jueves, 31 de enero de 2013

¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación, nuevas ideas para la lucha: Sembrando utopía


enero de 2013

Colectivo de autores (1)

Próximamente aparecerá el libro que lleva por título “¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación, nuevas ideas para la lucha. Sembrando utopía”. Se trata de un conjunto de 14 ensayos de 10 autores diversos, de distintos países (Cuba, Venezuela, Argentina, España, Costa Rica, México, Estados Unidos), los cuales tienen un hilo conductor: son preguntas sobre la situación actual del capitalismo (¿está en crisis, agoniza, o está más fuerte que nunca?) y reflexiones sobre las nuevas ideas que se plantean para la lucha revolucionaria, haciendo un análisis crítico de lo que ha sido el socialismo hasta la fecha.

A modo de adelanto, presentamos aquí su Introducción y sus Conclusiones.
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Introducción

Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes transformaciones.

Entre las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera, aparición y radicalización de propuestas revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumismo y antibélico, incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a la vista.

Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.

Hoy, tres o cuatro décadas después, el mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla.

Las represiones brutales que siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.

Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral.


“El amo tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados”, podría decirse con una frase de cuño hegeliano. Eso es cierto, al menos en términos teóricos: el sistema sabe que conlleva en sus entrañas el germen de su propia destrucción. La lucha de clases está ahí, y la posibilidad que las masas oprimidas alguna vez despierten, abran los ojos y revolucionen todo (¡como ya lo han hecho varias veces en la historia!), está presente día a día, minuto a minuto. Por eso y no por otra cosa los mecanismos de control del sistema están perpetuamente activados, mejorándose de continuo. Pero hay que reconocer que hoy, en este momento, este combate (combate que es sólo un momento de una larga guerra) no lo viene ganando el campo popular. Hoy, caído el muro de Berlín y tras él el sueño de un mundo más justo, el gran capital sale fortalecido. El capitalismo como sistema, aunque le tenga terror a la posibilidad de estas “explosiones” de los desposeídos, sabe cada vez más cómo controlar. ¡Y sin lugar a dudas, controla muy bien! La esencia misma del capitalismo actual (al menos el por así decir “tradicional”: el estadounidense, el europeo, el japonés, el capitalismo pobre del Tercer Mundo; algo distinto quizá es el caso chino) se inclina cada vez más a controlar lo logrado, a prever y evitar posibles desestabilizaciones. En otros términos: es cada vez más sumamente conservador. De ahí que buena parte de su energía la dedica al mantenimiento del orden establecido, al control social. El neoliberalismo, que es una estrategia económica sin dudas, puede entenderse en ese sentido como una gran jugada política, que retrotrae las cosas a décadas atrás y sienta bases para varias generaciones: hoy día aterroriza tanto la posibilidad de ser desaparecido y torturado como la de perder el trabajo. La cultura light dominante es la expresión de esa re-ideologización: “no piense y sea feliz”.

No otra cosa que control social es todo el inmenso aparataje superestructural que cada vez más viene perfilándose en el sistema: un sistema-mundo basado en forma creciente en la industria militar, en las tecnologías de avanzada ligadas a las comunicaciones -sutil forma de control; de hecho hoy día transitamos lo que los estrategas de la primera potencia mundial llaman “guerra de cuarta generación” (Lind, 1989)-; control basado en el manejo planetario de las masas, en las industrias de la muerte (los principales rubros del quehacer humano actual están ligados a las mafias del ámbito financiero-especulativo (¿por qué no llamarlo usura?), a la producción y venta de armas así como de los narcóticos, al control social en su más amplio sentido.

El capitalismo actual, si bien en su raíz continúa siendo el mismo que estudiaron los clásicos de la economía política en la Inglaterra del siglo XVIII o XIX (Adam Smith, David Ricardo, Thomas Maltus, John Stuart Mill), así como también Marx, es decir: un sistema basado exclusivamente en la obtención de lucro, ha ido sufriendo importantes mutaciones en su dinámica. El actual modelo tampoco es el que pudo estudiar Lenin a principios del siglo XX, cuando ya se perfilaba la importancia creciente del capital financiero, pero aún con potencias imperiales enfrentadas mortalmente entre sí. El capitalismo actual se basa crecientemente en la especulación (mundo de las finanzas como nunca antes en la historia), en el primado absoluto de capitales de orden global que ya han dejado atrás el Estado-nación moderno, en la destrucción como negocio (industria de la guerra, consumismo voraz que lleva a la incontenible catástrofe medioambiental, sistema que excluye cada vez más población en vez de integrarla), en la concentración de riquezas en forma inversamente proporcional al volumen de lo producido y del crecimiento poblacional. Si hoy alguien dijera que los grandes capitales pueden tener hipótesis de mediano plazo en donde se elimina buena parte de las grandes masas planetarias, donde el trabajo va siendo casi totalmente automatizado, y donde el planeta Tierra puede comenzar a ser prescindible (con vida en islas interplanetarias para grupos “escogidos”), ello no parecería de vuelo especulativo, pura ciencia-ficción. Por el contrario, los escenarios que se van dibujando en el sistema-mundo, más que pensar en un acercamiento de los beneficios del desarrollo científico-técnico para el grueso de la población mundial dejan ver un retroceso ético fenomenal: vale más la propiedad privada que la vida humana, vale más el lucro que cualquier valor “espiritual”. ¿Cómo, si no, entre los negocios más dinámicos de la actualidad podrían encontrarse las guerras y las drogas ilegales?

El capitalismo chino, segunda economía a escala planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los grandes centros capitalistas históricos, de momento no muestra abiertamente estas características mafiosas. No abiertamente, valga aclarar, pero sí las tiene también. Hay diversos grupos mafiosos que desde las reformas de Deng Xiaoping, con el oxígeno capitalista gozan de buena salud, como: las triadas chinas (de gran importancia en los talleres de textil de las Zonas Económicas Especiales, donde hacen tratos con los capitalistas no chinos y tienden a meter su negocio mediante ellos en Europa, por ejemplo). Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial inglesa de los siglos XVIII y XIX, China recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia ante todo). Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada vez más como un capo mafioso, como un “viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Las guerras y las drogas ilegales son hoy una savia vital, y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual y no hay diferencias con el de siempre.

Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper-desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una cuenta de banco sin correspondencia con una producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los mismos criterios y tecnologías con que se ofrece cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida.


Pero el capitalismo no está en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas; así surgió el keynesianismo (hoy, quizá, con un keynesianismo latinoamericano, como los diversos proyectos de “capitalismo con rostro humano” de la región); o incluso ahí están las guerras como válvulas de escape, siempre listas para servir a la estabilidad del sistema. Estos nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo terriblemente patético es que el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana VIH -tal como se ha denunciado insistentemente- como un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes (minerales estratégicos, petróleo, biodiversidad, agua dulce), si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema mismo, por injusto, por atroz y sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica.

Quizá podría pensarse que el sistema actual se volvió “loco”…, pero es ése el sistema con el que tenemos que vérnosla. Y en realidad, sopesadamente vistas las cosas, no hay ninguna “locura” en juego. Hay, eso sí, límites infranqueables. El sistema se retroalimenta a sí mismo de su mismo combustible: lo que lo pone en marcha y alienta es el afán de lucro, y eso puede terminar siendo su tumba; pero no puede cambiar. Si se modifica, deja de ser capitalista. Un capitalismo de rostro humano, atemperado en su voracidad y en su frenética busca de ganancia a toda costa, es posible limitadamente, sólo en algunas islas perdidas, suponiendo siempre la explotación inmisericorde de los más. El sistema, en tanto sistema-mundo de alcance planetario y absolutamente interconectado, no admite cambios reales sino sólo parches cosméticos (la socialdemocracia, por ejemplo). Por eso, en tanto sistema -estando más allá de voluntades subjetivas- no puede detenerse, y como máquina desbocada sigue tragando seres humanos y destrozando la naturaleza para optimizar su tasa de ganancia, aunque eso elimine en forma creciente seres humanos y se enfrente en forma autodestructiva a la casa común de todos, el mismo planeta.

Por eso mismo, también, se hace imprescindible conocerlo en su más mínimo detalle, analizarlo, desmenuzarlo. Eso es lo que pretenden los materiales que conforman el presente texto: un análisis profundo de las actuales características del sistema como un todo.

