a escarbar en este vertedero de maldad impune. Y la porquería está saliendo a flote por todas partes. Y los encargados de recogerla se están dando cuenta de que son muy pocas las palas que tienen para levantar tanta inmundicia.
Por fin han empezado a escarbar en este vertedero de maldad impune. Y la porquería está saliendo a flote por todas partes. Y los encargados de recogerla se están dando cuenta de que son muy pocas las palas que tienen para levantar tanta inmundicia.
El comandante Máximo nos recibe en este caluroso día. Son los meses más cálidos en esta región ya de por sí sofocante. Mantener la camisa seca es imposible. El comandante Máximo es el responsable de la región que cubre desde Tonalá hasta Arriaga, la mitad superior de toda La Arrocera. Ordena que le traigan mapas, documentos y una jarra de limonada con mucho hielo.
—Bueno, muchachos —se dirige al fotógrafo Toni Arnau y a mí, antes de que le planteemos siquiera la primera pregunta—, como verán, hemos atacado el problema de raíz, y le hemos dado solución. Yo les digo que en mi área no hay ni un solo asalto ni una violación más.
La pila de hojas que pone sobre la mesa se titula Operativo Amigo. En su interior hay una página que nos llama la atención. Se ve a ocho sujetos, ninguno mayor de 35 años. Arriba se lee “Supuestos delincuentes agresores en los sucesos en el tren el día 23 de diciembre de 2008”. Se supone que son asaltantes que, aún en Chiapas, dejaron la zona en la que se camina y ampliaron su área de pillajes al tren que sale de Arriaga. En ese asalto, mataron a un migrante guatemalteco que se opuso. Machetes, balas y lanzamiento desde la locomotora en
marcha.
marcha.
—¿Y a cuántos han detenido? —pregunto al comandante.
—Creo que uno está a disposición de las autoridades. Luego de eso, Maximino, a quien sus subordinados llaman Máximo, saca otro folio para quitarse el mal sabor, lo pone sobre la mesa y le da golpecitos con su dedo índice, que resuenan sobre la mesa de plástico.
—Este es uno que acabamos de agarrar en la zona de El Basurero. Él se encargaba de desviar a los migrantes en el crucero Durango y mandarlos directo al asalto. A este ya lo atrapamos.
Es la foto de Samuel Liévano, un demacrado ranchero de 57 años que tiene su pequeña parcela justo en ese desvío, donde la calle de tierra desemboca en la carretera principal. Ahí se bajan los indocumentados, para sortear la última caseta, la de los policías federales, que está justo antes de entrar en Arriaga. Liévano les indicaba que siguieran hacia El Basurero por las inhabilitadas vías férreas. Ese sitio es un botadero al aire libre y un famoso punto de asalto y violaciones de los confines de La Arrocera. Lo atraparon luego de haber engañado a dos
hondureños que, esta vez sí, denunciaron el asalto en el albergue de Arriaga, de donde llamaron a Maximino.
hondureños que, esta vez sí, denunciaron el asalto en el albergue de Arriaga, de donde llamaron a Maximino.
Los denunciantes del viejo Liévano son dos muchachos negros. Llegan relucientes al albergue, sin una sola gota de sudor en su frente, a eso de las 3 de la tarde. Son de la ardiente costa atlántica hondureña, buceadores a pulmón, acostumbrados a achicharrarse en cada jornada de trabajo. Ahora, tras cinco días de espera a que la fiscalía los llame para el careo, están hartos y quieren seguir sus caminos. Elvis Ochoa, de 20 años, aventurero y experimentado, para el Norte: “Esto no es nada”, dice y chasquea los dedos al estilo pandilleril de Los Ángeles, donde ya estuvo unos meses. Andy Epifanio Castillo, de 19 años, primerizo y cándido, ya tuvo su sobredosis y no quiere volver a poner un pie en México: “Es andar arriesgando la vida por conseguir una mejor”, se lamenta con sus grandes ojos abiertos y los hombros encorvados. Si se van mañana, el viejo Liévano volverá a su rancho, a indicar el camino a los que se bajen en el crucero Durango, y las palabras de Maximino quedarán ahí, como testimonio de otro intento superficial de terminar con un problema estructural.
