lunes, 1 de julio de 2013

"¿Dónde está el poder? Las anomalías del proyecto neoliberal y las opciones para un poder político-social emergente"


Entrevista a Rafael Agacino* 

Por Grupo de Estudios Marxistas 
Revista Materialismo Histórico, Nro 3, año 2013 (en prensa), Edición del Grupo de Estudios Marxistas [GEM], Chile**



¿De qué manera podríamos vincular la situación política con la situación económica y, en el caso concreto chileno, cómo podríamos aplicar esta relación que existe entre estos ámbitos de la estructura social?


En toda sociedad de clases existe una disputa de base referida a las condiciones de reproducción de las relaciones sociales que la fundan. La clase dominante se sirve de la dominada como medio para la reproducción del conjunto de relaciones sociales que la mantienen a ella como dominante y a la clase dominada como dominada. Desde un punto de vista económico, una de esas condiciones es la producción de un excedente, cuestión nada trivial para la clase dominante pues implica resolver el problema de los mecanismos de apropiación y control del trabajo para garantizar la generación de un producto necesario -necesario para la auto reproducción del fuerza de trabajo- y de un excedente destinado a la reproducción de si misma y de su lugar dominante. El conjunto de reglas y prácticas que la clase dominante impone para la generación del producto social necesario y excedente, son ya, evidentemente, un hecho de poder, un hecho político estructuralmente imbricado a la dimensión económica. Y no sólo el reparto del producto social sino principalmente el orden social pues el capital requiere reproducir el entramado de relaciones sociales que le permiten su soberanía sobre el trabajo ajeno. No se trata solo del reparto del producto sino también del reparto bajo dominio del capital, del tiempo de vida en tiempo de trabajo y de no trabajo. Este punto es crucial para comprender el vínculo entre economía y política. El marxismo y la teoría crítica se esfuerzan por mostrar esa relación indisoluble entre lo político y lo económico, de mostrar que la reproducción de las condiciones materiales de existencia del poder exige la reproducción de las relaciones sociales de dominación. Por ello, el capital no busca solo producir plusvalía sino además una fuerza de trabajo susceptible de ser dominada; una clase dominada que en el ciclo social-productivo se reproduzca así misma como clase dominada.

Esto no es pura retórica; su carácter real la mayoría de las veces irrumpe con descarnada violencia. En Chile, nos aprontamos a cumplir cuarenta años del golpe de Estado y de la contrarrevolución neoliberal. El golpe de Estado fue una reacción violenta de la burguesía y el imperialismo para evitar que el movimiento obrero y popular sobrepasara las instituciones y relaciones de poder que lo mantenían hasta entonces como clase dominada; la contrarrevolución neoliberal, por su parte, fue el proceso de transformaciones impulsadas para conjurar estructuralmente esa fuerza emancipadora y reponer el orden reproductivo del capital bajo una nueva forma. Las fuerzas republicanas, burguesas o reformistas, de seguro conmemorarán los 40 años evocando la ruptura democrática, y si acaso, lo “pendiente” para su “recuperación plena”. Pero será un recuerdo a medias. El putsh golpista y la violencia burguesa no agotan el carácter de la contrarrevolución pues ésta no se restringió a la sola ruptura política institucional. La perspectiva histórica nos permite constatar que el golpe significó mucho más que el derrocamiento del Gobierno de Allende y la supuesta restauración de la constitucionalidad vigente hasta 1973; la contrarrevolución se hizo contra esa inmensa fuerza emancipadora que el movimiento obrero y popular había acumulado hasta entonces, y por ello, adquirió un carácter refundacional del orden burgués. La solución y el “experimento chileno” pusieron de manifiesto una estrategia inédita frente la crisis del capital y una señal muy potente para América Latina y el mundo. En Chile el capital ensayó construir una forma tal de funcionamiento de la sociedad que, a pesar de su violencia fundante, que castigó cuerpos y consciencias, se naturalizara con el tiempo, es decir, que sus prácticas y valores individualistas y hedonistas, se fijaran como un sentido común propio de un nuevo orden reproductivo del capital. Chile muestra con crudeza el estrecho vínculo entre política y economía, y para peor, el éxito del proyecto refundacional de las clases dominantes. Son cuarenta años que muestran cómo la política y la economía se combinaron de manera traumática en su etapa fundacional, y luego, al paso de las transformaciones estructurales, cómo moldearon una forma de vida que ha naturalizado la dominación del capital. Por suerte han surgido fisuras que señalan los límites intrínsecos de la utopía neoliberal y que permiten abrir posibilidades a un proyecto emancipador que concilie una política y una economía liberadoras.