Los textos aquí presentados no son -ni lo pretenden, en modo alguno- análisis económicos en sentido estricto; por supuesto, presuponen una lectura del fenómeno económico como trasfondo (léase: lucha de clases como motor de la historia, ley del valor, plusvalía), pero pretenden ser, ante todo, análisis políticos. En otros términos: ¿cómo se mueve el sistema capitalista actual? ¿Cuáles son sus notas distintivas? ¿Se alteró algo de lo denunciado en El Capital decimonónico? ¿Cómo y en qué sentido cambió? ¿Por qué el actual capitalismo se apoya en el parasitismo de los monumentales capitales financieros globales que se desplazan por toda la faz de la Tierra con velocidad vertiginosa? ¿Por qué la producción y tráfico de drogas ilegales, por ejemplo, ocupa un lugar de tanta preeminencia actualmente? El “imperio”, como categoría aislada (Hardt, Negri, 2001), no termina de explicar, y mucho menos de otorgar herramientas válidas, para plantear vías reales de acción en pos de la transformación. ¿Hay imperios o hay capitales globales? ¿Es posible hoy una nueva guerra de proporciones mundiales, quizá con armamento nuclear? ¿Está el mundo globalizado por los capitales supranacionales, o sigue habiendo rivalidades inter-imperialistas? ¿Cómo pararse ante los escenarios de nuevas guerras planetarias desde el campo popular?

Todo esto, retomando las primeras experiencias socialistas del siglo XX, e incluso el llamado “socialismo del Siglo XXI” -concepto muy discutible, por cierto- nos debe llevar a plantear críticamente la posibilidad (o imposibilidad) de socialismo en un solo país.

En definitiva, preguntas todas que nos apuntan a la cuestión de fondo: ante estas nuevas caras de la explotación, ¿cómo proponer alternativas? Ante el dominio fenomenal de los capitales globales, las bombas inteligentes, los mecanismos de detección satelital y las neurociencias al servicio de los poderes, ¿cómo es posible seguir pensando en la utopía de un mundo de mayor justicia? En ese caso, entonces: -pregunta fundamental de lo que pretende ser nuestro aporte- ¿qué hacer?

Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; de esa manera, parafraseando el título de la novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110 años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? Es decir: qué hacer para cambiar el actual estado de cosas.

Si vemos el mundo desde el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos desde el otro lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética. Un mundo en el que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como una de sus principales causas de muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la fabricación y venta de armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa de ese 20% de la humanidad que mencionábamos come más carne roja al año que un habitante de los países del Sur. Mundo en el que es más importante seguir acumulando ese fetiche llamado dinero, aunque el planeta se torne inhabitable por la contaminación ambiental que esa misma acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser cambiado, transformado, porque así, no va más.

Entonces, una vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados del siglo XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron como resultado, ya en el siglo XX, algunas interesantes experiencias socialistas. Si las miramos históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos. No podemos decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo que la historia del socialismo quedó sepultada, más allá del aire triunfalista con que la derecha actual, post Guerra Fría, presenta las cosas. Quizá habría que considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez, en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó que… aún era muy prematuro para opinar. Fuera de la posible humorada, que seguramente sólo un chino con 5.000 años de historia a sus espaldas puede hacer, hay ahí una verdad incontrastable: los procesos sociales van lento, exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del presente pasaron varias, muchas centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación de no tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las primeras experiencias socialistas -la rusa, la china, la cubana- son apenas pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un siglo de la Revolución Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia continúa aún.

El mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas: caída la experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china con su tránsito al capitalismo (o “socialismo de mercado” al menos), los referentes para una transformación de las sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos armados que levantaban banderas de lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se han amansado, y la participación en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”: de Marx (el fundador del socialismo científico) pasamos a Marc’s (métodos alternativos de resolución de conflictos).

La idea de transformación radical, de revolución político-social, no pareciera estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no mejoran para las grandes mayorías. Aunque cada vez hay más ingenios tecnológicos pululando por el mundo que supuestamente deberían hacer la vida más agradable, las relaciones sociales se tornan más dificultosas, más agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer cuando terminó la Guerra Fría -quizá una esperanza ingenua-, siguen siendo el pan nuestro de cada día desde la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de disminuir, crece.

Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín, símbolo de una caída mucho más grande, y el retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas históricas, desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa, condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy poderoso, dispone de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se revierten tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del pensamiento labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento revolucionario, hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son, pero la ideología dominante así lo presenta.

Hoy, producto de ese sofisticado trabajo superestructural del sistema, es más fácil movilizar a grandes masas por un telepredicador o por un partido de fútbol que por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un elementos que el sistema tiene para mantener el statu quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas, movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente es un período de búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por hoy no se ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad del sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta está atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta social. Lo que no se percibe es la posibilidad real de un colapso del capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El proletariado industrial urbano, que se creyó el germen transformador por excelencia -de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica de mediados del siglo XIX- hoy está en retirada. Los nuevos sujetos contestatarios -movimientos sociales varios, campesinos, luchas étnicas, reivindicaciones puntuales por aquí y por allá- no terminan de hacer mella en el sistema. Y las guerrillas de corte socialista parecen destinadas hoy a ser piezas de museo, salvo excepciones puntuales, como el movimiento naxalita en la India. ¿Quién levantaría la lucha armada en la actualidad como vía para el cambio social cuando la tendencia es buscar salidas negociadas y deponer las armas?


Sin embargo, en el medio de esa nebulosa siguen surgiendo protestas, voces críticas. Es decir: sigue habiendo esperanzas. La historia no ha terminado, definitivamente. Si eso quiso anunciar el grito victorioso apenas caído el muro de Berlín con aquellas famosas frases pomposas de “fin de la historia” y “fin de las ideologías”, el estado actual del mundo nos recuerda que no es así. Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse este sistema y pueda surgir algo alternativo, más justo, menos pernicioso para nuestra especie?

El solo hecho de seguir planteándonos todo esto muestra que la utopía no está muerta. Puede estar golpeada, maltrecha, aturdida. Pero no muerta. Los materiales que aquí ofrecemos intentan ser un llamado a mantener viva esa esperanza. Si “sembramos utopía”, tal como quisimos ponerle de sub-título al presente libro, es porque esperamos que la misma madure, florezca, fructifique y dé como resultado algo menos injusto que el actual sistema que, aunque quisiera -y por supuesto no quiere- no puede superar su asimetría estructural.

Es por eso que, aún pasando este mal momento, el socialismo sigue siendo una esperanza abierta. La utopía nos sigue esperando.
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A modo de conclusión

Dicho todo lo anterior (trece exposiciones con lujo de detalles) resultaría ocioso repetir que el sistema capitalista no ofrece solución a los grandes problemas históricos de la humanidad. Esto ya es más que sabido. La cuestión básica estriba en cómo nos planteamos su transformación.

Ya ha habido varios intentos para llevar adelante esa monumental empresa en el transcurso del siglo XX. No se puede decir que los mismos fracasaron estrepitosamente; no, de ningún modo. Con dificultades, con muchos más problemas de los que hubiera sido deseable, se consiguieron resultados encomiables. Si se miden con el rasero capitalista basado en la acumulación del fetiche mercancía y la teoría del valor, por supuesto que esas sociedades no se “desarrollaron”; pero está claro que los socialismos realmente existentes se encaminaron a otra cosa y no a repetir el modelo del capitalismo. Si de medirlas se trata, definitivamente hay que apelar a otras categorías. Lo que se buscó en esas experiencias tiene que ver básicamente con la dignificación del ser humano, con desarrollar sus potencialidades, con la promoción de valores más ricos que la acumulación de objetos apuntando, por el contrario, hacia la solidaridad, al espíritu colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la inventiva.

Quizá esas primeras experiencias, de las que sin dudas podemos y debemos formular una sana crítica constructiva, son un primer paso: con las dificultades del caso quedó demostrado que sí se puede ir más allá de una sociedad basada en la exclusiva búsqueda de lucro personal/empresarial. Los logros en ese sentido están a la vista: en esas sociedades, más allá de la artera publicidad capitalista, no se pasa hambre, la población se educa, no existe la violencia demencial de los modelos de libre mercado, existe una nueva idea de la dignidad. Si hoy muchas de esas experiencias se revirtieron o se pervirtieron, eso debe llamar a una serena reflexión sobre qué significa hacer una revolución. Pero no hay nada más demostrativo de los logros obtenidos como el hecho que, por inmensa mayoría, en los países donde existieron modelos socialistas, al día de hoy, con la llegada del capitalismo salvaje y luego de pasado el furor de la novedad de las “cuentas de colores” de los fascinantes shopping centers, las poblaciones añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en cualquier país capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad social es un lujo; el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad no tiene precio.

