jueves, 10 de marzo de 2011

Igualdad de derechos para los inmigrantes: la clave para organizar sindicatos

Estados Unidos y México

VS 0 | | sección: web | 15/02/२०११

David Bacon (Monthly Review)

[El tema de este artículo es la necesidad de una lucha común de los inmigrantes y de los trabajadores norteamericanos, así como de la solidaridad entre trabajadores de los dos lados de la frontera. Pero muchas de las conclusiones se pueden extrapolar a todas las fronteras].

En mi época de representante sindical tuve una experiencia que a mi juicio ilustra el peso de las tradiciones culturales e históricas que traen consigo los inmigrantes mexicanos cuando llegan a Estados Unidos y el modo en que estas tradiciones afectan a la forma de organizarse.

Yo pertenecía al sindicato de trabajadores del sector eléctrico (United Electrical Workers), uno de los sindicatos más progresistas de EE UU. Un grupo de trabajadores de una gran fábrica, Cal Spas, conocida por la salvaje explotación a que somete a sus trabajadores, se puso en contacto con nosotros. Descontentos con los bajos salarios y las condiciones de trabajo abusivas, empezaron a organizar un sindicato. Un día dieron una paliza al cabecilla del comité organizador en plena calle delante de la fábrica. Se trataba, claro está, de meter miedo a los trabajadores para que desistieran de organizarse.

Esa noche, el comité se reunió para discutir la respuesta. Muchos miembros eran trabajadores indocumentados sin estatuto legal de inmigrantes. Carecían de recursos, en algunos casos ni siquiera tenían reservas de alimentos en casa debido a que los salarios eran tan bajos. Sin embargo, la mayoría estaba a favor de ir a la huelga.

No obstante, tenían una gran duda: querían saber si hacer huelga era legal. Les expliqué que las huelgas en esas circunstancias son legales en Estados Unidos, y entonces decidieron lanzarse. Al día siguiente celebraron un gran mitin a la hora de comer junto a las puertas de la fábrica. El comité se subió a la plataforma de un camión y sus miembros pronunciaron discursos sobre las palizas y la intimidación. Al término del mitin, el comité llamó a los trabajadores a no volver al trabajo. Cientos de ellos formaron un piquete y la huelga se hizo realidad.

A la mañana siguiente, sin embargo, acudieron docenas de personas a las oficinas de la fábrica para solicitar empleo. La empresa se pasó el día entero contratándolas. Al día siguiente llegó la policía para realizar una imponente demostración de fuerza. Escoltados por los agentes, los nuevos contratados cruzaron las barreras del piquete y entraron a trabajar.

El comité de huelga vino a verme. Un trabajador dijo —en un tono que indicaba que pensaba que yo les había mentido— que les aseguré que la huelga era legal. Le contesté que así era, y entonces me hablaron de los rompehuelgas. ¿Cómo puede ser legal, preguntaron, si hay gente que entra a trabajar?

Diferentes maneras de entender los derechos

Las diferentes maneras de entender los conceptos son un aspecto fundamental. Aquellos trabajadores se referían a una cosa cuando hablaban de legalidad y yo a otra. En México, durante una huelga legal, los trabajadores pueden colocar banderas rojas y negras en las verjas de la fábrica y la empresa ha de permanecer cerrada mientras dure la huelga. Nadie puede acudir legalmente a trabajar. El problema, por supuesto, es que para la mayoría de los trabajadores es muy difícil conseguir que se legalicen sindicatos independientes y se autoricen huelgas legales.

En Estados Unidos, los sindicatos no tienen por qué registrarse oficialmente y cualquiera puede constituir uno. Pero la protección legal de los sindicatos es en realidad muy enclenque y son pocos los derechos que tienen estos. Una empresa puede romper legalmente una huelga, tal como hizo Cal Spas.

Estas diferencias se derivan de distintas concepciones de los derechos. En Estados Unidos, el derecho a la propiedad prima sobre todos los demás, inclusive sobre los derechos laborales. La legislación en materia de inmigración también prima sobre los derechos de los trabajadores. En sus sentencias sobre los casos Sure-Tan y Hoffman, el Tribunal Supremo estableció que las empresas declaradas culpables de despedir a trabajadores indocumentados por desempeñar actividades sindicales no están obligadas a readmitirlos o indemnizarles.