En su opinión, ¿podríamos hablar de que existe una crisis del modelo en este momento?

Es una pregunta compleja. Si con ello quiere decir que frente a las anomalías mostradas por el modelo y el mayor activismo social, se divisan fuerzas portadoras de proyectos contrapuestos a éste (modelo), sean de reformas o de ruptura, claramente diría que no; que no estamos en una situación de crisis. No distingo hasta hoy un sujeto político o un sujeto social politizado capaz de levantar un proyecto anticapitalista, ni siquiera genuinamente anti neoliberal. Todavía, desde esa perspectiva, es demasiado temprano para hablar de crisis.

Sin embargo la sensación de desorden social y político que observamos, sí puede interpretarse como síntoma de un modelo económico y social que a la vuelta de 40 años ha madurado. Podemos afirmar que todas las reformas estructurales –al mercado de trabajo, las pensiones, la salud, la educación, el sistema de TV, la gestión monetaria, la canasta productiva exportable, etc.– han dado ya sus frutos y ahora comienzan a desplegar sus contradicciones. Tanto es así que en las luchas recientes, sobre todo en el caso de los secundarios, más que resistencia a las transformaciones neoliberales lo que se visibiliza son fuerzas emergentes y multiformes, hijas de las reformas neoliberales ya maduras; lo mismo en las luchas de algunos segmentos del trabajo precarizado y fragmentado y en las explosiones comunales. Desde un punto de vista estructural, de la “fase”, más que una situación de crisis lo que advertimos es un proceso de maduración de un modelo al que le cuesta cada vez más sostener y reproducir las formas de producción, de funcionamiento del mercado del trabajo, de la subjetividad, etc., y que por ello, deja entrever sus contradicciones intrínsecas, es decir, tal y como emanan de sí mismo. Parafraseando al profesor Caputo, al neoliberalismo no lo criticamos porque no funciona sino precisamente porque funciona, y porque en este momento, al hacerlo, despliega toda su esencia: la desigualdad y la opresión encubiertas bajo la forma de “libertad de elegir”.

Por otra parte, a nivel de lo político, del “período político”, enfrentamos claramente un cambio iniciado en el gobierno de Bachelet y que se acelera a partir del de Piñera. Normalmente esta idea de período se refiere a la composición del bloque en el poder y la modalidad en que se expresa la correlación de fuerzas, y creo que en este instante, el cambio de período devela a este último respecto, una tendencia bastante nueva: la entrada en escena de una suerte de “poder dual burgués”. Esto es difícil de captar si no tenemos los lentes adecuados. La izquierda del siglo XX ha concebido la política como un campo de acción fundamentalmente restringido al Estado o definido por este. No hay política fuera del Estado o sin referencia a este por cuanto la política sólo se realiza en términos de las instituciones del Estado que definen el espacio de lo político. La izquierda tradicional -y hasta cierto punto también la izquierda revolucionaria- quedó atrapada por una concepción liberal burguesa y republicana de la política, una concepción que se aviene bien con una visión canónica del Estado definido como una estructura jurídico-política desde la cual se ejerce el dominio de clase. Todos aprendimos que la infraestructura daba origen a una superestructura -las relaciones jurídicas y políticas existentes- y que la expresión de esa amalgama de relaciones de propiedad era por antonomasia el Estado. Pero ¿qué pasa si lo jurídico se escinde de lo político y el poder político real se desplaza más allá del Estado? Así como en el campo de las relaciones capital-trabajo, las prácticas de subcontratación han separado las relaciones económicas de explotación de las relaciones jurídico-laborales, por cuanto quién explota no es quién contrata y quién contrata no es quién explota, del mismo modo el Estado cada vez más parece un cascarón jurídico que, si bien mantiene la potestad de la ley, se muestra estéril respecto de la disposición real de los recursos institucionales y materiales vitales para el destino del país. En efecto, la posesión, el dominio pleno – y no la propiedad jurídica formal- sobre los recursos naturales, sobre la fuerza de trabajo, sobre el contenido de la política económica, de las inversiones, el crédito, los precios fundamentales, etc., cada vez le es más ajena al Estado y se traslada a la esfera privada o pública no estatal bajo control del capital. El poder efectivo reside cada vez menos en el parlamento o el ejecutivo que en los edificios corporativos de los grupos económicos y sus think tanks. Para usar una figura propuesta por Allamand, se trata de poderes fácticos, no “formalmente” políticos, pero que por efecto de una fuerte centralización de capital facilitado por un ciclo largo de acumulación, no pueden sino expresarse como poder político. Unas cuantas familias y corporaciones han cruzado el umbral crítico de acumulación y controlan masas gigantescas de recursos que las colocan en una condición inédita como poder previo, ex ante, a las decisiones formalizadas en el parlamento y el gobierno; un poder real, determinante, que se ubica y opera por fuera del Estado. ¿Y qué es eso sino poder económico que se expresa directamente como poder político, sin mediaciones jurídico-institucionales de ningún tipo? Si, las instituciones de la República funcionan, pero dada la escala de la acumulación, se han vuelto pigmeas y funcionan como simples protocolizadoras de las decisiones del capital. Este es el síntoma más claro de la existencia del “poder dual burgués”.