Los asaltantes, los que desplumaron a Andy y Elvis después de haber escuchado al viejo Liévano, aún siguen por aquí, unocon su nueve milímetros y el otro con su escopeta 22. Al salir del albergue, intentaremos entrar en la zona de asaltos con algo de protección. Maximino nos dio un recorrido por El Basurero, pero es inocente esperar que las cosas fluyan con la normalidad que fluyen para el indocumentado cuando se viaja en un pick up con cuatro policías cargados con fusiles Galil.
Nos queda una opción. La fiscalía especializada está enronda de operativos. De esa oficina piden apoyo al Ministerio Público de los diferentes pueblos, que les asignan a agentes ministeriales. Entonces, se internan como migrantes a la espera de una emboscada, y luego se cuecen a tiros con los delincuentes.
Hace apenas tres semanas, cuatro policías infiltrados se toparon con un punto de asalto en El Basurero. Dos delincuentes salieron de la breña y empezaron su procedimiento.
—¡Quietos, hijos de puta, al que se mueva lo reviento!
Pero se movieron. Los policías desenfundaron sus pistolas,y los asaltantes dispararon las suyas y echaron a correr. Los dos fueron atrapados: Wenceslao Peña, de 36 años; y José Zárate, de 18; los dos mexicanos. Mientras huían, uno recibió un disparo en el cuello, y el otro, dos impactos en el muslo. Cuando la balacera terminó, solo dos estaban intactos. Dos policías también resultaron heridos. Las balas expansivas de escopeta 22 los alcanzaron. Todos están aún en el hospital de Tonalá. En la oficina del Ministerio Público, tres muchachos se derriten frente a un ventilador. Al ver que nos asomamos, entreabren la puerta, y uno nos pregunta que qué queremos. Le explicamos, y de la puerta sale Víctor, uno de los dos agentes ilesos de aquel combate. Lleva la camisa desabrochada en sus últimos botones. La panza estira la tela, y asoma por el cinto la culata de su nueve milímetros.
—Díganme —nos saluda.
—Venimos buscando lo mismo que le explicamos al asistente del fiscal Enrique Rojas. Llevamos una semana en la zona, intentando internarnos en la ruta del migrante, para ver la situación como les ocurre a ellos, pero no hemos conseguido nada.
—O sea, ¿qué es lo que ustedes quieren?
—Acompañarlos en una de las operaciones donde se infiltran.
Víctor lanza una fugaz mirada a su compañero que lleva cruzada al pecho la cinta que sostiene su fusil. Ambos esbozan una sonrisa ladeada.
—Nooo, eso es imposible, es muy peligroso, hasta para nosotros que vamos armados. Ahí se arma la tiradera, esos delincuentes no se la piensan para disparar. Nosotros caminamos armados, y vamos protegidos por un grupo encubierto de cinco agentes que nos siguen a unos kilómetros. Le damos nuestros argumentos, le insistimos, pero a cada interlocución nuestra una gota de sudor le resbala desde la cara hasta el ombligo, y agrega un nuevo contraargumento.
—Peor en la zona de La Arrocera (entendido esta vez solo como la parte del municipio de Huixtla). Ahí hay bandas organizadas que operan con fusiles AR-15. Ahí entramos solo con operativos más planificados.
Nos alejamos conscientes de que la última opción es improvisar. No es usual que alguien quiera internarse en este lugar. Los cadáveres se cuentan cuando ya han sido evacuados. Los periodistas y las organizaciones de derechos humanos denuncian lo que escuchan en los albergues, pero lo que se vive en las sendas de La Arrocera prácticamente solo lo conocen los migrantes y sus asaltantes. Ahí, y nunca mejor dicho, es la ley del monte.
El año pasado, los cancilleres de Guatemala y El Salvador recorrieron unos kilómetros del lugar. Se montó todo un espectáculo: cerca de 30 agentes de la Policía Federal los escoltaban, más dos cuadrillas de caballeriza de la Policía Sectorial que iban adelante barriendo la zona, mientras varias patrullas de la Policía Estatal esperaban en la carretera. Un ejército de uniformados. Honduras está preparando su visita guiada para este año bajo las mismas condiciones. De ahí salieron titulares que a Andy y Elvis, a los fiscales infiltrados o a Paola les habrían sacado una sonrisa irónica: “En Chiapas se garantizan los derechos humanos de los migrantes”, titularon con pequeñas variantes tres de los diarios que circulan aquí.