La titánica tarea de revolucionar el sistema conocido implica un cambio fenomenal: es la construcción de un parteaguas en la historia, es el inicio de una sociedad que, alcanzado un nivel de productividad mucho más alto que otros estados históricos de desarrollo anteriores, puede empezar a pensar realmente en el bien común, en el colectivo, en la especie humana como un todo. Eso es el socialismo. Obviamente, un proyecto fenomenal. Haciendo nuestras las palabras de Marx que poníamos en el epígrafe del libro: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.”

Establecer una nueva sociedad: ahí está la clave. No es reformar, maquillar, disimular algo viejo dando la sensación de un superficial cambio cosmético. Estamos hablando de una transformación profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo monumentalmente difícil. Es refundar la humanidad. Y eso, la experiencia lo mostró, no es algo que se logra por decreto, en poco tiempo, sólo con buena voluntad a partir de ideas renovadoras, con una vanguardia que intenta dinamizar un proceso y empuja. Cambiar el curso de la historia implica transformar de raíz el sujeto que somos. Para el caso: transformar a millones y millones de seres humanos. Eso no es imposible, pero sí sumamente complejo. Unas pocas generaciones, tal como efectivamente sucedió en esas primeras experiencias, sólo pueden servir para comenzar a dimensionar la magnitud de la empresa con la que nos enfrentamos. ¡Es un reto fenomenal!

Ahora bien: estas reflexiones nos llevan hacia consideraciones que van más allá de la intención original de esta obra; nos obligan a repensar el sentido último de lo que significa la revolución socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras revoluciones socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias décadas, cayeron, o se revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces tomarse en serio lo de transformar la historia, crear un “hombre nuevo”, dejar atrás la prehistoria apegada a las luchas en torno a la propiedad privada? Reflexiones, por cierto, que son imprescindibles para acometer la construcción del cambio en ciernes. La idea de base es que sí es posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La pasión que nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine.

Pero lo que pretendemos con esta colección de ensayos que aquí presentamos no apunta a reflexionar sobre esto precisamente: busca, en todo caso, plantear cómo está el capitalismo actual, y qué podemos hacer para lograr su transformación. Es decir: cómo colapsar el actual sistema, cómo impactar, cómo vencerle.

Dicho así, pareciera que aquí se dan recetas, guías de acción, un “manual” para hacer la revolución. ¡Ojalá se pudiera disponer de eso! Sin embargo, ello es absolutamente imposible; es más: está reñido con la ética socialista misma, con la idea de una verdadera transformación. Más allá de poder pensar dificultades comunes e intentar sacar conclusiones de los errores cometidos y de las luchas libradas, si algo define la experiencia humana es su complejidad, su alto grado de imprevisibilidad (pese a que exista una ciencia social -de derecha- que intenta anticiparse y controlarla), su dosis de irracionalidad incluso. Vista en sentido histórico, más allá de saber que las guerras son disputas a muerte por el poder: ¿es racional la guerra en términos de especie humana, o justamente atenta contra ella? Todos sabemos que fumar puede producir cáncer, pero seguimos fumando. ¿Cómo entender la racionalidad entonces? Se abre ahí una imperiosa necesidad de reformularnos cuestiones básicas, desde el materialismo histórico y desde las ciencias sociales que fueron apareciendo en el transcurso del siglo XX, luego que Marx formulara las líneas fundamentales de este andamiaje conceptual.

Por ejemplo, la cuestión del poder como eje que dinamiza buena parte de las relaciones interhumanas (las conocidas al menos, las que se basan y presuponen la propiedad privada), es un tema que desde la izquierda tradicionalmente no se ha considerado en toda su complejidad, lo cual no deja de ser una agenda pendiente de gran importancia. ¿Por qué vemos que se repiten muchas veces similares errores en la construcción de alternativas anticapitalistas? ¿Estamos en la izquierda inmunizados ante los juegos del poder, o ello debería replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué un camarada dirigente de ayer puede transformarse tan fácilmente en un magnate?

Así sea sólo un ejemplo este tema del poder -no pequeño, por cierto- son muchas las tareas de revisión crítica que nos esperan para potenciar las estrategias revolucionarias, hoy por hoy bastante alicaídas. Los materiales aquí ofrecidos no son “manuales”; son preguntas críticas. No más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos planteamos el tema del poder? ¿Qué hay de las actuales mezquindades y flaquezas que nos constituyen? (Dicho en otros términos: ¿por qué es posible revertir revoluciones socialistas victoriosas?) ¿Cómo se construye el “hombre nuevo” del socialismo? Sólo decir esto y ya vemos la necesidad de la autocrítica: ¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se nos filtra ahí un arrogante prejuicio machista? Dicho sea de paso: en el presente libro sólo varones publican; ¿arrogante prejuicio machista de quien seleccionó los textos? De eso se trata entonces: “no de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.” La autocrítica permanente debe ser una clave vital. Pero en lo humano no se puede establecer aquello de “borrón y cuenta nueva”: construimos el socialismo con la materia prima que somos. Ahí estriba una dificultad enorme, y por tanto, el reto es mayúsculo. De todos modos “dificultad”, nunca, en ningún momento histórico y en ninguna lengua significa “imposibilidad”.

Sin dudas es mucho más fácil preguntar críticamente y desarmar lo establecido que proponer cosas nuevas. Esa es una dialéctica humana: es más fácil destruir que construir. En ese sentido, resulta más simple constituirnos en críticos implacables del capitalismo (pues obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que proponerle alternativas válidas, posibles, efectivas, que realmente sirvan para edificar algo nuevo. Si fuera tan fácil aportar soluciones, el mundo sería distinto. Pero siendo auténticamente socráticos en nuestro proceder, podríamos decir que en el hecho de preguntar/criticar lo conocido anida ya el germen de la respuesta, o sea, la solución al problema planteado. Por tanto, vale (¡y mucho!) preguntarnos acerca de los límites del capitalismo, del actual y de sus raíces históricas, porque a partir de ese interrogante se podrán ir construyendo las respuestas, los caminos alternativos.

Está claro que el libro en su conjunto, que es eminentemente una colección de reflexiones políticas, es un ejercicio académico-intelectual y no una propuesta de acción concreta. En verdad, nunca pretendimos esto último; y por supuesto no creemos haber contribuido mucho en ese sentido. Pero sí podemos dejar algunas preguntas en el nivel de lo que los autores aquí reunidos pueden aportar: consideraciones críticas sobre aspectos teóricos que ojalá permitan iluminar un poco más la práctica concreta. Sin tenerle miedo a la teoría, podemos repetir con Einstein que “no hay nada más práctico que una buena teoría en el momento oportuno”.

¿Cómo hacer la revolución socialista entonces? La publicación, en todo caso, dice más lo que no se debe hacer que los pasos concretos a seguir. Quizá es poco, pero no deja de ser importante considerarlo: hablar de los límites y los errores nos da ya un primer marco. Presentémoslo en forma de preguntas:

¿Es posible construir el socialismo en un solo país hoy día? Quizá podría ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar al gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo grupo gobernante con un planteo de izquierda, pero eso no significa necesariamente una transformación en términos de relaciones de fuerza como clase de los trabajadores y oprimidos. Además, dado el grado de complejidad en el proceso de globalización y la interdependencia de todo el planeta, es imposible construir una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. En ese sentido los planteos revolucionarios deben apuntar a pensar en bloques, espacios regionales. La idea de Estado-nación entró en crisis y hay que revisarla críticamente desde las propuestas de izquierda. El ejemplo de los distintos socialismos que se intentaron construir en el transcurso del siglo XX, o el socialismo bolivariano actual, nos da alguna pista al respecto: se pueden comenzar procesos muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso; pero eso es un preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas nacionales. De momento nuestra unidad de acción son espacios nacionales, y ahí debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos.

¿Cómo dar luchas globales desde lo micro? No hay más alternativa que esa: las luchas son siempre en el espacio local, pequeño: en la comunidad, en el sindicato, en las reivindicaciones sectoriales. Pero toda lucha debe tener como perspectiva final un nivel más amplio, entendiendo que lo local es articula, en definitiva, con lo planetario. Hoy día hay que buscar sumar descontentos, acumular fuerzas de los numerosísimos golpeados/explotados/excluidos del sistema. Ese trabajo de hormiga de juntar descontentos se hace en el nivel micro; aprovechando la globalización que impera, el desafío es sumar esos descontentos puntuales y locales en esfuerzos globales, macros. El Foro Social Mundial fue (es) un intento en ese sentido. quizá no prosperó como herramienta real de lucha, pero a partir de ello hay que estudiar el fenómeno y ver cómo impulsar alternativas realmente viables que consideren el estado actual del mundo como aldea global.