En mi opinión esta tendencia es una manifestación de las contradicciones propias de la maduración de contrarrevolución neoliberal chilena y resulta crucial tenerla en cuenta para el decurso del nuevo periodo. Sabemos que todo poder dual es inestable y no puede sostenerse indefinidamente; los sectores dominantes más inteligentes están conscientes de ello y debaten como resolver con prontitud este problema.

¿Qué salidas posible se avizoran desde el punto de vista de la burguesía ante esta encrucijada en que ven un estado con un menor poder, más que nada transformado en un cascarón como se ha señalado? ¿Qué alternativas posibles se avizoran?

Si consideramos que este singular “poder dual burgués” es dual respecto del Estado, entonces es necesario interrogarse por el carácter de este Estado y dar paso a preguntas más específicas que afinen el análisis. Por ejemplo: ¿Cuál es el rol que el capital asigna y asignará al Estado y al sistema político en condiciones de una contrarrevolución madura? ¿Seguirán las clases dominantes apostando a la privatización de la vida social o intentarán una nueva alianza para reponer el sistema político y el Estado como lugar de resolución de las contradicciones inter burguesas (parlamento clásico) y de procesamiento y negociación de las demandas de las fuerzas que reclaman el viejo “estado protector”? Naturalmente el Estado podría seguir funcionando como simple cascarón jurídico, convirtiendo en ley y política gubernamental decisiones convenientes al capital tomadas desde fuera del sistema político, y lo puede hacer porque aún mantiene el monopolio de la fuerza legítima. Pero ello implica exacerbar su carácter coercitivo y represor, y con mayor razón si el malestar social se masifica y manifiesta por fuera del sistema político. ¿Qué duda cabe que esto ocurre desde hace un tiempo? Paulman con su torre y estacionamientos, Matte con Hidroaysén, etc., y en contraportada, la militarización de las zonas mapuche y los procedimientos cada vez más violentos contra las organizaciones sociales y los actos públicos, lo confirman a cada rato. En un caso, el poder económico manifestado sin intermediación como poder político instruyendo al poder estatal administrativo, y en otro, el carácter cada vez más policial que asume un Estado recargado de acciones y recursos coercitivos.

