jueves, 12 de marzo de 2009

LOS DESAFIOS DE LA INMIGRACION EN TIEMPOS DE CRISIS

ENCUENTRO ESTATAL DE VOLUNTARIADO DE CEAR
EL ESCORIAL
21 FEBRERO 2009

JAVIER DE LUCAS
*Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Instituto de derechos humanos de la Universidad de Valencia). Presidente de CEAR.
Javier.delucas@cear.es
lucasfra@uv।es
jdelucas@colesp.org

En el momento en que redacto estas líneas, en la tercera semana de febrero de 2009, ni siquiera los más sacrificados panegiristas se atreven a negar el alcance devastador en España de una crisis sin duda global, pero que ha desnudado los defectos estructurales de un modelo de crecimiento económico que se presumía ejemplar. Los datos de paro son los más duros desde hace veinte años (la mayor parte de los observadores creen verosímil que se sobrepasen los 4 millones a finales de 2009, por encima del 19% de la población activa), los ERE se multiplican y la crisis de algunos de los grandes motores de la producción y del empleo (construcción, automóvil, turismo –hostelería, servicios-) obliga a los trabajadores españoles a volver a nichos laborales abandonados hasta ayer a la mano de obra inmigrante: agricultura y, en menor medida, servicios. La tentación de respuestas de repliegue -como sucede a menudo en tiempos difíciles-, es enorme.
En efecto, vivimos en el consabido caldo de cultivo propicio para enviar mensajes simplistas a los atribulados ciudadanos. Esto es particularmente fácil a propósito de la inmigración, mediante el recurso al argumento de la preferencia nacional, que sugiere que se ha alcanzado el límite de la solidaridad y hay que reordenar las prioridades en los servicios y prestaciones. Cuando vuelve a sonar el sálvese quien pueda, resurge con fuerza el discurso instrumental que analiza la presencia de los inmigrantes en términos funcionales y la reduce al cálculo más egoísta de costes y beneficios . Así se propicia e incluso se fomenta el principio demagógico y maniqueo, el de “los nuestros, ante todo” en detrimento de los de fuera, los inmigrantes a los que ahora vemos como carga cuando hasta ayer eran admitidos como factores imprescindibles de prosperidad. Y, por cierto, que los sindicatos tienen una tarea decisiva a la hora de dejar las ideas claras a este respecto.
Lo que me parece más preocupante, con todo, es que, al socaire de la omnipresencia argumentativa de la crisis, se multiplican los discursos acerca de la urgencia de ofrecer respuestas adecuadas y eso quiere decir restrictivas, frente al nuevo escenario de los movimientos migratorios que pretenden llegar y aun instalarse en el privilegiado territorio de la Unión Europea, tanto los inmigrantes en sentido estricto como los refugiados. La propia UE ha dado muestras evidentes de la necesidad de avanzar en esa vía en el segundo semestre de 2008 . Y el Gobierno español parecería seguir un camino similar con sus recientes propuestas de reforma de la Ley de asilo y de la mal llamada Ley de extranjería .
En ese contexto, resulta casi inevitable evocar la fórmula propuesta por la jurista francesa Danielle Lochak: frenbte a los inmigrantes, tenemos dos opciones, o ser fieles a las exigencias del estado de Derecho, o aceptar la lógica del estado de excepción . De suyo, tal alternativa no es una novedad y subyace a un reiterado enfoque del pretendido dilema entre libertad y seguridad, que aflora sobre todo ante amenazas graves como el terrorismo o la delincuencia organizada. Se trata de la tentación de optar por una lógica jurídica de la excepcionalidad, de la derogación o al menos suspensión de alguno de los principios y reglas del Estado de Derecho cuando se trata de regular el status jurídico de quienes son identificados como amenaza. En el caso que nos ocupa, no necesariamente presentados de forma expresa como agentes de un grave riesgo sino, al menos de partida, sólo como manifiestamente diferentes qua extranjeros.