En México, las tradiciones jurídicas y políticas de la Revolución de 1910 siguen estando relativamente vivas. Los trabajadores tienen importantes derechos legales y sociales, al menos sobre el papel, y se supone que el Estado ha de respetarlos y defenderlos. Por desgracia, en muchos casos esos derechos se quedan en el papel, es decir, no se aplican en la vida real.

La constitución mexicana otorga a las personas el derecho a la alimentación y la vivienda, pero hay gente que pasa hambre y carece de hogar. Existe efectivamente el derecho de huelga, pero en la práctica se reprime a los sindicatos independientes y democráticos. En el peor de los casos, el gobierno recurre a la policía o incluso al ejército para romper huelgas, como hizo el año pasado con los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y los mineros de Cananea.

Tanto el gobierno mexicano como el estadounidense impulsan una política encaminada a favorecer la inversión extranjera y para ellos la conflictividad laboral y el aumento de los salarios son obstáculos en ese camino. Por eso se cuestiona cada vez más la estructura sindical corporativista de México, al igual que el sistema de convenios protectores que sirven para controlar la mano de obra por parte de las empresas que abren fábricas en el país. Sin embargo, debido a la política de desarrollo aplicada de fomentar la inversión extranjera a toda costa, estas cuestiones dan lugar a duras batallas. La legislación que ha protegido en el pasado los derechos de los trabajadores está siendo socavada.

Estos problemas se agravan a medida que se refuerza el modelo económico neoliberal. La crisis política, social y económica que generan impulsa la emigración a Estados Unidos. Al mismo tiempo, cada vez más plantas industriales abandonan este país en busca de bajos salarios al otro lado de la frontera.

Las maquiladoras y el TLCAN

Cuando comenzó el programa de maquiladoras en 1964, ese tipo de instalaciones se enfrentaban a fuertes restricciones. Desde el final de la Revolución mexicana en 1920 hasta comienzos de los años setenta, el gobierno mexicano trataba de fomentar el desarrollo económico favoreciendo a las empresas mexicanas que producían bienes para el mercado nacional. La inversión extranjera era limitada. El Programa de Industrialización Fronteriza estaba destinado originalmente, en parte, a absorber a los trabajadores en la frontera que se quedaron sin empleo a raíz de la cancelación del programa bracero. /1.

Sin embargo, bajo la presión de la creciente deuda extranjera, la política económica mexicana empezó a cambiar. Las empresas del Estado se vendieron a inversores privados y se permitió a empresas estadounidenses adquirir tierras y fábricas en cualquier parte de México, sin la obligación de asociarse con empresas mexicanas. Se liberalizaron los precios de los productos básicos y se recortaron o suprimieron totalmente las subvenciones públicas a alimentos y servicios para los trabajadores y los pobres.

México era un laboratorio de las reformas económicas que han transformado las economías de los países en vías de desarrollo, sustituyendo las políticas encaminadas a favorecer el desarrollo nacional por políticas de apertura a la inversión extranjera. Hoy en día, la economía mexicana no tiene nada en común con lo que era treinta años atrás.

Las maquiladoras representan una de las principales fuentes de divisas extranjeras, después del petróleo, para la economía mexicana. Las remesas que envían a casa los trabajadores desplazados al extranjero por culpa de las políticas neoliberales constituyen otra fuente muy importante de divisas extranjeras. Esto ha creado una cultura en la que se fomenta todo lo que favorezca la producción en régimen de maquila, despreciando el coste humano del sistema. El gobierno mexicano ha generado un clima favorable a la inversión basado en la disponibilidad de una gran masa de mano de obra barata. Este clima centra toda la atención del gobierno en detrimento del consumo interior, es decir, de la capacidad de la población de comprar lo que produce.

Bastante antes de que entrara en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la diferencia de salarios entre EE UU y México estaba aumentando. Los salarios mexicanos representaban un tercio de los pagados en EE UU hasta los años setenta. Actualmente ni siquiera alcanzan un octavo, y en algunos sectores tan solo llegan a una quinceava parte, incluso en un periodo en que los salarios estadounidenses han perdido poder adquisitivo.