El comandante Roberto Sánchez —conocido como comandante Maza— nos recibe en las afueras de Huixtla. El calor no da tregua. Acaba de llover, pero parece que el agua se hubiera filtrado hasta las capas más profundas de la tierra para luego salir como vapor infernal.
Sánchez nos da todo su apoyo. La conversación es breve y fluye entre apodos, muertos e impunes. Que al Chayote, famoso asaltante en la zona, lo detuvieron hace cuatro meses, pero fue liberado porque los agraviados siguieron su marcha. Que el mismo Chayote habría preferido pasar unos años en la cárcel que acabar lapidado abajo de uno de los puentes de La Arrocera, seguramente por migrantes que se defendieron. Que El Calambres, de la cuadrilla del anterior, está detenido en Tonalá, pero que sus denunciantes —“¿Qué creen?”— también prefirieron continuar. Es normal. Chiapas es el estado de México donde se registran más abusos a los centroamericanos por parte de los propios policías. Ponerse en sus manos en el mundo de los indocumentados equivale a pedir a un soldado que vaya a solicitar agua a la guarnición enemiga.
Mañana iremos al campamento de los ocho policías de caballeriza que desde hace tres meses patrullan el sector. Seguimos en el mismo embrollo: lo que tenemos es un recorrido por la zona peligrosa sin posibilidades de oler el peligro que los migrantes respiran a diario.
A pie con los migrantes
Llegamos a las 6 de la mañana. Los patrulleros hacen su recorrido cuando el sol todavía no atormenta. En el campamento nos encontramos una sorpresa. Hay tres salvadoreños que pidieron posada para descansar un poco antes de seguir su ruta y bordear la primera caseta, la de Huixtla.
Llegamos a las 6 de la mañana. Los patrulleros hacen su recorrido cuando el sol todavía no atormenta. En el campamento nos encontramos una sorpresa. Hay tres salvadoreños que pidieron posada para descansar un poco antes de seguir su ruta y bordear la primera caseta, la de Huixtla.
Ahí se desperezan, después de cuatro horas de sueño, Eduardo, el panadero de 28 años que huye de las maras; Marlon, el repartidor de pan de 20 que huye con su jefe; y José, el ayudante de 26. Les dieron posada esta noche en el rancho y les recomendaron no seguir hasta que el sol saliera, porque bajo la luna ni los uniformados se pasean por La Arrocera. Estoy convencido de que los policías han actuado con tanta amabilidad con los salvadoreños porque sabían de nuestra llegada.
Los tres migrantes se unen a los tres policías y a nosotros en la marcha. El recorrido empieza con un gesto de amabilidad entre el monte. Al salir del potrero que hace de base de esta cuadrilla de caballeriza, hay una casita de tejas y cemento descascarado. En el portal está un señor de unos 40 años, descalzo y sin camisa, que toma de bracete a su hija de unos 12 años. Ambos levantan y mueven sus manos diciéndonos adiós.
—¿Y ellos? —pregunto al policía que llevo a la par— ¿Amigos?
—Espías —responde—. Trabajan con las bandas de asaltantes. Son los que desvían a los migrantes para donde los esperan los asaltantes, y nos controlan cada vez que salimos de ronda. Enfilamos por las vías que el huracán Stan destrozó en octubre de 2005 pero que aún sirven de guía a los indocumentados. A nuestra derecha, a pocos metros detrás de la barrera de vegetación, está la caseta migratoria de El Hueyate. Esto parece una selva vietnamita. Lo verde es espeso y nos cubre, el suelo es un lodazal, y los charcos, pequeños pantanos. Si se observa con detenimiento detrás de los matorrales, se siluetean callejuelas escondidas que llevan a ejidos o a ranchos perdidos. Parecen pasadizos secretos.
—Aquí fue —dice a secas uno de los agentes, mientras cruzamos un pequeño puente férreo, y señala la bóveda que nos queda bajo los pies.
Aquí fue donde el año pasado mataron a uno de sus compañeros. Un machetazo seco le rompió el cráneo cuando se topó con unos asaltantes. Un machete afilado, que para los delincuentes es más un arma que una herramienta de trabajo. Lo ocupan para desmalezar la tierra, para asaltar, para defenderse. Lo llevan siempre en la mano, como una extensión natural de su cuerpo. El machete es su fiel compañero. En el camino se escuchan ladridos de perros y tras las verjas de las casitas se ven ojos que salen a enterarse.