De eso se trata, de afirmar o, lo que es más grave, de construir mediante el Derecho una visión de ajenidad radical que recupera la argumentación clásica –predemocrática- acerca del status demediado que corresponde al extranjero. Un trato discriminatorio, desigualitario, cuya justificación radicaría en el hecho de la diferencia y en la provisionalidad de su presencia. En efecto, esa presencia es concebida, si no como una sorpresa o como un riesgo sujeto a sospecha, sí como un fenómeno coyuntural, provisional, estrictamente dependiente de unas circunstancias (la necesidad de acudir a trabajadores que desempeñen tareas no cubiertas por la mano de obra nacional) que, al cambiar, modifican necesariamente la aceptación de esa presencia. Y los hacen manifiestamente no-deseables, o, por decirlo de otra forma, retornables, expulsables.
En lo que sigue quiero presentar una aproximación a esas iniciativas con el objetivo de poner de manifiesto el riesgo de que, en caso de no ser objeto de serias modificaciones, se conviertan en instrumentos de la opción por el segundo término de la alternativa. Pues lo que me preocupa es que –sobre todo esos dos proyectos de reforma- terminen siendo la prueba de la debilidad de nuestro Estado de Derecho, que, ante dificultades objetivas pero no parangonables en sus características a las amenazas dirigidas contra su supervivencia, reaccionaría renunciando a su propia aplicación, en aras de la lógica de la excepcionalidad. A mi juicio, de aprobarse en los términos en los que han sido presentados, se enviaría precisamente un mensaje de debilidad que desnudaría la pretensión de campeones de la lucha por los derechos y por la legalidad que tantas veces nos arrogamos.
Pero las consecuencias desbordan el ámbito de lo jurídico, pues los riesgos alcanzan dimensiones más amplias. Como ha argumentado contundentemente Sami Naïr , la perspectiva de nacionalismo económico propia de la lógica de la preferencia nacional que inspira en buena medida este repliegue no sólo pone en entredicho el proyecto mismo de la UE, sino que siembra las semillas de una fronda de xenofobia social que, sin temor a la exageración, evoca el contexto del auge de los fascismos en el siglo XX, indudablemente conectado a las respuestas a la gran crisis del 29. En la vanguardia europea de esa toma de posición se encuentra el Gobierno italiano de Berlusconi, cuya penúltima iniciativa resulta particularmente elocuente: El Senado italiano aprobó el pasado 5 de febrero de 2009 la Ley de Seguridad, que aplica el ideario represivo y xenófobo de la Liga Norte sobre inmigración ilegal. El texto, que –en el momento de redactar estas páginas- debe ser refrendado por la Cámara, prevé tasar el permiso de residencia con un impuesto de entre 80 y 200 euros, fichar a todos los sin techo, permitir a los médicos que denuncien a los irregulares. Como explicaba la senadora y portavoz parlamentaria del Partido Demócrata, Italia ha pasado de regular la inmigración a lisa y llanamente perseguirla .



Por qué y para qué reformar la ley de extranjería
Pues bien, como decía, en ese contexto el Gobierno español ha adoptado recientemente algunas iniciativas acerca que parecieran responder a la pregunta de cómo gestionar la inmigración en período de vacas famélicas. El problema es que, más que ofrecer un modelo que muestre cuál debe ser la política de inmigración adecuada a tiempos difíciles, quizá se trata de cómo hacer política con la inmigración en tiempos difíciles. Me referiré en particular a las tres que he mencionado: el denominado “plan de retorno (voluntario)” presentado por el Ministro Corbacho al comienzo del verano de 2008 y los dos proyectos de reforma legislativa presentados casi simultáneamente, la reforma de la ley de asilo de 1984 y la reforma de la conocida popularmente como “Ley de extranjería” (Ley orgánica de derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social), en Consejos de Ministros del 12 y el 19 de diciembre de 2009.
Desde luego, podríamos referirnos a otras, que cabría calificar como “positivas”: por ejemplo, la adopción de convenios bilaterales con diferentes países emisores de inmigrantes en aras al reconocimiento de mecanismos de reciprocidad que permitan el ejercicio del derecho al sufragio en el ámbito municipal por parte de los inmigrantes, el establecimiento de acuerdos de cooperación con países africanos emisores de inmigración, o el Fondo de Ayudas para la integración de los inmigrantes. Sin embargo, lo cierto es que son las tres medidas que he mencionado las que se relacionan directamente con el modo en que se va a gestionar los efectos de la crisis en relación con la presencia de los inmigrantes, y en particular la segunda, porque es la de incidencia más general y porque en su propia exposición de motivos se aduce ese argumento. Es a esa reforma a la que voy a dedicar mi intervención hoy, en este encuentro de voluntarios de CEAR.