Esta tendencia está correlacionada con la falta de sintonía entre la “derecha económica” y la “derecha política”. Para la primera, la mejor opción para la administración del modelo fue la Concertación, tanto porque ésta conjuró el impulso rupturista aún presente en el movimiento anti dictatorial a fines de los años ochenta, como porque, siendo co-autora de la transición pactada, otorgó la legitimidad necesaria al régimen político y al modelo económico-social de la Dictadura. La derecha política, en cambio, enredada en qué hacer con la herencia política pinochetista, tempranamente se trenzó en luchas intestinas cuyo resultado fue la ruptura entre el gremialismo y la derecha tradicional hasta su separación en dos partidos: RN y la UDI. Esta derecha política no logró nunca, incluso hoy con el gobierno de Piñera, una estatura política que le permitiera presentarse como “intelectual orgánico estadista” y proyectar así el modelo neoliberal más allá de la transición; en tiempos de la Concertación actuó como gendarme y hoy resiste, a la defensiva, sin iniciativa, sin saber que hacer frente a las arrugas de un modelo maduro. Y esto justo cuando aparece el malestar social “desde abajo” y parece llegar otra vez la “hora de la política”. En el nuevo período, la derecha económica, que gobierna desde fuera y directamente, circunstancialmente carece de los medios y de una institucionalidad, salvo el mercado, que le permita conectarse a esos malestares, anticiparlos, procesarlos y disiparlos. La propia sorpresa empresarial respecto del ciclo de movilizaciones sociales desatado el 2010,  refleja muy bien la esterilidad del Estado y del sistema político, incluyendo los partidos de derecha y de la Concertación, para administrar conflictos. No es extraño entonces se apele con más frecuencia e intensidad a las funciones policiacas del Estado.

La emergencia de la “cuestión social” cambió el panorama y mostró la incompletitud de la utopía neoliberal del “orden de mercado”. La institución mercado se revela insuficiente para procesar todos los conflictos y transformarlos en meras contiendas entre partes privadas; el dispositivo de regateo entre privados (mercado), incluyendo el dispositivo judicial para resolver en los tribunales las contiendas relativas a obligaciones consignadas en los contratos, no alcanza tampoco para contener y mantener los conflictos en la esfera civil, sobre todo cuando una de las contrapartes salta de lo individual a lo colectivo. La primera clarinada de la hora de la política fue la irrupción de “los de abajo” y “los del medio” frente a la repetida prepotencia y a las sucesivas estafas de “los de arriba”; y en este instante, cuando el “orden de mercado” se desborda, los dispositivos alternativos de gestión de conflictos parecen desacreditados o no bien aceitados, salvo la violencia del Estado. Esta “anomalía”, la emergencia de la cuestión social, que triza la utopía neoliberal, ya se manifestaba en el último gobierno de la Concertación pero se exacerbó en el de Piñera y seguirá exacerbándose. Por ello, para el capital y los sectores más talentosos de la derecha política, el problema real y sus salidas son más complejos que una mera recomposición de la unidad de la Alianza (Renovación Nacional y la UDI) o de la propia Concertación. Más bien los esfuerzos parecen orientarse a constituir una fuerza política transversal, capaz de sostener los consensos básicos respecto de los fundamentos del modelo en circunstancias en que el dispositivo de mercado es insuficiente y el Estado y el sistema político se vuelven deficitarios como articuladores del orden. Les urge definir un nuevo horizonte para el modelo económico-social, y a partir de este, un horizonte para el régimen político. Esta es la tarea de fondo para las clases dominantes y hay que estar atentos a la táctica que adopten para enfrentarla.

Dentro de algunos sectores de la izquierda, o inclusive de la concertación, se ha planteado como una salida a este momento la convocatoria a una asamblea constituyente, ¿Qué opinión le merece a usted esta alternativa?