En los dos últimos decenios, el salario de los trabajadores mexicanos ha perdido más de la mitad del poder adquisitivo. Presionado por los acreedores extranjeros, el gobierno mexicano ha anulados las subvenciones a productos de primera necesidad, entre ellos la gasolina, la luz, el transporte urbano, las tortillas y la leche, cuyos precios han aumentado vertiginosamente. Se calcula que hay 40 millones de personas que viven en la pobreza y 25 millones en la extrema pobreza.

Los trabajadores estadounidenses también se han visto afectados por la creciente miseria en México, que actúa como un imán que atrae la producción hacia el sur. Las promesas de que el TLCAN crearía puestos de trabajo en EE UU para compensar el traslado de centros de producción no fue más que un ardid político para conseguir que el Congreso ratificara el TLCAN,

El lobby empresarial USA*NAFTA, favorable al TLCAN, solo logró documentar 535 empleos creados en EE UU en virtud del tratado en 1994 (su primer año de vigencia), a pesar de las promesas de que las exportaciones estadounidenses a México generarían 100.000 puestos de trabajo ese mismo año. Al mismo tiempo, el Ministerio de Trabajo de EE UU recibió solicitudes de ayuda por regulación de empleo relacionadas con el TLCAN para 34.799 trabajadores. En 2002 ya eran 403.000. De acuerdo con “NAFTA at Seven”, un informe del Instituto de Política Económica, “el TLCAN eliminó 766.030 puestos de trabajo reales y potenciales en EE UU entre 1994 y 2000 debido al rápido crecimiento del déficit comercial neto de este país con México y Canadá”. Hoy en día, el número es mucho mayor. En 2003, un estudio de Robert E. Scott para el Instituto de Política Económica concluyó que “el aumento del déficit comercial de EE UU con Canadá y México hasta 2002 originó la deslocalización de una producción que sostenía 879.280 puestos de trabajo estadounidenses”.

Las exportaciones no siempre generan empleo. En los cinco sectores que producen la mayor parte de las exportaciones a México —material eléctrico, maquinaria, material de transporte, productos químicos y metales primarios— desaparecieron más de 1,5 millones de puestos de trabajo en los años ochenta y noventa, mientras que las exportaciones a México fueron aumentando. El TLCAN favoreció la exportación de capitales, no de productos y servicios. La inversión extranjera en fábricas y equipamientos mexicanos, en su gran mayoría procedente de EE UU, aumentó en 8.000 millones de dólares tan solo en la primera mitad de 1994. Los centros de producción mexicanos de General Electric vieron crecer sus ventas un 18 % en 1994, alcanzando un volumen de mil millones de dólares. El entonces director general, Jack Welch, declaró a Business Week que el futuro de General Electric se hallaba en México.

Solidaridad internacional

A través de las ayudas y las condiciones de los créditos que concede, el gobierno de EE UU impone una política de bajos salarios en la economía mexicana con la cooperación activa del gobierno de este país, a fin de fomentar el sistema de maquiladoras. A raíz de ello han estallado conflictos laborales en una factoría tras otra a lo largo de los dos últimos decenios, de un extremo a otro de la larga frontera. Y a medida que se han ido intensificando esos conflictos se ha organizado un movimiento de apoyo a los trabajadores afectados en el norte, es decir, en EE UU y Canadá.

Este movimiento de solidaridad internacional no sólo presta apoyo directo a los trabajadores afectados, sino que además, por el hecho de que el modo de producción a base de maquiladoras transforma la economía de países en vías de desarrollo como México, constituye un terreno de pruebas para un nuevo modelo de relaciones internacionales entre trabajadores y sindicatos. Hoy en día, la solidaridad en la base a través de la frontera entre EE UU y México se desarrolla en distintos terrenos, utilizando diversas estrategias. Estas tienen en común su carácter democrático y de base, lo que las distingue claramente del enfoque jerárquico que caracterizó las relaciones internacionales entre sindicatos en la época de la Guerra Fría. Son los propios trabajadores quienes protagonizan las nuevas acciones transfronterizas.

