viernes, 27 de septiembre de 2013

¿Y quién juzga a EEUU por el uso de armas químicas y nucleares?



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Contrainjerencia 25 septiembre 2013

FERNANDO VELAZQUEZ / VOLTAIRENET.ORG –

La campaña mediática de la administración de Barack Obama diseñada para obtener apoyo para su bombardeo (limitado por 60 días, con una posible extensión a 90 días, sin poner soldados dentro del país, según planes de un comité senatorial) contra Siria incluye acusaciones de “uso de armas químicas contra su propio pueblo”.

El argumento sugiere que si el presidente de Siria, Bashar al Assad, es capaz de usar esas armas terribles contra sirios, lo haría con más facilidad contra gente de otros países, lo cual incluye a Estados Unidos y sus aliados en Oriente Medio.

Los golpes de pecho de la administración de Obama sobre el tema coinciden con comentarios en los medios sobre un escándalo provocado en 1998 por el programa News Stand de CNN, el mismo que revelara que, en 1970, el ejército estadunidense envió fuerzas especiales a Laos en busca de un campamento donde vivían desertores (estadunidenses) y luego les dio muerte usando gas sarín.

De acuerdo con la periodista Jennifer Epps, se trataba de una operación negra o blackOp, llamada Operación Tailwind en la que murieron cerca de 100 laosianos.

El programa de CNN provocó airadas protestas del Pentágono, de veteranos de guerra y oficiales como Henry Kissinger, quien en el momento del ataque fungía como asesor de seguridad nacional.

La agencia noticiosa se disculpó ante su audiencia y despidió a Jack Smith y April Oliver, los productores del programa, tras decir que se trataba de un error.

Smith y Oliver demandaron a la patronal por despido injustificado, pero no sólo para ganar el pleito: uno de los demandantes recibió 1 millón de dólares y el otro una suma indeterminada como pago por daños a los dos periodistas. Justicia para los productores

Los productores después obtuvieron reconocimiento por su integridad periodística con la publicación del libro Me and Ted against the world: the unauthorized story of the founding of CNN”.

En éste, el cofundador y primer presidente, Resse Schonfeld, relata cómo durante una deposición, el almirante Thomas Moorer, testigo clave en la historia, indicó que Oliver lo había citado correctamente en el reporte sobre la Operación Tailwind.

Admitió que a veces algunos desertores fueron asesinados porque el comandante Jack Singlaub (importante figura de la Liga Anticomunista Mundial) les había dicho que matar desertores era una prioridad.

Cuando le preguntaron sobre el uso del gas sarín, Moorer dijo que si el arma podría salvar vidas de estadunidenses él no vacilaría en usarlo.

El sitio en internet de CNN enfoca el incidente retrospectivamente con un mensaje que dice: “Nosotros no creemos que puede razonablemente sugerirse que cualquier información en la que se basó el reporte fue fabricada o inexistente”. Experimentos nucleares y la salud pública

Luego está la radiación nuclear aplicada a los estadunidenses durante las llamadas pruebas nucleares. De acuerdo con la Preparatory Commission for the Comprehensive Nuclear-Test-Ban Treaty Organization, entre 1951 y 1958, 100 pruebas nucleares fueron realizadas en el estado de Nevada, en un sitio ubicado como a 100 kilómetros de la ciudad de Las Vegas.

El poder promedio de las pruebas atmosféricas fue de 8.6 kilotones. El polvo radiactivo contenía radionucleidos y gases que fueron transportados por el viento a miles de kilómetros de distancia.

La población estadunidense fue expuesta durante esos años a los efectos de la radiación emitida por las pruebas que, por encima de todo, tenían por objeto la fabricación de armas de destrucción masiva como las usadas contra la población civil de Hiroshima y Nagasaki, en Japón.