—Ahorita nos tienen bien vistos —prosigue el agente, antes de soltar otra de sus parcas referencias—. Lo que le dije de los huesos aquí fue, y a El Chayote lo encontramos allá. Lo de los huesos fue un esqueleto que encontraron hace unos meses entre un pastizal. Los zopilotes merodean el área siempre, por la cantidad de ganado que muere, y no tardan en encontrar un cadáver que consumir. Por eso aquí huesos no son sinónimo de pasado. Y El Chayote, el asaltante, apareció metido en otra de las bóvedas que vemos desde este punto, acostado en el suelo, con una magulladura en la frente, que le había reblandecido la sien como si fuera de plastilina. Otras rocas estaban a su alrededor. Si el machete es lo suyo para muchos asaltantes de poca monta, la piedra lo es para los migrantes que se defienden.
Aquí se camina entre muertos, la vida se relativiza como un valor que se menea en una cuerda floja. Matar, morir, violar o ser violado pierden sus dimensiones. Es rutina. Punto de referencia: aquí, en esta piedra, violan; allá, en ese arbusto, matan.
—Allá separan a las mujeres del grupo cuando las violan —señala el agente una pequeña parcela de plataneros—. Y hasta aquí llega nuestra ronda diaria.
Hemos caminado apenas media hora, y hasta aquí llegan. Luego suelen regresar por el otro lado de la carretera, lo que llaman La Arrocera alta, cerros que se levantan de la planicie que ahora pisamos, al otro lado de la carretera. Pero hasta aquí es una mínima fracción del camino del indocumentado. Hasta aquí es apenas el comienzo. La primera caseta, el primer punto caliente.
Este cruce lo conocen como La Cuña, una callejuela que sale a la carretera, adelante de El Hueyate. Un árbol de mango donde violan, una terracería donde algunos coyotes de Huixtla entran a dejar migrantes a asaltantes con los que están de acuerdo.
El agente sigue hablando mientras los salvadoreños, con la mirada, nos preguntan qué haremos.
—Por aquí todavía andamos buscando a un malhechor de esos. Le dicen La Rana, tiene una cicatriz en el rostro y opera en la parte alta, pero no lo encontramos. Como nos tienen bien vigilados desde que salimos, siempre dan el pitazo cuando andamos de ronda.
Apenas termina la frase, estrechamos su mano sin explicaciones y le decimos que seguiremos hasta Arriaga, hasta el tren, con Eduardo, José y Marlon. Los agentes se desconciertan, piensan en la reacción del comandante Sánchez. Para las autoridades, un migrante muerto es normal, pero un par de periodistas es otro cantar, y nadie quiere esos cadáveres en su región.
Este terreno es accidentado, y en cuestión de minutos perdemos de vista a los agentes entre la maleza y los arbustos. Ahora y solo ahora empieza el verdadero viaje. Avanzamos entre la espesura unos cinco kilómetros más, hasta que encontramos un sendero que lleva a la carretera. El retén ha quedado atrás, y Eduardo sale a la carretera a detener una combi para seguir hasta Escuintla, el siguiente poblado. La caminata por La Arrocera nos ha dejado claro que los esfuerzos chiapanecos por limpiar la zona están lejos de ser exitosos. La Rana sigue por aquí, los asaltantes de los hondureños están más adelante, y los cadáveres aún son un recuerdo fresco. Pero lo que más nos ayudó a tener clara la situación fue El Calambres. Se llama Higinio Pérez Argüello, tiene 26 años, es reconocido por la comandancia de La Arrocera como asaltante de migrantes, y desde hace tres meses guarda prisión en el penal de Huixtla, donde aceptó recibirnos y conversar con nosotros un día de estos si acatábamos su única regla: que lo que contara lo contaría en tercera persona, que se dijera ellos y no nosotros.
Una charla con El calambres
Estaba acusado de violación, portación de arma prohibida y asalto. Se le acusó de haber violado a una migrante pero la denunciante desapareció. Le quedan los otros dos cargos, y espera la sentencia preso.