Una asamblea constituyente supone poder constituyente, sujetos constituyentes, fuerzas constituyentes. Y sabemos que si hoy o en el futuro inmediato se abriera la posibilidad de una asamblea, lo cual me parece ya improbable, el estado de debilidad del movimiento trabajadores y popular sería el marco propicio para legitimar un ordenamiento cuyas bases políticas, siendo optimistas, a lo más abrirían la puerta a un modelo cercano al que proclama el neo-estructuralismo de CEPAL: un capitalismo “mas inclusivo”, que promete reducir las brechas de desigualdad con políticas redistributivas y una intervención estatal moderada pero que mantiene las reglas fundamentales del mercado y del capital. Dificulto que en las condiciones actuales una asamblea constituyente, más allá de las encendidas y épicas alocuciones a los “ciudadanos” constituyentes, permita avanzar en reformas que trasladen siquiera en parte la soberanía a los productores y sectores populares. Pero aún así, si se definiera para el período este objetivo, una mínima seriedad política implicaría plantearse la tarea de construir una correlación de fuerzas adecuada para impulsar los objetivos más permanentes y emancipatorios. Desde ese punto de vista nuestra urgencia no es la asamblea constituyente sino construir una fuerza constituyente, de trabajadores y popular, capaz de unificar organizativa y programáticamente las voluntades en torno a un proyecto con horizonte emancipador. Y esto plantea inmediatamente la necesidad de impulsar un proceso de convergencia y el diseño de una táctica para el período cuyo centro sea la construcción de fuerza social y programática en esa perspectiva que, como lo he sugerido en otras ocasiones, contrasta con la idea de construirla en función de “incluirse” en la institucionalidad estatal, por ejemplo, como fuerza electoral. En particular la pretensión de ocupar espacios estatales en razón de que el Estado es un espacio en disputa, parecería razonable solo si el poder político residiera en el estado como lo declara el derecho constitucional burgués o como ocurrió en los períodos de estabilidad durante el siglo pasado. Pero si hoy, como afirma Mészáros, la verdadera y principal fuerza extra parlamentaria es la propia burguesía en virtud de que requiere cada vez menos de la intermediación parlamentaria para gobernar, entonces una táctica de “inclusión” en el Estado, en particular del parlamento y el gobierno, choca contra su nuevo carácter y promete más costos que beneficios. La escisión entre lo político y lo jurídico tiende a transformar al Estado en un cascarón jurídico, amén de todas las demás restricciones que éste impone a las fuerzas incluidas bajo clausulas de subordinación.

La fuerza constituyente tiene que disputar el poder político y no un lugar administrativo. Si el poder real se ejerce desde el seno de propia sociedad civil-empresarial y no desde las instituciones administrativo-estatales, la fuerza constituyente inevitablemente deberá enfrentarse a la patronal directamente en su propio terreno civil no estatal que, por lo demás, el mismo capital ha politizado. En muchos momentos a través de la historia el movimiento de trabajadores y popular, cuando ha enarbolado plataformas de lucha por los derechos generales superando la demanda salarial parcial o cuando ha asumido la lucha por modelos desarrollo ajustados a las necesidades populares, ha logrado desplazar la política de lo estatal-institucional a la esfera social, politizándola desde el campo popular. Por decirlo de algún modo, son momentos en que se enfrentan la sociedad civil-empresarial con la sociedad civil-trabajadora y popular. Por cierto esto no significa subestimar al Estado, sobre todo por cuanto éste retiene el monopolio de la fuerza legítima, pero en las condiciones del capitalismo actual la lucha no se concretará a través del Estado o desde el Estado. No; el Estado aparecerá como actor durante el proceso como aparato represivo, y después, cuando resuelto el conflicto aunque sea transitoriamente, como simple “escriba” de lo que el capital ha debido conceder o logrado imponer. ¿Qué mejor ejemplo la reciente lucha de los portuarios cuyo verdadero triunfo, como lo han intuido sus dirigentes más talentosos, fue obligar al conjunto del capital – no solo a las empresas de estiba- a negociar por fuera de la institucionalidad estatal, recolocando a esta última como mera instancia que, representada por Matthei y Chadwick, protocolizó lo que el capital fue obligado a ceder? No tenía sentido presionar al Estado para desde allí presionar al capital simplemente porque el Estado no era el empleador. Pero el enfrentamiento directo con el capital, en la medida en que se masificó y permitió constituir una fuerza crítica, politizo lo social y obligó al gobierno a concurrir a ese espacio y con ello sancionar con su presencia el carácter político que asumió en ese momento la “sociedad civil”. Ya los estudiantes en el 2010 habían mostrado el camino y unos años antes los mismos portuarios de la VIII región. El Estado, cuando las fuerzas sociales emergen como sujetos políticos y sobre todo cuando logran constituirse en fuerzas políticas críticas, es obligado a aparecer no sólo como represor sino también como actor de facto del desplazamiento de lo político a lo social.

En este mismo punto, sectores representativos de la izquierda también han planteado como propuestas para paliar un poco la desigualdad social y la desigualdad económica, la estatización de determinados sectores productivos, recursos naturales, pensiones, salud. ¿Qué opina de esto? ¿Sería conveniente, considerando el actual estado de las cosas, plantear este tipo de medidas?