Según relata el doctor Alan Cantwell, autor del libro Queer blood: the secret AIDS genocide plot, agencias del gobierno estadunidense –como la Comisión Atómica, los departamentos de Defensa, Salud, Educación y Bienestar, Servicio de Salud Pública, el Instituto Nacional de Salud, la Administración de Veteranos, la Agencia Central de Inteligencia y la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio– son responsables de que millones de personas fueran expuestas a las pruebas nucleares continentales atmosféricas y subterráneas.

Estas pruebas incluyeron la dispersión secreta de radiación.

Luego están los más de 200 mil “veteranos atómicos” que laboraban cerca de las detonaciones nucleares en Nevada, entre las décadas de 1950 y 1960.

Estas pruebas, dice Cantwell, impactaron a la gente que vivía en poblados, viento abajo, en Nevada, Utah, Colorado y Nuevo México.

El investigador añade que esos pobladores expuestos al viento radiactivo también sufrieron al ingerir la carne de animales de corral y otros productos agrícolas contaminados. El ensayo con fotografías de Carole Gallagher, titulado American ground zero: the secret nuclear war, revela el sufrimiento de esas víctimas de enfermedades inducidas por el gobierno en su afán de construir armas de destrucción masiva.

Cantwell subraya que la publicación –en el diario Albuquerque Tribune en 1993– de los nombres de 18 estadunidenses que fueron secretamente inyectados con plutonio y la historia de la periodista Eileen Welsome revelaron la falta de ética y lo inhumanos que eran los estudios nucleares. Las protestas provocadas por esas revelaciones llevaron al Departamento de Energía a ordenar la publicación de los archivos secretos sobre experimentos realizados durante la Guerra Fría. La monstruosidad de los “estudios científicos”

Para Cantwell, el propósito de esos experimentos secretos era supuestamente establecer estándares de seguridad ocupacional para personas empleadas en la producción del plutonio. Algunos experimentos entre 1946 y 1954 incluyeron: exponer a más de 100 pobladores de Alaska a yodo radiactivo, alimentar a 49 jóvenes con retraso mental con cereal mezclado con hierro radiactivo y calcio, así como exponer a 800 mujeres embarazadas a hierro radiactivo, inyectar a siete bebés recién nacidos (seis negros) con yodo radiactivo y exponer los testículos de más de 100 prisioneros a radiación cancerígena.

Otros experimentos se realizaron con pacientes de una clínica siquiátrica en San Francisco, prisioneros en San Quintín y pacientes del hospital general de Cincinnati.

¿Y todavía piensan que les queda un fragmento de derecho moral para apuntar el dedo acusatorio hacia el gobierno de Bashar al Assad?

*Periodista en Radio Pacífica, en California, Estados Unidos

Daniel Paz & Rudy
DANIEL PAZ & RUDY

La resistencia mapuche al modelo extractivista


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por Unidad de los Pueblos y los Trabajadores / EsGlobal
Martes, 24 de Septiembre de 2013 


Las comunidades mapuche en Chile y la Argentina defienden sus tierras frente al avance del modelo extractivista.

El pasado 6 de agosto, el llamado “conflicto mapuche” se cobraba en Chile una nueva víctima: el comunero Rodrigo Melinao fue encontrado muerto, con impactos de bala, por sus compañeros de la comunidad Rayen Mapu, que desde el principio desconfiaron de la policía. El Estado, por su parte, reaccionó con más tibieza que cuando, en enero, un atentado en la región de la Araucanía acabó con la vida de un empresario local y su esposa; de inmediato, el presidente chileno, Sebastián Piñera, decretó la aplicación de la ley antiterrorista.

Apenas tres días después del asesinato de Rodrigo, se celebraba el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Poco había que celebrar en el Gulumapu, como llaman los mapuche a sus territorios ancestrales en Chile, que abarcan las regiones de La Araucanía, Bío Bío, Los Lagos y Los Ríos.