Estaba acusado de violación, portación de arma prohibida y asalto. Se le acusó de haber violado a una migrante pero la denunciante desapareció. Le quedan los otros dos cargos, y espera la sentencia preso.
El director del penal nos habilitó su despacho para la charla, y ya antes nos había advertido de que era probable que Higinio aceptara. Su argumento fue desconcertante, pero comprensible en esta zona.
—Yo digo que hablará, porque aquí no tenemos a gente acusada de crímenes graves: están acusados de homicidio, violación o robo, pero nadie está por narcotráfico.
El Calambres es delgado, de facciones afiladas y brazos venosos, con una larga camisa que le da un extraño look de pandillero a pesar de sus campesinas maneras. De 1,65 metros de altura, tiene uñas largas y afiladas, ojos achinados, y un bigote escaso y asimétrico. Del cuello le cuelgan siete crucifijos y rosarios. Se sentó, se cruzó de brazos, clavó la mirada en el piso y empezó la conversación en código.
—Sí, yo conozco lo que pasa en La Arrocera. Yo vivía en un rancho por ahí. Sí, ahí asaltan los que andan ahí siempre chingando —inició.
—¿Quiénes andan chingando?
—Gente que vive o trabaja ahí. Yo he visto bandas organizadas. Ahorita anda una banda, una que se viene desde Tapachula a hacer sus cosas ahí. El Chino es el que se ha venido de allá abajo, y El Harry es el otro jefe, y ya hace tiempo que operan por ahí. Es su trabajo, andar cazando indocumentados.
—¿Y por qué solo asaltan a los indocumentados?
—Porque saben que esas personas van de paso, no causan daño; en cambio, si asaltan a alguien de aquí, saben que es un problema, te metes en un problema. Los otros van de paso. El Chino aún sigue por la zona. Se le conoce solo por el apodo, y es un famoso delincuente de La Arrocera. El Harry es aún más mítico. Él fue uno de los primeros que inició la dinámica de asaltos y violaciones, a él se le prendió el foco antes que a nadie. Lo atraparon, y estuvo preso en Tapachula, por asalto, pero logró pagar los 50.000 pesos de fianza y anda libre de nuevo. El Harry cayó junto con El Cochero (Filadelfo González) y El Diablo (Ánderson). Los dos están presos en el penal de El Amate, el centro de reclusión más grande de Chiapas, sobre el que el Estado no tiene control. Ahí adentro mandan los narcotraficantes, ponen cuotas a los nuevos internos, y no permiten el paso de custodios ni de autoridades a los módulos de celdas. Ellos dos eran la banda de El Harry. Gente ruda que desde 1995 se paseaba en motos expoliando a los indocumentados que no tomaban el tren por miedo a un operativo migratorio, que preferían caminar en el monte. El Cochero mostró su talante entre grandes delincuentes y logró ser jefe de uno de los módulos del penal, el módulo verde. Él lo administra, él cobra cuotas, él asigna celdas. Así lo decidió quien manda en la prisión, el Preciso general, le
dicen en jerga carcelaria, el narcotraficante Herminio Castro Rangel, al ver la violencia con la que El Cochero actuó cuando hubo que luchar durante dos días por decidir qué grupo se quedaba con el control de El Amate.
dicen en jerga carcelaria, el narcotraficante Herminio Castro Rangel, al ver la violencia con la que El Cochero actuó cuando hubo que luchar durante dos días por decidir qué grupo se quedaba con el control de El Amate.
—Pero no entiendo, ¿cuánto puede sacar alguien asaltando migrantes?
—Depende de lo que lleve la gente, pero hay desde los que llevan diez pesos hasta los que llevan sus 5.000 u 8.000 pesos. Es que no solo aquí los chingan, los vienen chingando desde allá abajo, así que algunos ya llegan sin dinero —responde.
—¿Y cómo es el negocio? ¿Si yo quiero agarro mi machete y empiezo a asaltar?
—Nooo, ahí mandan las bandas del lugar, ellos se reparten los lugares, y solo ellos pueden operar. Si te metes, te sacan a balazos.
—Si uno se opone, ¿no se tientan para dispararle?
—¡Uuuh! No, no, pues, por eso los matan, porque se oponen.
—Habrá muchos muertos ahí que nadie ha encontrado, ¿verdad?
—¡Uuuh! Un chingazal.