¿Es necesaria una vanguardia? Viejo problema en la izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite “una” solución única. Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a dudas que el puro espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo caso, pura reacción visceral, más propia de los procesos colectivos de muchedumbres desarticuladas (pensemos en un linchamiento por ejemplo) que de acciones planificadas, con direccionalidad política, que buscan motorizar proyectos claros. Por supuesto que la reacción espontánea existe, y puede jugar un papel muy importante en la historia; pero la historia tiene líneas maestras que alguien traza, que no son casuales. Es más: hoy día existe toda una parafernalia de ciencias (¿éticamente las podremos seguir llamando así?) que tienen como objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y lograr que grandes masas de población actúen conforme a lo planificado. Por supuesto, están siempre al servicio de los poderes de turno. Desde la izquierda no planteamos “manejar” las masas, pero sí trazar líneas para que se den cambios en el sistema. Eso, en definitiva, es la política revolucionaria: tener proyectos a futuro en el que las grandes mayorías jueguen el papel protagónico para transformar el actual estado de explotación e injusticia. Dejando librado todo al puro voluntarismo, al espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es preciso tener claro un proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la vanguardia. Ahora bien: es difícil establecer quién juega ese papel. Los partidos de izquierda tradicionales con su estructura vertical, militar en algunos casos, son cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de su carisma, puede dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad que ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a las clases explotadas. En todo caso hay que pensar en vanguardias con dirección colegiada, siempre en diálogo permanente con las masas.

¿Quién es hoy el sujeto de la revolución? Las nuevas modalidades del capitalismo globalizado presentan nuevos paisajes sociales; el proletariado industrial urbano, considerado como el núcleo revolucionario por excelencia para la revolución socialista, está hoy diezmado. O vendido por sindicatos corruptos cooptados por la clase dominante, o desmovilizado por contrataciones laborales en absoluta precariedad que lo dejan en situación de indefensión, la clase obrera como tal ha retrocedido en su papel histórico, acorralándosela y anestesiándola (para eso, además, están las nuevas tecnologías de control: medios de comunicación masivos, nuevas religiones fundamentalistas, deporte profesional que inunda la vida cotidiana). Por supuesto sigue siendo la principal creadora de plusvalor a partir de su trabajo, pero hoy día la arquitectura del sistema, sin cambiar en su sustancia, ha tenido modificaciones importantes. Numéricamente, incluso, no está en crecimiento; la desocupación o subocupación -derivados naturales del capitalismo, más aún en esta fase de hiper robotización y automatización de los procesos productivos, de deslocalización y de primado del capital financiero-especulativo- han hecho del proletariado industrial una minoría entre la masa de explotados. Los explotados/excluidos del sistema, globalmente considerado, crecen: campesinos sin tierra que en muchos casos marchan a las ciudades, subocupados y desocupados, poblaciones originarias cada vez más marginadas o excluidas por un modelo de desarrollo que no las incluye, migrantes del Sur hacia el Norte, empobrecidos por la crisis estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los sectores más golpeados por el capitalismo. Los obreros industriales, tanto en el capitalismo central como en el periférico, en ese mar de desesperación pueden considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena medida de todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e informales, de población “sobrante” en la lógica del sistema. Y además entran en escena con fuerza creciente otros actores (otros descontentos, diríamos) como las mujeres, históricamente marginadas y que ahora levantan reivindicaciones específicas, los pueblos originarios, las juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos de cambio. Por todo ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es sólo el proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el sistema. Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido, justamente, grupos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados urbanos, “marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que debemos asumir con ética revolucionaria.


¿Cuáles deben ser en la actualidad las formas de lucha? Las que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la idea de “dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario de los trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los socialismos realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir una nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a esa toma, punto de arranque primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- que se pretende el hilo conductor del presente libro es ¿qué hacer para estar en condiciones de comenzar esa construcción? Dicho en otros términos: ¿cómo se desaloja a la actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos, es el mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del Palacio de Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979? ¿Constituyen los procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las democracias burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución Bolivariana en Venezuela, con Chávez a la cabeza, modelos de transiciones al socialismo? ¿Cuáles son sus límites? ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados, cuando vemos, por ejemplo, que todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto las armas, o están próximas a hacerlo? ¿Se puede revolucionar la sociedad y construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el movimiento zapatista? ¿Hay que participar en los marcos de la democracia representativa para ganar espacios desde allí? Dado que no hay manual para esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas todas esas alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la lucha armada? Pertinente, quizá sí, como de hecho puede suceder en algunos puntos del planeta (el movimiento naxalita en la India, por ejemplo), pero no está clara su real posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el sistema cuenta para defenderse. En definitiva, golpeado como está hoy el campo popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos para comenzar a construir alternativas. Queda claro que no hay “una” vía; distintas formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las vanguardias quizá hoy no nos sirva.

En realidad estas no son conclusiones en sentido estricto. Todo el libro, a través de sus diferentes textos, es una invitación a profundizar estos debates, a enriquecerlos y darles vida. Si algún valor puede tener todo este esfuerzo es aportar un modesto grano de arena más en una búsqueda interminable. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es que esa utopía vale la pena. El mundo de ninguna manera puede ser una suma de “triunfadores” y “desechables”, por lo que esa búsqueda está abierta, invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.

(1) Colectivo de autores: 1) Amado, Oscar, 2) Borges, Edgar, 3) Colussi, Marcelo, 4) Corbière, Emilio, 5) Cuevas Molina, Rafael, 6) Fontes, Anthony, 7) Illescas Martínez, Jon E. (Jon Juanma), 8) López y Rivas, Gilberto, 9) Mora Ramírez, Andrés y 10) Perdomo Aguilera, Alejandro L.

SOLIDARIDAD Y RESISTENCIA ANTIFASCISTA


Manifiesto antifascista europeo

Sesenta y ocho años después de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del fascismo y del nazismo, se asiste en casi toda Europa al ascenso de la extrema derecha. Pero, fenómeno aún más inquietante, se ve cómo se desarrollan a la derecha de esta extrema derecha fuerzas directamente neonazis que, en ciertos casos (Grecia, Hungría…) se enraízan en la sociedad formando verdaderos movimientos populares de masas, radicales, racistas, ultraviolentos y pogromistas cuyo objetivo declarado es la destrucción de toda organización sindical, política y cultural de los trabajadores, el aplastamiento de toda resistencia ciudadana, la negación del derecho a la diferencia y el exterminio -incluso físico- de los “diferentes” y de los más débiles.

Como en los años veinte y treinta, la causa generadora de esta amenaza neofascista y de extrema derecha es la profunda crisis económica, social, política y también ética y ecologica del capitalismo que, tomando como pretexto la crisis de la deuda, está llevando a cabo una ofensiva sin precedentes contra el nivel de vida, las libertades y los derechos de los trabajadores, contra todos los y las de abajo.

Aprovechándose del miedo de los pudientes ante los riesgos de explosión social, así como de la radicalización de las clases medias alcanzadas por la crisis y las draconianas políticas de austeridad, y de la desesperación de los parados marginados y pauperizados, la extrema derecha y las fuerzas neonazis y neofascistas se estan desarrollando en toda Europa; y adquieren una influencia de masas sobre las capas desheredadas a las que dirigen sistemáticamente contra tradicionales y nuevos chivos expiatorios (los inmigrantes, los musulmanes, los judíos, los homosexuales, los minusválidos...) así como contra los movimientos sociales, las organizaciones de izquierda y los sindicatos obreros.

Es cierto que la influencia y la radicalidad de esta extrema derecha no son las mismas en toda Europa. Sin embargo, la generalización de las políticas de austeridad draconiana tiene como consecuencia que el ascenso de la extrema derecha sea ya un fenómeno casi general. La conclusión es evidente: el hecho de que el ascenso impetuoso de la extrema derecha y la emergencia de un neofascismo ultraviolento de masas no sea ya la excepción a la regla europea obliga a los antifascistas de este continente a enfrentarse a este problema en su justa dimensión, es decir, ¡en tanto que problema europeo!