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Tampoco al otro lado de la cordillera, en lo que los mapuche llaman Puelmapu, la Tierra del Este. En territorio argentino este pueblo ha sufrido también la represión y criminalización o, al menos, la pasividad estatal ante los ataques a sus territorios y modos de vida. Como denunció Amnistía Internacional el 9 de agosto, pueblos originarios en toda Argentina – especialmente, los Qom en la provincia de Formosa y los mapuche en la Patagonia – han visto morir a al menos doce de sus miembros en los últimos tres años, ante la inacción del Estado.

Según Amnistía Internacional, el recrudecimiento de la violencia contra los pueblos originarios se debe a “la creciente disputa por las tierras”, lo que, a su vez, se relaciona con el avance de grandes proyectos que involucran a importantes empresas multinacionales.

Del lado argentino, es la extracción de hidrocarburos el mayor dolor de cabeza para los mapuche. Antes fue Repsol, y ahora es Chevron quien, junto a la re-estatizada YPF, prevé explotar las recién descubiertas reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta con una técnica todavía en ciernes y que plantea importantes dudas desde el punto de vista ambiental: la fractura hidráulica o fracking.

Ni a las comunidades mapuche ni a los wingka -el hombre blanco- les da mucha confianza el historial de Chevron, que huyó de Ecuador, llevándose todos sus activos, después de que la justicia de aquel país le impusiese una sanción de 19.000 millones de dólares (algo más de 14 mil millones de euros) por el derrame de 103 millones de litros de crudo en la selva amazónica, que dejó medio millón de hectáreas contaminadas y 30.000 personas afectadas. Un juez argentino ordenó embargar los bienes de la petrolera en el país, pero la Corte Suprema anuló esa decisión al mismo tiempo que YPF y Chevron llegaban a un acuerdo sobre Vaca Muerta.

En Chile, el impacto social y ambiental de las grandes represas se ha convertido en la principal amenaza. Enel Endesa proyecta construir, a través de su filial Hidroaysén, cinco centrales hidroeléctricas en la región de Aysén, además de una línea de transmisión de 2.300 kilómetros de longitud que transportaría la energía hacia el centro del país. Las comunidades locales han mostrado su rechazo y han propuesto que se legisle para otorgar a la Patagonia el estatus de Reserva de la Vida; pero, por el momento, la legislación chilena es clara: la propiedad de las fuentes de agua es de concesión privada y en la región de Aysén Enel Endesa posee más del 90% de los derechos del agua.

A ambos lados de la cordillera, otras dos grandes industrias representan sendas amenazas: de un lado, un sector forestal en auge, que crece al calor de la extensión de la frontera forestal, para la producción de madera o celulosa o bien para la obtención de bonos de dióxido de carbono, en el marco del Protocolo de Kyoto. La segunda es la minería a gran escala, que ya ha provocado la protesta ciudadana tanto en la provincia argentina de Neuquén, donde la canadiense Barrick Gold posee varios emprendimientos, y en los fiordos de la Patagonia chilena, donde se proyectan cinco minas de carbón a cielo abierto.

Políticos, empresarios y algunos expertos defienden la necesidad de aprovechar los recursos para fomentar el desarrollo de todo el país, incluidas las zonas mapuche. Así, el Centro de Estudios del Cobre y la Minería (CESCO) consideraesencial “el papel de los recursos naturales en el desarrollo”, y coloca en el centro del debate la implementación de políticas públicas que favorezcan una “segunda fase del desarrollo exportador” con más valor agregado y mayor diversificación. Por su parte, el Ministerio de Minería chileno defiende la sostenibilidad ambiental y social de las industrias extractivas en un país donde al menos un 26% del PIB proviene de este sector, según las Cuentas Nacionales.

El Gobierno argumenta además que se están implementando programas de desarrollo local para que estos recursos lleguen a todos los rincones del país. Es el caso del Fondo Social Más por Chile, que concede a organizaciones sociales fondos de unos 8 millones de pesos (cerca de 12.000 euros) para financiar proyectos de desarrollo local en regiones como el Bío Bío.