En efecto, a la hora de justificar esa cuarta reforma se aducen tres tipos de argumentos. El primero, la loable pretensión de mejorar el standard de derechos de la actual ley reguladora; además, la necesidad de adecuar nuestra legislación al marco europeo -a partir del programa que se enuncia en el Pacto europeo sobre inmigración y asilo, aprobado en la cumbre de París de los pasados 16 y 17 de octubre de 2008-. Finalmente, los cambios en la situación económica y en las características de la inmigración.
Adelantaré que, a mi juicio y como han advertido ya no pocos especialistas y numerosas ONGs, comenzando por CEAR, en realidad la reforma de la ley, pese a que incorpora, como era obligado, el reconocimiento de derechos exigido por las sentencias de noviembre y diciembre de 2007 del Tribunal Constitucional, supone un recorte más que preocupante que afecta a derechos básicos –fundamentales- de los inmigrantes y envía a la ciudadanía española un mensaje que puede tener efectos estigmatizadores.
Pero antes, permítanme unas consideraciones breves sobre el denominado Plan de retorno voluntario.


Un lapsus cuasi freudiano: de qué se trata con el “retorno”.
Por descontado, el retorno voluntario no es una iniciativa de suyo criticable. Desde hace años, y conforme a lo que dispone la propia Ley, diferentes ONGs trabajan en programas de retorno voluntario que entre 2003 y 2007 ha propiciado el retorno de algo menos de 4000 inmigrantes a sus países de origen. Lo que cambia ahora en el Plan de retorno voluntario propuesto por el Gobierno casi desde el comienzo de esta segunda legislatura es la vinculación con la situación de crisis y la tesis subyacente de que hay que fomentar esta vía para pinchar la bolsa de paro y para aliviar las dificultades en la que se van a encontrar no sólo los inmigrantes, sino también las Administraciones: menos a repartir. Las condiciones para acogerse no parecen complicadas: encontrarse en paro y no tener recursos económicos para volver por sus medios; haber residido en España al menos seis meses; una valoración de los servicios sociales del Ayuntamiento en el que se resida o de una ONG especializada y presentar por escrito una declaración de voluntariedad del interesado. Además, es necesario que se trate de países ajenos a la UE y con los que existan Convenios de Seguridad Social (para que quienes se acojan al plan puedan computar las cotizaciones cumplidas en España para su futura pensión) . A cambio se les ofrece el abono de la prestación por desempleo en dos plazos: el 40% en España y el 60% en su país. Como contrapartida, el inmigrante debe renunciar a sus permisos de residencia y de trabajo y no volver a España en tres años .
Pero sucede que, como ha ocurrido con otras explicaciones de la política de inmigración adoptada desde la llegada del ministro Corbacho , este Plan –que hasta hoy constituye un considerable fracaso respecto a las desproporcionadas expectativas que el propio ministro presumió en su presentación-, desnuda nuestra concepción de fondo de la inmigración. Sí: somos el país de la UE que más inmigrantes ha recibido y en menos tiempo. Sí, hablamos de políticas de integración y ciudadanía para los inmigrantes. Pero eso era antes de la crisis. En realidad, los recibimos porque no teníamos más remedio y porque nos salía barato emplear esa mano de obra inmigrante en un momento de despegue económico y vacas gordas. Pero cuando escasea el trabajo, hay que dejarse de discursos bien pensantes. Es el momento de que se vayan. Y no importa que de esa forma expongamos alto y claro que no los consideramos iguales, que les negamos una vez más derechos elementales, en este caso su condición de parados, con todas las obligaciones legales que ello supone. Son “expulsables”, aunque -según la lengua de trapo al uso- se hable de retornables.