Pero decir esto no basta si no se añade que la lucha contra la extrema derecha y el neonazismo es de una urgencia absoluta. En efecto, en varios países europeos la amenaza neofascista es ya tan directa e inmediata que transforma la lucha antifascista en combate de primerísima prioridad, en el que está en juego la vida o la muerte de la izquierda, de las organizaciones obreras, de las libertades y de los derechos democráticos, de los valores de solidaridad y de tolerancia, del derecho a la diferencia. Decir que estamos en una carrera contra la barbarie racista y neofascista corresponde ya a una realidad verificada cada día en las calles de nuestras ciudades europeas...
Vista la profundidad de la crisis, las dimensiones de los desastres sociales que provoca, la intensidad de la polarización política, la determinación y la agresividad de las clases dirigentes, la importancia de los objetivos históricos del enfrentamiento en curso y la amplitud del ascenso de las fuerzas de la extrema derecha es evidente que el combate antifascista constituye una opción estratégica que exige una seriedad organizativa y una dedicación política y militante a largo plazo. En consecuencia, la lucha antifascista debe estar estrechamente ligada al combate cotidiano contra las políticas de austeridad y el sistema que las genera.

Para resultar eficaz y responder a las expectativas de la población, la lucha antifascista debe organizarse de forma unitaria y democrática y ser producto de las propias masas populares. Ciudadanas y ciudadanos deben organizar su lucha antifascista y su autodefensa ellos mismos. Al mismo tiempo, para resultar eficaz esta lucha debe ser global, confrontando a la extrema derecha y el neofascismo en todos los terrenos donde se manifiestan el veneno del racismo y de la homofobia, el chauvinismo y el militarismo, el culto de la violencia ciega y la apología de las cámaras de gas (y de Auschwitz). En suma, para ser eficaz a largo plazo, el combate antifascista debe proponer una visión diferente de la sociedad, diametralmente opuesta a la propuesta por la extrema derecha: es decir, una sociedad fundada en la solidaridad, la tolerancia y la fraternidad, el rechazo al machismo, el rechazo a la opresión de las mujeres y el respeto del derecho a la diferencia, el internacionalismo y la protección escrupulosa de la naturaleza, la defensa de los valores humanistas y democráticos.

¡Este movimiento antifascista europeo debe ser el heredero de las grandes tradiciones antifascistas de este continente! Debería plantear las bases de un movimiento social dotado de estructuras, con una actividad cotidiana, que penetre toda la sociedad, que organice a los ciudadanos antifascistas en redes según sus trabajos y profesiones, su lugar de residencia y sus sensibilidades, que lleve a cabo un combate en todos los frentes de las actividades humanas y que asuma plenamente la tarea de la protección incluso física de los más vulnerables de nuestros conciudadanos, de los inmigrantes, de los gitanos, de las minorías nacionales, de los musulmanes, de los judíos o los homosexuales, de todos aquellos y aquellas que son sistemáticamente víctimas del racismo de estado y del hampa fascista.

Porque la necesidad de la movilización antifascista a escala europea se hace cada día más urgente, quienes firmamos este manifiesto llamamos a la constitución de un Movimiento Antifascista Europeo unitario, democrático y de masas, capaz de enfrentarse y vencer a la peste parda que levanta la cabeza de nuevo en nuestro continente. Haremos todo lo posible para que el congreso constitutivo de este Movimiento Antifascista Europeo, cuya urgente necesidad sentimos, se celebre en Atenas en la primavera de 2013, y venga acompañado de una gran manifestación antifascista europea en las calles de la capital griega.

¡Esta vez la historia no debe repetirse!

 ¡NO PASARÁN!

HOMENAJE DEL COMANDANTE RAÚL A SALVADOR ALLENDE (CELAC)

Por el (necesario y demorado) regreso al marxismo


Por Atilio Boron



“Lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso” dice Marx


Karl Marx
Karl Marx


Tribuna Popular TP 

 BATALLA DE LAS IDEAS

Abordar este tema requiere de algunas (necesarias) consideraciones iniciales. ¿Cómo entender el significado de este regreso a las fuentes del pensamiento crítico? Ciertamente, estamos convencidos que la supervivencia del marxismo como tradición intelectual y política se explica por su capacidad para enriquecerse ininterrumpidamente.

El regreso a Marx supone un permanente “ir y venir” merced al cual las teorías y los conceptos de la tradición marxista son resignificados a la luz de la experiencia actual, es decir, de los rasgos característicos de las estructuras y procesos del capitalismo contemporáneo.

En este sentido, la reintroducción del marxismo en el debate teórico constituye una saludable novedad en las ciencias sociales latinoamericanas, dominadas durante más de treinta años por la producción académica neoconservadora de origen norteamericano. Ya en un texto juvenil, nos referimos a La Sagrada Familia, Marx y Engels decían que cuando la filosofía abjuraba de toda pretensión crítica y transformadora degeneraba en “la expresión abstracta y trascendente del estado de cosas existente”. Pocas advertencias son más oportunas que esta a la hora de juzgar a las teorías sociales dominantes. Al renunciar a la crítica y al desentenderse de la necesidad de transformar el mundo, las construcciones hegemónicas en el campo de las ciencias sociales terminan convertidas en una subrepticia apología del capitalismo finisecular.

En este contexto, un marxismo depurado de los vicios del dogmatismo y del sectarismo escolástico parece el mejor dotado para impedir tan deplorable final. Queda claro, entonces, que el marxismo al que nos estamos refiriendo no se agota en los estrechos límites de la biografía de su fundador. Al legado que nos dejara la obra escrita de Karl Marx debemos sumarle los aportes de Friedrich Engels, Vladimir I. Lenin, Rosa Luxemburgo, León Trotsky, Nicolai Bujarin, Gyorg. Lúkacs, Antonio Gramsci y tantos otros pensadores que lo forjaron hasta nuestros días.

Retornar al marxismo, entonces, es regresar al punto de partida después de haber acumulado experiencias, triunfos y derrotas. Se llega de regreso al inicio no siendo el mismo.

Se llega de regreso a un inicio que tampoco resulta ser el mismo lugar.

Porque la obra de Marx y la tradición que se remite a su nombre no se ha suspendido por encima de la historia. Porque el marxismo es una tradición viviente que reaviva su fuego en la incesante dialéctica entre el pasado y el presente.

Lejos de ser un libro cerrado que nos ofrece todas las respuestas, el marxismo es, antes que nada –como sugeriría Sheldon Wolin-, una riquísima tradición de discurso en donde los interrogantes son tan iluminadores como las respuestas. En otras palabras, sin recuperar la teoría marxista no hay reconstrucción posible de la ciencia social, pero recuperándola solamente no alcanza. Si debemos recurrir al psicoanálisis, o a los estudios culturales, o a la lingüística o bien a la teoría de sistemas es una discusión que aún no está cerrada.

Aquello que no deja lugar a dudas es la obsolescencia de la absurda pretensión del “marxismo soviético”, de sintetizar en uno de aquellos patéticos manuales (¡“anti-marxistas” y “anti-leninistas” por excelencia!) las respuestas que el marxismo supuestamente ofrecía a la totalidad de los desafíos teóricos y prácticos del mundo actual se desvaneció con la desintegración de la Unión Soviética.

Tiene razón Imre Lakatos cuando dice que el marxismo es un programa de investigación (¡si bien es bastante más que eso!) cuyo núcleo duro es irrefutable y cuyas teorías laterales -el cinturón protectivo- pueden ser alteradas sin que dicho núcleo duro se vea afectado. Me parece importante recordar este razonamiento en momentos como éste, cuando arrecian las descalificaciones hacia el marxismo como teoría de la sociedad.

Desde hace demasiado tiempo, se viene diciendo que una de las razones por las cuales las ciencias sociales en la región no progresan es la falta de investigaciones empíricas. El talante fuertemente conservador de este argumento es evidente: la teoría (predominante) está bien, lo que pasa es que no hay suficiente investigación como para respaldarla adecuadamente.

Una simple ojeada a lo acontecido en nuestra región en los últimos veinte años comprueba, contrariamente a lo que dicta el saber convencional, la existencia de un impresionante cúmulo de investigaciones, estudios y monografías en donde se examinan con gran detalle los más diversos aspectos de nuestras sociedades.

Sin embargo, tan extraordinaria acumulación de información empírica no ha trascendido el plano de lo descriptivo ni abierto las puertas a nuevas y más fecundas interpretaciones teóricas.

La causa de todo esto es bien fácil de entender: las debilidades de una teoría no se resuelven con la acumulación de datos empíricos ni con la cuidadosa compilación de resultados de investigación. Las fallas de la teoría sólo se resuelven concibiendo nuevos argumentos que enfoquen desde otra perspectiva la realidad sobre la cual se pretende dar cuenta.