Le expliqué a El Calambres lo que Maximino y Sánchez me habían dicho. Le conté que aseguraban que el problema estaba resuelto. El Calambres levantó la vista, cruzamos una mirada de obviedad por un segundo, y sonrió para sí mismo.
—Es que no es solo uno el que anda ahí, son bandas, y no es solo una. Ahí no para, no es que vaya a dejar de haber alguien. Si cae uno, entra otro. Ahí es terreno grande, miran la ley cuando va, ellos vigilan. Están en el alto, y la ley los va buscando, pero ellos ya están viendo a la ley, y esta gente conoce mejor su terreno que la ley. La ley no alcanza a rodear todo. Esa zona es muy grande. Y si los encuentran, se echan bala con la ley. Escopeta 22, AR-15, 357. Hasta chalecos antibalas tienen. Y es que, como bien dijo aquel agente del Ministerio Público, La Arrocera en Huixtla es otra cosa; ahí hay bandas mejor preparadas. El Calambres asegura que esos grupos se dedican a lo de los migrantes como negocio fijo, pero que a veces, “gracias a sus conectes”, les ofrecen otros negocios: asaltar joyerías, robar carros, comercios. Que esas bandas no trabajan solas, que hay autoridades que se llevan su tajada de las cinco bandas. Lancé las últimas preguntas. Para responderlas, El Calambres se encogió, habló en susurro, bajó más la cabeza y ya no la volvió a levantar.
—Y entonces, lo de violar a las migrantes, ¿qué es? ¿La diversión luego del asalto?
—Sí, pues, una diversión para ellos… Una diversión.
—Claro, es fácil violar a alguien que sabés que no se va a quedar a denunciar.
—Sí, pues… Sí, pues.
Salen de sus casas por las mañanas, como si fueran empresarios rumbo a sus empresas. Salen de la colonia El Relicario, de la Buenos Aires, de El Progreso, Cañaveral, El Espejo, de ejidos, y ponen su puesto de asalto y violación, y se reparten el botín y vuelven a sus casas a esperar una nueva jornada de trabajo.
Los ranchos, el cansancio, la tensión
Ya en Escuintla, un pequeño pueblo de casas bajas y puestos callejeros, Toni, el fotógrafo, se pelea con el motorista de la combi que nos ha traído y que, a pesar de saber que los tres migrantes viajan con dos periodistas, no renuncia a cobrar de más por el pasaje.
—¡Cinco pesitos, para el chesco, puta, unos pesitos de más! Eso quiere, cinco pesos más por pasaje. A pesar de ser injustificada, sigue siendo una cuota decente para lo que suelen hacer estos otros asaltantes sin machete. Hay algunos que cobran hasta 200 pesos por un pasaje que a un oriundo le cuesta diez. No pagamos su impuesto, y seguimos en otra combi rumbo a Mapastepec. De nuevo la misma dinámica. Antes de llegar al segundo retén, pedimos bajarnos. Nos quedamos bajo un puente peatonal, donde preguntamos a un señor que espera su autobús si las vías del tren están muy lejos.
—Como a unos cinco kilómetros para allá, pero síganlas, no se vayan por este lado de la carretera, que hace como dos semanas los ladrones mataron a un migrante ahí.
Nos internamos en el monte una vez más con la idea en la cabeza de que si nos toca, nos tocará, de que es inevitable. Hay algo en lo que pocos reparan. Los migrantes no solo mueren y son mutilados, no solo son baleados y macheteados. Las cicatrices de su viaje no quedan solo en sus cuerpos. Hay algo luego de tanta tensión que tiene que quedarse dando vueltas en la cabeza. Es casi un mes de viaje por México. Escondidos, temerosos, con la incertidumbre de no saber si el siguiente paso será el paso en falso, de no saber dónde aparecerá la Migra, el asaltante, el violador.
Pocos piensan en los traumas de esas miles de centroamericanas que fueron violadas aquí. ¿Quién las atiende? ¿Quién les cura esa herida oculta? Bien lo definió Luis Flores, encargado de la Organización Internacional para las Migraciones: “Aquí el gran problema no es solo lo que se ve, va más allá. Se trata de toda una visión de las cosas, de una mentalidad. Las mujeres tienen un rol ante los asaltantes, ante el coyote y entre su propio grupo, y durante todo el viaje viven bajo esa presión, asumiendo una lógica: ‘Sé que me va a suceder, pero ojalá que
no’”.
no’”.