Hay no pocos argumentos que desvelan los presupuestos (¿prejuicios?) que subyacen a la concepción del Plan: la primera, la dificultad para deslindar la zona gris entre el retorno voluntario y el forzado. La propaganda del Plan parece enfatizar lo primero (el lema es “Estas pensando en volver?”), pero en realidad no esta lejos de sugerir el “si eres inmigrante en paro, “márchate!”. Además, como se ha señalado, el Plan generaliza indebidamente y envía el mensaje de que todos los inmigrantes son lo mismo, pues no distingue entre la gran variedad de situaciones en las que se encuentran los inmigrantes “retornables”, que afectan a muy diversas modalidades de retorno. No es lo mismo según sea el tipo de permiso de trabajo y residencia, o el modelo de familia que se haya constituido o asentado (parejas mixtas, parejas en las que uno de los miembros adquiere la nacionalidad española, parejas con hijos nacidos en España, etc). Finalmente, y esto es importante, en todo proceso de retorno hay dos elementos a considerar, la situación en el país donde se ha asentado el inmigrante y la de su país de origen. Si esta última no ha mejorado sensiblemente respecto al momento en el que el inmigrante partió y también respecto a la situación en España, el plan está abocado al fracaso. Pese al tópico, el inmigrante no piensa necesariamente en volver, y menos aún sus hijos. Y es que un riesgo potencial del Plan es fomentar el prejuicio xenófobo, la idea de que “sobran”. Como ya no nos benefician y nos cuestan el paro y los servicios sociales (olvidando que son derechos), lo mejor es que se vayan.



La necesidad de la reforma legal en materia de inmigración.
Veamos ahora algunas consideraciones sobre la reforma de la Ley. La primera pregunta que debemos formular acerca de este proyecto de reforma atañe a su necesidad y oportunidad. Dicho de otra manera, ¿está justificada? ¿es esta situación de crisis el momento y el procedimiento oportunos para llevarla a cabo?
Como anticipé, las razones justificativas aducidas son de tres órdenes. Ante todo, ampliar el reconocimiento de derechos, aunque, en realidad, no es tanto una libre decisión política, sino la ejecución del mandato del Tribunal Constitucional que, en diferentes Sentencias en noviembre y diciembre de 2007 -especialmente las STC 236/2007 de 7 de noviembre y la STC 259/2007 de 19 de diciembre- relativas a recursos interpuestos sobre todo (no sólo) por algunos Parlamentos autonómicos, declaró inconstitucionales disposiciones de la ley 8/2000 que negaban derechos fundamentales a los inmigrantes irregulares (mal llamados sin papeles). Además, la exigencia de ajustar la legislación española a las directivas europeas y a los postulados expresados en el referido Pacto europeo de asilo e inmigración, encaminados a crear un Sistema Europeo Común de Asilo (SECA). Finalmente, los cambios en el fenómeno migratorio y las condiciones actuales del mercado de trabajo, en medio de una profunda crisis. Se trataría de una reforma positiva, pues extendería derechos y nos homologaría con lo que postula la UE, sin hacer de los inmigrantes el chivo expiatorio de nuestros problemas.
Pero las críticas son evidentes. Lo primero es recordar que las Sentencias del TC obligan a reconocer esos derechos, luego su incorporación no supone voluntad extensiva de reconocimiento sino –faltaba más- acatamiento de un imperativo. Luego la prueba de una voluntad política de igualdad en derechos está en cómo se incorporan e interpretan. Y aquí el reagrupamiento familiar constituye, como veremos, un argumento que pone en entredicho tal voluntad. Respecto al segundo argumento, es preciso clarificar de qué se habla cuando se invoca la necesidad de armonizar nuestro ordenamiento con la normativa europea. Lo cierto es que, en materia de interpretación y aplicación del derecho comunitario, el criterio básico es siempre el de la prioridad de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad y por eso la claúsula reiterada que recuerda que los Estados tienen competencia para aplicar la norma más favorable, es decir, que la aplicación de las directivas europeas (por ejemplo, la tristemente célebre directiva de retorno) se supedita siempre a aplicar la norma vigente más favorable a los derechos. Dicho de otra forma, como ha insistido CEAR a propósito de la otra reforma en curso, la del asilo, los cambios legales deben recoger lo que es considerado como mínimo en las directivas, cuando sea necesario y no exista norma nacional mejor que sea aplicable, no afectando a aquellas materias en las cuales la protección, las garantías y los derechos reconocidos superan el contenido de la misma; por tanto la política de la UE no obliga a ningún recorte, si se apuesta por esta opción se hará desde la responsabilidad de cada gobierno. Lo que nos conduce al segundo test.