Más allá de lo inmediato, en el plano de un proyecto emancipador, vale la pena tener en cuenta que no estamos construyendo una alternativa en los años ochenta del siglo pasado sino ahora, casi un cuarto de siglo después de la caída del muro y el socialismo. Debemos hacernos cargo en nuestras definiciones políticas de la evolución y el rumbo que tomaron los proyectos revolucionarios edificados en nombre del socialismo. No es posible seguir afirmando que la solución a los vicios del mercado es el Estado; eso lo sabemos porque los socialismos reales fueron sociedades estatalistas: “socializaron” los medios de producción traspasándolos al Estado pero terminaron construyendo un poder estatal que sustituyó al poder popular y una tecno-burocracia que negó a los productores; ni que decir de la extinción del Estado y de las clases como preveía el programa socialista. No por qué el neoliberalismo inclinó la balanza al mercado debemos hacer nuestra la encrucijada “Mercado o Estado” que declama el discurso tradicional; es la izquierda reformista la que por su concepción liberal de la política está entrapada en la dicotomía mercado-estado. Demandar o argumentar que el estado debe hacerse cargo de la educación, del transporte, de la gestión de la producción o del orden interior, en nuestro caso, es no dar cuenta de la historia de construcción socialista. Nuestra elección no es entre mercado o estado; sino por el poder popular como históricamente lo han proclamado las corrientes libertarias, socialistas, comunitaristas y marxistas. Desde este punto de vista, es muy esclarecedora la política la ACES que demanda educación gratuita, de calidad y pública pero que a la vez exige “control comunitario”. Como es obvio, alguna entidad tiene que asumir la titularidad de la propiedad de la infraestructura educativa, en este caso, el Estado, pero el control comunitario da paso a instancias organizativas en que profesores y trabajadores no docentes, padres y apoderados, estudiantes y la comunidad local, puedan ejercer y controlar la gestión y definir los contenidos educativos locales en coherencia con los intereses más generales del país. El Estado podrá tener el título jurídico de propiedad, pero la gestión y el derecho de uso - la posesión- residirá y deberá ser ejercida por órganos populares directos e indirectos de poder.

Es crucial entender que la propiedad estatal por sí misma no garantiza la participación ni socializa el poder; y puede operar, tal y como ha ocurrido usualmente, como simple dispositivo monopólico bajo control de los sectores dominantes. Por decir algo, el cobre podrá ser del Estado y sin embargo eso no significa un reparto equitativo de sus frutos ni menos que las alternativas de su uso y el destino de los ingresos –tratándose de un recurso tan central para el país- sean objeto de debate público. Lo mismo con el resto de los recursos de propiedad estatal, con las políticas económicas, con las instituciones gubernamentales, etc., que trazan la ruta de la economía y la vida nacional pero que a los trabajadores y sectores populares le resultan totalmente ajenas. No olvidemos que en el anterior modelo desarrollista el mismo cobre, el transporte, los puertos, gran parte de la educación y la salud, etc., pertenecían “a todos los chilenos” o eran controlados por el estado, pero de igual modo la acumulación se fundaba en la explotación, se generaba desigualdad, pobreza, subdesarrollo, dependencia y represión. No en vano el movimiento obrero y popular luchó por superarlo. El capitalismo puede operar bajo diferentes patrones de acumulación: unas veces con mas estado otras con mas mercado. El carácter e intensidad de la lucha entre las clases dominantes y los trabajadores y sectores populares, determina significativamente la modalidad que asuma la acumulación capitalista. Nosotros apuntamos a la emancipación y ello significa controlar nuestras vidas y necesidades. El estado podrá representarnos “a todos” pero si no tenemos el control del Estado, aún en el supuesto caso que derrotáramos a la patronal, la burocracia y los expertos constituidos como clase se harán cargo. Por cierto estamos lejos de esa posibilidad pero si se construye y educa desde ya al movimiento de trabajadores y popular con la idea que necesitamos una suerte de neo estatalismo y no una construcción de fuerza y poder propios, de seguro allanaremos el camino para que tales expertos y burócratas, en nombre del pueblo pero pagados por el capital, administren el poder y la vida colectivas. No podemos, como el sindicalismo clásico, reducir las luchas sociales a una demanda estrictamente redistributiva y solo por más salarios, puesto que si logramos ganar esas demandas, el capital nos seguirá vendiendo más alimentación basura, más educación basura, más salud basura, más entretención basura, etc., minando las bases ambientales y sociales de la vida colectiva. No tiene sentido salarios más altos para seguir comprando basura y horadando la sustentabilidad social y natural; lo que se requiere es poder para decidir colectivamente qué se produce, para quién se produce y cómo se produce. Contra el estatalismo, poder popular; contra el mercado y sus instituciones, formas de organización locales, sectoriales, mixtas y participativas para definir el modo de vida.