Y su papel es el de un ser humano de segunda. Migrante y mujer equivale a blanco fácil. Y eso nos quedó muy claro cuando hace unos días visitamos en las oficinas de Migración a Yolanda Reyes, una hondureña de 28 años que desde 1999 vive en Tapachula como indocumentada. Tras tantos años, hizo su vida, la intentó normalizar, pero hay algo que no se borra: Yolanda seguía siendo centroamericana e indocumentada. El día que la conocimos ella terminaba de sacar sus papeles, tras todo un proceso de denuncia, luego de que su pareja, un policía sectorial de Chiapas, le metiera once machetazos, cuatro de ellos en la cara, por simple coraje, y mientras le gritaba con todas sus fuerzas.
—¡Puta, puta, vas a aprender, eres una pinche centroamericana y aquí no vales nada!
Tras dos horas de caminata, las camisas están empapadas. El sol nos ha tostado la frente, y las piernas empiezan a resentir la caminata. Estamos a la altura de Madre Vieja, un ejido igual que el resto: monte, lodo, silencio. Hace unos ocho meses encontraron aquí el último muerto de la zona.
Salimos a la carretera, pero el retén aún sigue a unos 400 metros. Dos horas de camino y sigue ahí. La razón es que tuvimos que internarnos primero en el monte, hasta encontrar las vías, antes de empezar a comer camino. Nos escondemos en el camellón que divide la carretera, entre un pastizal. Cruzamos hasta el otro lado de a poco, como animales asustados, hasta que logramos meternos en otra combi. Ya hemos bordeado dos casetas.
Apenas nos bajamos en Mapastepec, nos embutimos en otra combi, para seguir hacia Pijijiapan. La rutina provoca hartazgo. De nuevo le pedimos al motorista que nos baje antes del retén. El conductor nos deja en El Progreso. Ya es mediodía. Cuando nos volvemos a perder entre los montes de nadie, volvemos a sentir el calor infernal. Ni Eduardo ni Marlon ni José hablan mucho ya. Solo pensar que cuando esta caminata termine y el tren aparezca les faltará más del 90% de México por cruzar hace que uno quiera pedirles que se rindan.
Aquí cruzamos por ranchos privados. Hemos atravesado siete cercas de alambres de púas, diez ranchos de ganado, un río. Tomamos este camino por recomendación de un viejo al que encontramos en los primeros cinco kilómetros de este tramo. Ese viejo nos advirtió de que allá adelante a veces asaltaban, y que no lo fuéramos a acusar de cómplice si eso pasaba, que él solo nos recomendaba el camino más corto para regresar a la carretera. Sonó mal, pero no importó. Había otro camino, pero era más largo. Solo queríamos agua y sombra, y la palabra atajo se impuso a la amenaza de asalto.
Llevamos otras tres horas caminando por estos ranchos. No sabemos si hemos enrumbado bien o si damos círculos. Había otra mejor opción, bajarnos en El Mango, un desvío adelante de El Progreso, pero ahí el asalto es garantía, nos dijeron. Al fin, en una casita destartalada, encontramos todo lo que necesitamos: un viejo que nos guíe y un pozo de agua. El viejo nos dice que tenemos suerte, que las cosas están más tranquilas, pero que pronto dejarán de estarlo. Hace dos semanas, la policía atrapó a padre e hijo, ambos asaltantes de Santa Sonia, una zona ubicada al otro lado de la carretera. Que debido a eso, los sobrinos de ese señor, también asaltantes, habían bajado la frecuencia de sus ataques.
—Es por un rato, mientras todo se tranquiliza, luego ahí van a andar otra vez.
Por fin salimos a la carretera y logramos enrumbar en combi hacia Pijijiapan. De nuevo nos bajamos de esta para subirnos a otra que va a Tonalá. Preguntamos, y nos dicen que el retén allí es militar, que solo buscan droga y armas, que no piden documentos. Estamos cansados y no nos importa un riesgo que muchos kilómetros atrás no hubiéramos asumido. Es un retén menos. Lo aceptamos con alegría, convencidos de que no nos bajarán, aunque sabemos que muchas veces sí lo hacen. Pasamos. En efecto, solo buscaban armas y droga.