En efecto, como decía, no basta con afirmar como argumento justificativo que se trata de reformas progresistas que amplían derechos. Hay que examinar, en efecto, si los derechos en concreto se ven ampliados en su reconocimiento y garantía. Y aquí el balance es mucho menos positivo de lo que se pretende e incluso resulta seriamente preocupante. Quizá la objeción de fondo es la supeditación del marco de la inmigración a lo que parece constituir la prioridad de prioridades del Pacto europeo mencionado, la obsesión por “dominar” los flujos migratorios en propio beneficio y la fijación en el objetivo de “controlar la inmigración ilegal y adecuar todos esos movimientos de personas a las necesidades del mercado de trabajo europeo y de su economía productiva”. Así se refleja en la justificación oficial de la reforma que literalmente sostiene que los poderes públicos “deben ordenar y canalizar legalmente los flujos migratorios de tal manera que los mismos se ajusten a nuestra capacidad de acogida y a las necesidades de nuestro mercado de trabajo” (dos criterios considerablemente indeterminados) y, en particular, en un nuevo precepto en el articulado, el artículo 2 bis, apartado 2.b) que señala como objetivo de política de inmigración fomentar “la inmigración legal y ordenada, orientada al ejercicio de una actividad productiva”.
Hablar de extensión de derechos choca con la regulación que hace el proyecto de por ejemplo, el derecho a la educación, tanto infantil como de naturaleza no obligatoria (artículo 9) , del derecho de reagrupación familiar (artículos 17 y siguientes) , de la situación de los menores no acompañados (artículos 35 y 57.2) y por terminar, del catálogo de sanciones graves (cuyo número se incrementa en el artículo 53) así como del plazo de internamiento en los CIE, que pasa de 40 a 60 días (artículos 53 y 62, sin que se justifique ante la actual realidad migratoria en España ) y que posibilita plazos más amplios cuando el extranjero internado solicite asilo, pues el período de tramitación de solicitud suspende el plazo anterior .
Particularmente llamativo es lo que sucede con el derecho al reagrupamiento familiar, un derecho fundamental reconocido como tal tanto a nivel nacional como internacional . Es difícilmente aceptable que una reforma de ley que se emprende para extender los derechos no reconocidos y de acuerdo con el mandato imperativo del TC, se aproveche, paradójicamente para restringir el ámbito de los beneficiarios de ese derecho –básico, es el derecho a la unidad familiar- y someterlo a condiciones más gravosas. Los ascendientes no podrán ser reagrupados hasta que no sean mayores de 65 años, y además se exige que el reagrupante tenga una residencia de larga duración, esto es, lleve 5 años de residente legal en España, cuando en la normativa vigente sólo se requiere una autorización de residencia renovada. No se entiende que la reforma hable del objetivo de integración cuando un requisito elemental como el respeto a la unidad familiar es deteriorado.
Podríamos añadir otros dos elementos de juicio. De un lado, sorprende una vez más que la reforma de la ley no se aproveche para adecuarla al standard internacional básico que el la Convención de la ONU de 1990 sobre derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias , un Tratado en vigor, que el Estado español no ha ratificado ni muestra voluntad de ratificar (ninguno de los de la UE, pese a las continuas llamadas del Parlamento Europeo o del Consejo de Europa). Si ese instrumento jurídico se hubiera ratificado, no habría dificultades como las que nacen de la malhadada directiva de retorno. Y este es el segundo argumento: por qué no es igualmente prioritario para el Gobierno tal ratificación? Cuáles son las razones, si resulta evidente que dicho standard es superior al que hoy ofrecemos, por ejemplo en materia de reunificación familiar?
La reforma no parece, por último, una barrera eficaz frente al discurso xenófobo. Al contrario, prosigue en la vía de estigmatización de la inmigración irregular, o, por decirlo mejor, de la culpabilización de los migrantes en situación irregular al sostener que “la inmigración irregular atenta contra la cohesión social y contra la dignidad de las personas y distorsiona y precariza el mercado de trabajo”.
Es de esperar que el esfuerzo que realizan en este momento buena parte de los representantes de la sociedad civil permita que, por vía de enmiendas en el proceso de tramitación parlamentaria, se corrijan al menos estas deficiencias para acercarnos a uno de los elementos que definen una sociedad decente, como recordara Péguy: una “ciudad sin exilio”.