La cuestión de la tierra

Lo escribió ya en 1928 el periodista y pensador peruano José Carlos Mariátegui: todas las tesis que intentan explicar el problema indígena como un conflicto étnico o moral se han utilizado para ocultar o desfigurar el problema: “La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”.

Hoy como siglos atrás, la tierra es el motivo de confrontación entre mapuche y wingka. En los últimos años, la presión sobre las comunidades indígenas para que abandonen sus territorios se ha recrudecido allí donde avanzan los grandes emprendimientos y la frontera agrícola.

Es lo que la investigadora Maristella Svampa ha llamado el “Consenso de las Commodities“. Los gobiernos latinoamericanos de izquierda o derecha parecen de acuerdo en que no hay alternativas a ese modelo que reprimariza las economías; cualquier otra posibilidad puede ser tachada, como hizo el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, de “ecologismo infantil”. Así que, pese a los impactos sociales y ambientales, a veces irreversibles, avanza un modelo que se apoya sobre la extracción intensiva de hidrocarburos y metales, así como los grandes monocultivos.

Este “neoextractivismo desarrollista”, como lo llama Svampa, irrumpe en los territorios y desaloja comunidades, pese a que las leyes nacionales y los convenios internacionales reconocen el derecho de los pueblos originarios a sus tierras ancestrales. El famoso Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que plantea la obligatoriedad de consulta previa a las comunidades indígenas, no ha conseguido proteger el derecho de las comunidades a decidir sobre el destino de su  territorio.

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Tampoco sirvió de mucho que, en 2006, en Argentina se declarase la emergencia de las tierras indígenas y el relevamiento inmediato de sus territorios: siete años después se ha relevado una parte mínima de las tierras y, aunque en 2006 se prohibieron los desalojos de comunidades indígenas, éstos se siguen produciendo. En 2011, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) requirió del Estado medidas cautelares para proteger a sus poblaciones mapuche y Qom. La situación es aún más urgente en Chile, donde las comunidades han denunciado la complicidad de las fuerzas de seguridad del Estado.

Estrategia de invisibilización

Tanto en Chile como Argentina la estrategia es de invisibilización de las reivindicaciones indígenas y de estigmatización, cuando no criminalización y judicialización de los movimientos de resistencia. El relator de Derechos Humanos y Contraterrorismo de la ONU, Ben Emmerson, denunció recientemente que el Estado chileno aplica a los mapuches la legislación antiterrorista “de una manera confusa y arbitraria, que termina generando una verdadera injusticia”.

Mientras, los mapuches se organizan y reclaman el reconocimiento de sus tierras, pero también de su identidad cultural y su autonomía política. Ni el Estado chileno ni el argentino registran esas reivindicaciones; en buena medida, porque persisten los prejuicios y estigmas contra los indígenas, a los que el imaginario de las clases medias y blancas todavía relaciona con el atraso y el salvajismo. Por eso las organizaciones mapuches han llevado ante el comité de la ONU contra la discriminación racial al ex ministro chileno del interior y actual ministro de Defensa, Rodrigo Hinzpeter, que relacionó a los mapuches con actos terroristas.

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Es un caso extremo, pero no aislado. Y, aunque las investigaciones antropológicas y las excavaciones arqueológicas evidencian lo contrario, políticos y medios de comunicación siguen en buena medida sustentando el discurso de que los mapuches no vivían en ese territorio cuando se formaron las repúblicas en el siglo XIX. En Chile dicen que vinieron de Argentina; en Argentina, que vinieron de Chile.

No se trata, como señalaba un lúcido Mariátegui casi un siglo atrás, de un matiz étnico, cultural o moral, se trata de la tierra. Los mapuches no tendrían derechos sobre esas tierras si fueran un pueblo invasor, así como negar el problema es la mejor estrategia para retrasar su resolución. Pero ahí estaban los mapuches cuando llegaron los conquistadores españoles y ahí seguían cuando, 300 años de resistencia después, se independizaron los nuevos Estados. Y parecen decididos a seguir resistiendo.