Tras 40 minutos de combi, pedimos que nos bajen en el crucero Durango. Estamos a 20 minutos en combi de Arriaga, del tren, pero no, tenemos que bajarnos y caminar otras dos horas. El silencio empieza a convertirse en enojo. Reconocemos el lugar. Es por donde el viejo Liévano desviaba a los migrantes para que fueran asaltados.
El paraje cambia. Ya no se trata de ninguna espesura verde. Caminamos por piso de piedras sueltas, siguiendo las vías. Es un sitio más apocalíptico. Seco, yermo. Pasamos al lado del famoso basurero, un punto esperpéntico de asaltos y violaciones. Un basurero al aire libre repleto de bolsas y cartones multicolores que vuelan con el viento y se prenden en las verjas de los ranchos. Parece la escena que queda luego de una potente explosión.
Hemos caminado dos horas más. Tenemos llagas en los pies después de unos 45 kilómetros bordeando casetas. El puente férreo que da entrada a Arriaga aparece al fondo como una puerta industrial a una pequeña ciudad sin atractivos. Pero para nosotros es una visión única. Hemos caminado desde las 6 de la mañana hasta las 7 de la noche con la idea de un asalto en mente. El puente de Arriaga es lo único que queríamos ver.
Nos despedimos. Marlon, Eduardo y José se van al albergue mientras nosotros regresamos a Huixtla. Esta vez no hubo asalto en toda esa inmensidad conocida como La Arrocera. Quizá se han calmado los delincuentes. Tal vez El Calambres no tiene razón, y tras una banda no viene otra. Quizá la historia cambia aquí en Chiapas, y los fiscales y los comandantes están logrando su objetivo.
Nada es lo que parece
Hace cuatro días que hicimos la caminata. Desde entonces he conversado con tres personas para saber cómo sigue el área, para conocer si los demás que han pasado han corrido con nuestra misma suerte.
Hace cuatro días que hicimos la caminata. Desde entonces he conversado con tres personas para saber cómo sigue el área, para conocer si los demás que han pasado han corrido con nuestra misma suerte.
Carlos Bartolo, encargado del albergue de Arriaga, me cuenta que solo hoy han llegado cuatro asaltados. Uno de ellos es Ernesto Vargas, un joven de 24 años, de un pueblo salvadoreño llamado Atiquizaya. Le quitaron todo lo que llevaba: 25 dólares y 200 pesos. Fue un hombre con un machete el que lo revisaba, mientras su compañero le apuntaba al pecho con un revólver 38.
Llamo al comandante Maximino, quien me dice que está saliendo a un reconocimiento. Al parecer, una banda de asaltantes de La Arrocera se ha trasladado unos kilómetros al norte, a los límites con el estado de Oaxaca, y han establecido una casa de seguridad en el monte. Su consigna parece ser que si no pueden asaltar a los que van a pie, asaltarán a los que viajan en tren. Le pregunto si ya coordinaron con las autoridades del estado de Oaxaca, si ya les dijeron lo que saben.
—Es que a ellos no les interesa, no están metidos en el tema, no se puede coordinar con ellos.
Un día más ha pasado. Llamo al sacerdote Alejandro Solalinde, encargado del albergue de Ixtepec, donde llega el tren —la Bestia— que lleva a los que lo han abordado en Arriaga. Me cuenta que el que arribó esta mañana fue asaltado, después de muchos meses sin que ocurriera. Unos vándalos se subieron al vagón en el límite entre Chiapas y Oaxaca y, a punta de pistola y filo de machete, desplumaron a los viajeros.
Una vez más llamo al albergue de Arriaga. Hoy llegaron otros tres salvadoreños asaltados en Huixtla, y una mujer, una joven hondureña de 24 años, que contó que hace dos días fue violada. Fue en La Arrocera. Lo hicieron sus mismos compañeros de viaje, que dijeron ser migrantes cuando la convencieron de que los acompañara. La violaron los tres y le patearon el vientre hasta que perdió el conocimiento. Cuando despertó, ni ellos ni su amiga estaban. Como pudo, caminó hasta la carretera a pedir ayuda. Sangraba. Su hijo se le escurría por las
piernas. Se lo mataron a patadas. Se lo mataron en La Arrocera.
piernas. Se lo mataron a patadas. Se lo mataron en La Arrocera.