Estamos, en cambio, a favor de un marxismo racional y abierto sin el cual no podemos adecuadamente interpretar, y mucho menos cambiar, el mundo, pero sólo con el cual no alcanza para abarcar acabadamente la complejidad actual.

Ahora bien, si no son suficientes estas razones de fondo para sostener la necesidad de retornar al marxismo, busquemos encontrar otro camino. Supongamos, a pesar de todo lo dicho, que un conjunto de recientes investigaciones ha refutado todas y cada una de las tesis de Karl Marx, tal y como nos lo proponía Lúkacs en su brillante Historia y Conciencia de Clase. En tal caso, un marxista “ortodoxo” podría aceptar tales hallazgos sin mayores problemas y abandonar sin más las tesis de Marx sin que tal actitud cuestionara su calificación de marxista “ortodoxo”.

¿Cómo explicar semejante paradoja –conocida como “la paradoja de Lúkacs”? La respuesta que nos ofrece el teórico húngaro es la siguiente: el marxismo “ortodoxo” (expresión que él utiliza sin las comillas que yo creo conveniente agregar) no supone la aceptación acrítica de los resultados de las investigaciones de Marx, ni la de tal o cual tesis de su obra, así como tampoco la exégesis de un libro “sagrado” (aquí las comillas son de Lúkacs). Por el contrario, la ortodoxia marxista se refiere exclusivamente a la concepción epistemológica general de Marx, el materialismo dialéctico, y no a los resultados de una indagación en particular guiada por la metodología que fuera. Para Lúkacs esta concepción se expresa a través de numerosos y variados métodos que pueden ser desarrollados, expandidos, profundizados en consonancia con los grandes lineamientos epistemológicos esbozados por sus fundadores. A nuestro entender, de la argumentación precedente puede inferirse la posibilidad de pensar al marxismo como una propuesta que consiste de dos componentes, separables e independientes: una parte sería la teoría, la otra el método. Sin embargo, como el propio Lúkacs lo demuestra en sus trabajos, no hay tal escisión sino una estrecha unidad entre teoría y método. De donde se sigue que, (a) la refutación de las tesis centrales de la teoría difícilmente podría dejar intacta la concepción epistemológica y metodológica que le es propia; y (b) que la demostración de la inadecuación de esta última afectaría gravemente la validez de la primera.

Hoy, podemos decir que el capitalismo en tanto sistema altamente dinámico presenta mecanismos de explotación y, por ende, de extracción de plusvalía harto más complejos y diversos de los que existían en tiempos de Marx y Engels.

Pero, ¿significa todo esto que los capitalistas dejan de comprar la fuerza de trabajo (ahora de características bien diferentes a las de antaño) por el precio que tiene la reproducción de la misma, poniendo fin a la relación salarial examinada críticamente por Marx en El Capital?


¿Qué hace el capitalista cuando adquiere esa fuerza de trabajo? ¿Le retribuye al trabajador la totalidad de lo producido en su jornada laboral, o se queda con una parte? ¿Desaparece la explotación, o persiste bajo renovadas formas?

Si la teoría de la plusvalía fuese refutada, la construcción metodológica del marxismo se vería irreparablemente dañada; si se llegase a demostrar que el método dialéctico es un mero recurso retórico y no una estrategia válida de reconstrucción de lo real en el plano del pensamiento, las tesis centrales de la teoría marxista difícilmente podrían sobrevivir.

Sin embargo, aún no ha ocurrido nada de esto. No podemos decir ¡la explotación ha muerto!, antes bien, debemos trabajar duro en favor de un marxismo racional y abierto para interpretar y abarcar acabadamente la complejidad actual.

El legado hegeliano

En continuidad con las observaciones respecto al método referidas bajo la paradoja de Lúckacs, en este apartado retomaremos algunos planteos metodológicos de Marx, no siempre debidamente recordados y, sin embargo, sumamente esclarecedores.

Comencemos por el epílogo a la segunda edición de El Capital, publicado en 1873, Marx alude explícitamente a su relación con Hegel y a su concepción del método dialéctico. En un pasaje de dicho texto Marx afirma que “mi método dialéctico no sólo difiere del de Hegel (…) sino que es su antítesis directa. Para Hegel el proceso del pensar, al que convierte incluso, bajo el nombre de idea, en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real” (aclaro, por si acaso que la expresión “demiurgo” significa “principio activo del mundo”) Y prosigue Marx diciendo que “Para mí, a la inversa, lo ideal no es sino lo material traspuesto y traducido en la mente humana. Hace casi treinta años sometí a crítica el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana, en tiempos en que todavía estaba de moda. Pero precisamente cuando trabajaba en la preparación del primer tomo de El Capital los irascibles, presuntuosos y mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron en tratar a Hegel (…) como a un ‘perro muerto.’ Me declaré abiertamente, pues, discípulo de aquél gran pensador y llegué incluso a coquetear aquí y allá, en el capítulo acerca de la teoría del valor (¡nada menos!/AAB), con el modo de expresión que le es peculiar. La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera, expuso de manera amplia y consciente las formas generales del movimiento de aquélla. En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darla vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística”.

Y termina este luminoso pasaje diciendo que “en su forma mistificada la dialéctica estuvo en boga (…) porque parecía glorificar lo existente.

En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina (subrayado mío, AAB); porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria”.

Estas líneas permiten apreciar en toda su magnitud la importancia de la conexión Hegel-Marx y la íntima relación entre teoría y método. Veamos esto con cierto detalle.

a) las formas de la dialéctica. Marx nos dice que ésta se presenta bajo dos formas. Una “mistificada”, que marcha sobre su cabeza, y que concibe a la realidad como una proyección fantasmagórica de la Idea (así, con mayúsculas). Esta se convierte, en consecuencia, en “el demiurgo de lo real”.

Pero hay otra forma: la racional, y bajo la cual la dialéctica marcha sobre sus pies. En esta visión las ideas aparecen como la proyección de las contradicciones sociales que son las que efectivamente mueven la historia.
b) las premisas del método dialéctico. Este método se asume como la reproducción en el plano del intelecto del modo en que se produce el cambio histórico. Fue Hegel, dice Marx, quien descubrió sus formas generales de movimiento, sólo que al plasmar sus hallazgos lo hizo bajo una forma mistificada.

Recuperada su “figura racional” la dialéctica se convierte en escándalo y abominación para la burguesía pues implica lo siguiente:

b.1) que el conflicto social es omnipresente. La historia no es otra cosa que el despliegue de las contradicciones sociales. Si en Hegel éstas se situaban en el plano de las ideas, en Marx el “hogar” de las mismas se sitúa en el plano de la sociedad civil. Allí encontramos las clases y sus irreconciliables antagonismos y las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Esta visión que nos ofrece la dialéctica cuestiona frontalmente tanto los fundamentos ideológicos del pensamiento medieval/feudal, con su axioma indiscutible que postulaba la unidad y organicidad del cuerpo social, como los del pensamiento burgués que se construye a partir de la premisa de la armonía de intereses que se compensan en el ámbito del mercado y el estado. En un caso tenemos a la gran construcción de Tomás de Aquino y en el otro a Adam Smith. Más allá de sus diferencias tanto uno como otro adhieren a una perspectiva (el orden natural del universo que culmina en la figura de Dios en el caso del primero, la “mano invisible” en el segundo) que considera a las contradicciones y conflictos sociales como temporales desajustes y fricciones marginales, atribuibles a factores circunstanciales o ajenos a la lógica del sistema. Huelga aclarar que tales visiones terminan por ratificar el carácter “natural” del status quo y su condición de eterno e inmutable.

b.2) que la lógica de la historia no es de identidad sino de contradicción. Un corolario de lo anterior es que la lógica que preside el movimiento de la historia no es de identidad sino de contradicción.


Lo que es a su vez no es; es también su contrario y contiene en su seno su propia negación. “Lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso” dice Marx, en línea con esta tesis, en su “Introducción” de 1857. Esa unidad de lo diverso expresa el carácter inevitablemente contradictorio de todo lo social, negado sistemáticamente por todas las variantes del pensamiento burgués. Concebir a la historia desde la perspectiva de la lógica de la identidad, como lo hace la ideología dominante, significa asumir, muchas veces sin percatarse de ello, que aquélla se mueve merced a la influencia de cambios acumulativos constituidos a su vez por una sucesión de pequeños incrementos cuantitativos que, en su conjunto, dan lugar a la evolución del sistema. Desde esa perspectiva no hay lugar para discontinuidades, quiebres o rupturas. El proceso histórico es visto como una gradual acumulación lineal de sucesos o, a lo máximo como una secuencia de etapas. Para esta visión, profundamente conservadora, la revolución es sólo concebible como una aberrante patología que por causas exógenas –la acción de agentes perversos empecinados en subvertir “el orden natural del universo”- vendría a interrumpir el curso “normal” de la historia. En el pensamiento marxista, en cambio, el proceso histórico está precisamente impulsado por la incesante dinámica que generan las contradicciones y los conflictos sociales.