Para finalizar la entrevista, hemos estado hablando de la construcción de un sujeto, de la construcción de una fuerza popular, obrera, social importante. Dentro de ese punto usted mencionó que era importante la generación de un programa político ¿qué puntos o qué temas debería abordar un programa de esta fuerza política o fuerzas sociales o de trabajadores?

No podría responder en detalle; tal vez un listado de medidas… pero me parece que ello nos desvía de los temas que he tratando de precisar aquí: las orientaciones de las demandas más que las demandas mismas que, por lo demás, ya las propias organizaciones sociales las han ido definiendo y enunciando en sus plataformas sectoriales….

A lo mejor, podríamos ir a algo más genérico: ¿Qué es necesario para diseñar ese programa o qué preguntas deben plantearse, qué desafíos, qué asunto es fundamental para que esa fuerza tenga la capacidad para oponerse al capital?

Partamos diciendo que la izquierda estaba acostumbrada a definir el carácter de los movimientos y sus luchas en función del contenido de su programa y/o de su composición de clases. Si el programa contemplaba cambios como una reforma agraria, nacionalización de recursos naturales, propiedad estatal de los medios de producción, etc., era un programa socialista. Si no consideraba tales medidas o parte de ellas, entonces era un programa burgués, nacional-populista o solo antiimperialista. De igual forma, la composición de clase del movimiento - campesinos, obreros industriales, mineros, sectores medios o pequeña burguesía propietaria, etc.- definía su carácter. No obstante, en las circunstancias actúales, pasada ya mucha agua bajo el puente, ni lo programático ni la composición de clase son suficientes para caracterizar el movimiento, pues la forma en que las fuerzas deciden los contenidos programáticos y ejercen el poder, son elementos críticos. Como ya he apuntado en otra parte, entre dos fuerzas de igual composición y programa, desde el punto de vista de un proyecto emancipador, lo que permite discriminar entre ambas es si sus formas organizativas y sus prácticas realizan y potencian las capacidades y el poder populares. No cualquier tipo de organización y de prácticas son coherentes con un proyecto emancipador por más proletaria que sea la composición de la fuerza que lo levanta o por más revolucionario que rime el discurso que lo argumenta. Cuando afirmamos que las luchas y las demandas deben orientarse hacia el núcleo de decisiones sobre qué se produce, para quién se produce y cómo se produce, estamos diciendo que queremos soberanía para definir modos de coordinación que permitan decidir el tipo de objetos materiales e inmateriales a producir (“qué”); modos de distribución y reparto (“para quién”) sobre la base de criterios de equidad y modos de trabajo y producción (“cómo”) sustentables ecológica y socialmente. Todo lo anterior supone un entramado de relaciones de convivencia que permita deliberar, consensuar y unificar voluntades para asumir el control de la vida social a partir de la decisión sobre las necesidades colectivas, superando así la imposición de necesidades sea por el mercado o por el plan. Ya decíamos que el “socialismo histórico“ buscó resolver el problema burocráticamente en que jefes y expertos definían las necesidades y los tipos y cantidades de bienes y servicios a producir, los que luego, sobre la base de ciertos criterios técnicos y de reparto, definían hacia abajo la asignación de los recursos materiales, el trabajo y la producción. El capitalismo, por su parte, bajo la ideología de la “libertad de elegir”, encubre el hecho que las necesidades, la asignación de recursos, el trabajo y el reparto de la producción, se subordinan al imperativo del capital. Si el estatalismo condujo a una dictadura de las necesidades, también el capitalismo actual nos lleva al mismo punto: su pulsión por las ganancias lo impulsa a acrecentar y crear necesidades para mantenernos  en una situación de escasez permanente y así vendernos objetos materiales o inmateriales ad-hoc que se supone nos satisfacen. El capital produce lo que renta y lo que renta se nos muestra como "lo que necesitamos". Mientras subsista la creencia de que las necesidades genuinas son las del mundo actual, las impuestas por el capital, las luchas sociales seguirán limitadas a demandas por un mejor reparto y/o aumento de la cantidad de las mismas mercancías que ahora se producen, postergando con ello la verdadera emancipación y agudizándose la destrucción de las bases naturales de la propia existencia humana. Hay que recuperar la soberanía sobre las necesidades y ello implica imaginar formas organizativas que hagan posible tal ejercicio soberano. Esta es la primera y fundamental orientación programática.