Obviamente que, llegados a este punto, habría que siempre tener presente la diversidad de las contradicciones y antagonismos que generan las sociedades capitalistas y, por eso mismo, la gran variedad de los sujetos que las encarnan.

b.3) el carácter socialmente corrosivo y radical del método dialéctico. Resulta evidente, a esta altura de la argumentación, que una metodología como la dialéctica tiene que resultar en “escándalo y abominación” para la burguesía y para sus representantes ideológicos. Y también para quienes sin serlo coinciden con aquellos en condenar inapelablemente el valor de la metodología dialéctica para el análisis de la realidad social. Esto se percibe claramente como uno de los rasgos distintivos de la corriente mal llamada “pos-marxista”, mejor caracterizada como “ex-marxista”, y que incluye a figuras como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Regis Debray, Ludolfo Paramio y, con sus matices diferenciales, Michael Hardt y Antonio Negri (que en Imperio se solazan en una crítica tan impiadosa como superficial a la dialéctica) y que terminan produciendo discursos teóricos que, en todos los casos, terminan respaldando las tesis fundamentales del pensamiento de la derecha. Tal es el caso de la famosa “radicalización de la democracia” (burguesa) en Laclau y Mouffe, y la valiosísima (para la derecha) nueva teorización sobre el imperialismo desarrollada por Hardt y Negri. El nexo subterráneo que unifica a estos autores es su común rechazo de la dialéctica, la misma que, “en su figura racional” provoca las más furiosas reacciones de las clases dominantes y sus epígonos. ¿Por qué? Porque, como lo notaba Marx, en su argumentación junto a “la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina.” Es decir, la dialéctica proclama la inevitable historicidad de todo lo social, y al hacerlo condena a las instituciones y prácticas sociales fundamentales de la sociedad burguesa a su irremisible desaparición.

La metodología dialéctica es irreconciliable con la aspiración capitalista de “eternizar” a su sociedad y sus instituciones, de hacerlas aparecer como diría Francis Fukuyama, como “el fin de la historia.” Bajo su luz la propiedad privada de los medios de producción y la relación salarial tanto como el carácter mercantil de toda la vida social aparecen como lo que realmente son: fenómenos históricos y, por ende, pasajeros, susceptibles de ser trascendidos por la acción de las clases y capas subalternas.

Las contradicciones que se agitan en su seno provocarán, tarde o temprano, su ocaso definitivo. Por eso, como recordaba Marx, la dialéctica es, por esencia, crítica y revolucionaria.”

Y por eso mismo en las ciencias sociales dominadas por las concepciones filosóficas propias de la burguesía la batalla en contra de la epistemología dialéctica es una lucha sin cuartel y sin concesión alguna.

No hay otra concepción que contenga premisas semejantes, y que cuestione tan radical e intransigentemente el orden social existente.

Por eso mismo, sin pensamiento dialéctico no hay pensamiento crítico.
Sin un planteamiento que obligue permanentemente a identificar las contradicciones y las tensiones de un sistema, y que haga de esta operación el principio metodológico fundamental de cualquier análisis social, no hay posibilidades de alimentar el pensamiento crítico.

La falacia del determinismo economicista

Ya en los tiempos en que Marx hacía su aparición en el escenario político e intelectual europeo (segunda mitad del siglo XIX), y desde entonces no ha cesado de ser esgrimida, se acusaba al materialismo histórico de explicar la complejidad de la vida social por la reducción a los factores económicos. Con relación a ellas conviene recordar lo expresado por Engels en una carta a J. Bloch, del mes de septiembre de 1890. El amigo de Marx sostiene que “según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia (Nótese bien: énfasis en el original/AAB) determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante (énfasis en el original/AAB) convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta y absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta –las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones, (…), las formas jurídicas, (…), las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas (…), -ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma”.

Y poco más adelante, en esa misma carta, concluye que “el que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo.

Frente a los adversarios teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones”.

En otra carta, dirigida en esta ocasión a K. Schmidt pocas semanas más tarde, en Octubre de 1890, Engels ratificaba lo dicho anteriormente y señalaba que “de lo que adolecen todos estos señores (sus críticos, obviamente. AAB) es de falta de dialéctica.

No ven más que causas aquí y efectos allí. Que esto es una vacua abstracción, que en el mundo real estas antítesis polares metafísicas no existen más que en momentos de crisis y que la gran trayectoria de las cosas discurre toda ella bajo formas de acciones y reacciones –aunque de fuerzas muy desiguales, la más fuerte, más primaria y más decisiva de las cuales es el movimiento económico- , que aquí no hay nada absoluto y todo es relativo, es cosa que ellos no ven; para ellos, no ha existido Hegel”.

No obstante, sus críticos persistieron en denunciar al “determinismo económico” que, según ellos, caracterizaba irremediablemente al materialismo histórico. En el célebre “Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de 1859, leemos que “tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu humano, sino que radican, por el contrario, en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel, siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del Siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil, y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.”

Primer comentario: pese a que hoy nos parezca extraño, de hecho antes de la verdadera revolución copernicana llevada a cabo por Marx en las ciencias sociales y las humanidades las “relaciones jurídicas y las formas de Estado,” para no hablar de la cultura y la ideología, eran de hecho comprendidas como producto de la evolución general del espíritu humano y sin conexión alguna con las luchas sociales y las condiciones materiales de vida de las sociedades. Es cierto que, como hace tiempo lo observara Jacques Barzum, luego de Marx las ciencias sociales jamás volverán a ser lo mismo.

Pero, en momentos en que Marx y Engels daban a conocer sus ideas el “sentido común” de su tiempo, construido sobre las premisas silenciosas del pensamiento burgués, era irreductiblemente antagónico a sus concepciones y requería, por lo tanto, de la aclaración que estamos comentando.

Prosigamos. Marx explícitamente dice que todo aquello que se subsume bajo el nombre de “superestructura” hunde sus raíces en las condiciones materiales de existencia de los hombres. Esto quiere decir que todo ese conjunto de elementos, desde la ideología, la filosofía y la religión hasta la política y el derecho, remiten a una base material sobre la cual inevitablemente deben apoyarse. Si el derecho romano afirma taxativamente la propiedad privada y el derecho chino, como lo observara Max Weber, le asigna apenas un carácter precario y circunstancial esto no se debe a otra cosa que al vigoroso desarrollo de prácticas de apropiación privada existente desde los tiempos de la república en el caso de Roma y a la extraordinaria fortaleza que la propiedad comunal exhibía en la China de los albores del siglo veinte.

Pero Marx de ninguna manera decía que el complejísimo universo de la superestructura era un simple reflejo de las condiciones materiales de existencia de una sociedad.

Por eso prosigue, en la cita que estamos analizando, diciendo que “el conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se eleva un edificio (Uberbau) jurídico y político y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina (“bedingen” en alemán. AAB) el proceso de la vida social, política y espiritual en general.

No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.”

Una muestra harto significativa de la ligereza con que a menudo se fundamenta la acusación de “determinismo economicista” la provee, por ejemplo, la reproducción de la extensa cita de Marx que acabamos de plantear y que se reproduce en uno de los textos de Ernesto Laclau,

Nuevas Reflexiones sobre la Revolución de Nuestro Tiempo así como en numerosos trabajos de otros autores dedicados a examinar este tema.

Veamos un poco: este pasaje de Marx fue tomado de una traducción al español de un texto originalmente escrito en alemán y a partir del cual se “certificaría” científicamente el carácter determinista del marxismo con las pruebas que ofrece un verbo – bedingen – torpemente traducido, por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar, como “condicionar.”. Sin embargo, de acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemán-Español los verbos bedingen y bestimmen tienen significados muy diferentes.