Una segunda orientación, contracara de la anterior, es la recuperación del control sobre el uso del tiempo vital, es decir, sobre el uso del tiempo de vida para decidir cuánto tiempo de trabajo y cuánto tiempo de no trabajo. Y esto que puede parecer extraño en circunstancias que una demanda histórica del sindicalismo clásico ha sido el empleo, no tiene nada de esotérico y menos para la patronal. ¿Qué duda cabe que no lo es cuando la Asociación de AFP propone aumentar la edad de retiro para evitar la bancarrota del sistema privado de pensiones, o en la misma Europa extienden los años de trabajo como una de las tantas medidas para resolver la crisis? Este segundo punto, la soberanía sobre el tiempo de vida, sobre el tiempo de trabajo y de no trabajo, está directamente imbricado con la recuperación de la soberanía sobre las necesidades pues el trabajo y las capacidades colectivas, su uso y aprovechamiento, deberían decidirse social y democráticamente. Por algo somos los trabajadores los que producimos la riqueza y resulta irracional que nuestro tiempo de vida lo distribuya el capital de acuerdo a sus propias necesidades.

Y para terminar, creo que las potencialidades abiertas en esta fase de maduración del patrón de acumulación y en medio del nuevo período político, permiten avanzar en la construcción de nuevas fuerzas sociales y programáticas que se desmarquen de la visión estatalista de la izquierda tradicional y del sindicalismo clásico. La izquierda "tradicional reformista", controlada por una dirección obsecuente, ya siquiera se sonroja al aliarse con los sectores dominantes mientras la izquierda “tradicional-revolucionaria” sin comprender profundamente el capitalismo actual sigue rebotando desorientada. Y el sindicalismo gremialista y estatalista, por su parte, es y será superado con mayor frecuencia por segmentos emergentes de trabajadores auto representados que apelarán a fuerzas propias y luchas de facto por sobre la componenda, la burocracia y el legalismo. No afirmo que estemos asistiendo al entierro de las izquierdas tradicionales y del sindicalismo clásico, pero se ha abierto un campo de acumulación social y política antes copado por esas fuerzas y que hace décadas no veíamos; este campo puede ser un escenario favorable para la construcción de nuevos sujetos colectivos con decidido carácter rupturista. El problema del período actual es definir, inventando o memorando experiencias, instancias convocantes y formas organizativas que permitan mancomunar razones, voluntades y subjetividades de los aún delgados pero visibles segmentos de trabajadores, sectores populares y demás fuerzas sociales que aspiran cambiar el modo de vida actual. Para esto se requiere abrir espacios de organización genuinamente participativos que politicen lo social más que socializar lo político; hay que desplazar lo político desde las instituciones formales de dominación a los espacios vitales, no tiene sentido intentar “socializar” instituciones ya desprestigiadas hasta decir basta y que fueron concebidas y funcionan como mecanismos del poder de la patronal. Nuestro problema real y el que abre futuro, es el que plantea construir formas colectivas que asuman la política, ejerzan soberanía, expresen poder desde los espacios vitales y se vuelvan eficaces a nivel de la macro política. Que la auto representación y el ejercicio del control colectivo de las decisiones, muy propias de la micro política, sin perderse, maduren en una fuerza política tal que permita intervenir mancomunadamente en la macro política, es decir, enfrentar al poder dual burgués en su propio terreno y al propio estado para disputar los destinos posibles para el país y su gente.

La convergencia de fuerzas diversas bajo formas organizativas nuevas es el desafió principal del período y es en sí mismo un tema táctico y programático. Y permítame insistir en que hoy día las formas organizativas también son contenido y exigen una respuesta inteligente para aprovechar las posibilidades históricas y concitar la voluntad de las fuerzas emergentes.

Santiago, Mayo 10 de 2013.