Mientras que traduce al primero como “condicionar” (admitiendo también otras acepciones como “requerir”, “presuponer”, “implicar”, etc.), el verbo bestimmen es traducido como “determinar”, “decidir”, o “disponer”. En el famoso pasaje del “Prólogo” Marx utilizó el primer vocablo, bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la crítica tradicional al supuesto “reduccionismo economicista” de Marx ha insistido en subrayar la afinidad del pensamiento teórico de Marx con una palabra, “determinar,” que éste prefirió omitir utilizando “condicionar” en su lugar. Habida cuenta de la maestría con que Marx se expresaba y escribía en su lengua materna y del cuidado que ponía en el manejo de sus términos, la sustitución de un vocablo por el otro difícilmente podría ser considerada como una inocente travesura del traductor o como un desinteresado desliz de los críticos de su teoría. Esta sesgada interpretación de la voz en cuestión reaparece nuevamente en otro pasaje de Nuevas Reflexiones, en el contexto de una polémica con Norman Geras, y que lleva a su autor,

Ernesto Laclau, a afirmar que “el modelo base/superestructura afirma que la base no sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared.”

Para no extender demasiado esta discusión, digamos en resumen que tal como lo vimos más arriba, Marx empleó la palabra “condicionar” y no “determinar”. Por lo tanto, no estamos aquí en presencia de una discusión hermenéutica acerca de la “interpretación” correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo mucho más elemental: de la tergiversación de lo que fuera explícitamente escrito por Marx, de la resistencia a admitir que utilizó la palabra “condicionar” en vez de “determinar,” y que esta opción terminológica no fue un mero descuido ni un capricho sino producto de una elección teóricamente fundada. Sea por ignorancia o por un arraigado prejuicio, lo cierto es que la flagrante deformación de lo que Marx dejó prolijamente escrito en buen alemán ha potenciado los gruesos errores interpretativos de una legión de críticos de la teoría marxista.

Concluimos, entonces, con una nueva cita del libro de Lúkacs, en este caso extraída de su capítulo dedicado al marxismo de Rosa Luxemburgo.

Allí el teórico húngaro dice, con razón, que “no es la primacía de los motivos económicos en la explicación histórica lo que constituye la diferencia decisiva entre el marxismo y el pensamiento burgués, sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, la penetrante supremacía del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y brillantemente lo transformó en los cimientos de una nueva ciencia.” Esta primacía del principio de la totalidad es tanto más relevante si se recuerda la fragmentación y reificación de las relaciones sociales características del pensamiento burgués. El fetichismo propio de la sociedad capitalista tiene como resultado, en el plano teórico, la construcción de un conjunto de “saberes disciplinarios” como la economía, la sociología, la ciencia política, la antropología cultural y la sociedad que pretenden dar cuenta, en su espléndido aislamiento, de la supuesta separación y fragmentación que existen, en la sociedad burguesa, entre la vida económica, la sociedad, la política y la cultura, concebidas como esferas separadas y distintas de la vida social, cada una reclamando un saber propio y específico e independiente de los demás. En contra de esta operación, sostiene Lukács, “la dialéctica afirma la unidad concreta del todo”, lo cual no significa, sin embargo, hacer tabula rasa con sus componentes o reducir “sus varios elementos a una uniformidad indiferenciada, a la identidad.”

Lúkacs está en lo cierto cuando afirma que los determinantes sociales y los elementos en operación en cualquier formación social concreta son muchos, pero la independencia y autonomía que aparentan tener es una ilusión puesto que todos se encuentran dialécticamente relacionados entre sí. De ahí que nuestro autor concluya que tales elementos “sólo pueden ser adecuadamente pensados como los aspectos dinámicos y dialécticos de un todo igualmente dinámico y dialéctico”.

Tres aportes centrales del marxismo

De lo expresado, tres son los aportes centrales que deseamos reforzar para la recuperación del marxismo.

En primer lugar, conviene retomar las observaciones que Lúkacs hiciera a propósito de su crítica a la fragmentación y reificación de las relaciones sociales en la ideología burguesa y sus diversas manifestaciones teóricas. Una de las premisas nodales del método de análisis de Marx, claramente planteada por éste en su famosa Introducción de 1857 a los Grundrisse, sostiene que: “lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones”, por lo tanto unidad de lo diverso. No se trata, en consecuencia, de suprimir o negar la existencia de “lo diverso”, sino de hallar los términos exactos de su relación con la totalidad.

A la visión marxista de la totalidad, le sumamos un segundo aporte: una aproximación a la complejidad e historicidad de lo social. Ante un clima de época proclive a exitismos de todo tipo, conviene tomar debida nota de algunos de los rasgos distintivos que la crítica del materialismo histórico tradicionalmente le hiciera a la tradición positivista en las ciencias sociales desde sus orígenes y que hoy parecen ser ‘descubiertos’ por orientaciones innovadoras del pensamiento científico de avanzada. En efecto, nos referimos a la crítica a la linealidad de la lógica positivista, a la simplificación de los análisis tradicionales que reducían la enorme complejidad de las formaciones sociales a unas pocas variables cuantitativamente definidas y mensuradas, a la insensata pretensión empirista de un observador completamente separado del objeto de estudio. Como muy bien se observa en el Informe Gulbenkian, coordinado por Immanuel Wallerstein, las nuevas tendencias imperantes han subrayado la no-linealidad sobre la linealidad, la complejidad sobre la simplificación y la imposibilidad de remover al observador del proceso de medición y la superioridad de las interpretaciones cualitativas sobre la precisión de los análisis cuantitativos. Por todo lo dicho debería celebrarse también la favorable recepción que ha tenido la insistencia de Ilya Prigogine, uno de los redactores del mencionado informe, al señalar el carácter abierto y no pre-determinado de la historia.

Su reclamo es un útil recordatorio para los dogmáticos de distinto signo: tanto para los que desde una postura “supuestamente marxista” – en realidad anti-marxista y no dialéctica – creen en la inexorabilidad de la revolución y el advenimiento del socialismo, como para los que con el mismo empecinamiento celebran “el fin de la historia” y el triunfo de los mercados y la democracia liberal.

Según el marxismo la historia implica la sucesiva constitución de coyunturas. Claro que, a diferencia de lo que proponen los posmodernos, éstas no son el producto de la ilimitada capacidad de combinación “contingente” que tienen los infinitos fragmentos de lo real. Existe una relación dialéctica y no mecánica entre agentes sociales, estructura y coyuntura: el carácter y las posibilidades de esta última se encuentran condicionados por ciertos límites histórico-estructurales que posibilitan la apertura de ciertas oportunidades a la vez que clausuran otras.

Marx sintetizó su visión no determinista del proceso histórico cuando pronosticó que en algún momento de su devenir las sociedades capitalistas deberían enfrentarse al dilema de hierro por sí mismas engendrado.

No hay lugar en su teoría para “fatalidades históricas” o “necesidades ineluctables” portadoras del socialismo con independencia de la voluntad y de las iniciativas de los hombres y mujeres que constituyen una sociedad.

Finalmente, la relación entre la teoría y la praxis ocupa un tercer lugar clave en la recuperación de la vitalidad que el marxismo puede insuflar a las ciencias sociales. No desconocemos aquello que Perry Anderson denominara “el marxismo occidental” caracterizado precisamente por “el divorcio estructural entre este marxismo y la práctica política”. Este divorcio entre teoría y práctica y entre reflexión teórica e insurgencia popular, que tan importante fuera en el marxismo clásico, tuvo consecuencias que nos resultan demasiado familiares en nuestro tiempo. El golpe decisivo para volver a reconstituir el nexo teoría/praxis sólo podrá aportarlo la contribución de un marxismo ya recuperado de su extravío “occidental” y reencontrado con lo mejor de su gran tradición teórica.

Las causas de la deserción de los intelectuales del campo de la crítica y la revolución son muchas, y no pueden ser exploradas en su complejidad en este texto. En todo caso, digamos que dos de los factores más importantes que la explican se relacionan con la formidable hegemonía ideológico-política del neoliberalismo y el afianzamiento de la “sensibilidad posmoderna”. Ante los estragos hechos por ambos ideologemas, debemos recordar, todas las veces que resulte necesario, que Marx se sentía urgido por trascender el régimen social capitalista y no estaba interesado en develar sus más recónditos secretos por mera curiosidad intelectual. De ahí que la reintroducción del marxismo en el debate filosófico-político contemporáneo –así como en la agenda de los grandes movimientos sociales y fuerzas políticas de nuestro tiempo- sea una de las tareas más urgentes de la hora. Esperamos cotidianamente contribuir con nuestro modesto aporte.

Fuente: Tribuna Popular – Cuadernos Marxistas/Partido Comunista de Argentina