Los conflictos laborales en la frontera mexicana son en gran medida resultado de las reformas económicas impuestas a México por el Fondo Monetario Internacional, reforzadas por las condiciones de los créditos bancarios y las ayudas de EE UU. La más importante de esas condiciones —más incluso que la supresión de las subvenciones a productos de primera necesidad y la apertura de la economía mexicana a las importaciones— es la que se refiere a la privatización.

En países como México, que tienen una economía mixta, gran parte de los trabajadores han estado empleados históricamente en empresas públicas. La mayoría de los obreros industriales mexicanos trabajaban para el Estado hasta que las reformas económicas empezaron a transformar la economía en los años setenta. El movimiento obrero organizado mexicano tenía su fuerza principal en el sector público.

Mientras que hace tres decenios tres cuartas partes de la mano de obra mexicana estaba sindicada, hoy esta proporción ha descendido a menos de un tercio. En la empresa petrolera estatal, PEMEX, todavía pertenece al sindicato el 72 % de la plantilla. Sin embargo, cuando se privatizó la industria petroquímica en el curso de los últimos quince años, la tasa de sindicación descendió al 7 %. Los nuevos propietarios privados redujeron la afiliación al sindicato de ferroviarios de 90.000 a 36.000 trabajadores en ese mismo periodo.

El año pasado, una de las luchas obreras más importantes de México se libró en torno a la privatización del sistema eléctrico del centro del país y la destrucción de su sindicato. Esa lucha se inició hace diez años. En 2000, el SME movilizó a sus aliados y en tres semanas recogió un millón de firmas en apoyo de una petición de que se suspendiera la venta de su empresa, la Compañía de Luz y Fuerza del Centro de México. El año pasado, sin embargo, el gobierno despidió a 44.000 trabajadores de la empresa, envió a la policía federal a ocupar sus instalaciones, canceló el convenio con el SME y llevó a miles de trabajadores para reemplazarlos. Desde entonces, los miembros del SME han sido golpeados cada vez que intentaban manifestarse delante de centrales eléctricas y decenas de ellos realizaron una huelga de hambre en la plaza principal de la Ciudad de México, el Zócalo. Para los sindicalistas, el ataque el SME fue un intento de destruir un sindicato que ha sido un bastión de la izquierda y el principal obstáculo a la privatización de la electricidad.

Los despidos masivos y la destrucción de los sindicatos son experiencias a las que ya se han enfrentado los trabajadores de las aerolíneas mexicanas, el ferrocarril, las empresas de autocares, el sistema telefónico y otros muchos sectores. Desde hace más de tres años, los mineros de Cananea están protagonizando huelgas para impedir la destrucción de su sindicato y la supresión de los puestos de trabajo en una de las minas de cobre más antiguas de México y escenario de la histórica batalla de 1907 que anunció la Revolución mexicana.

En una huelga de 1998, cientos de mineros de allí perdieron su empleo después de que hubiera amenazas de ocupación militar para imponer recortes por parte de Grupo México, un enorme conglomerado que prácticamente recibió la mina de regalo al amparo de la ola de privatizaciones impulsada por el presidente Carlos Salinas. Puesto que en Cananea, una pequeña ciudad en la montaña, casi no hay otra actividad que la minera, los desempleados tuvieron que irse a otro lugar. Muchos de ellos cruzaron la frontera con EE UU, que se halla a unos 80 kilómetros al norte, para buscar trabajo y un nuevo futuro. Si la huelga actual en Cananea resulta derrotada y el sindicato destruido, cientos de mineros más perderán su empleo. En efecto, están luchando por su derecho a seguir viviendo y trabajando en México.

Buscando un futuro

¿Adónde van los mineros cuando pierden su empleo y su sindicato? ¿Adónde irán los 44.000 trabajadores de la electricidad despedidos para encontrar trabajo si no pueden recuperar sus empleos, su sindicato y sus derechos? La emigración, en este caso a Estados Unidos, es una consecuencia directa de la represión, la privatización y la imposición de reformas económicas basadas en el mercado.

Los mineros y los trabajadores del sector eléctrico no son los únicos. Migrant Rights International, una organización de defensa de los derechos de los migrantes con sede en Ginebra, calcula que actualmente más de 200 millones de personas viven fuera del país en que han nacido. No van únicamente de México a Estados Unidos, sino de los países en desarrollo a los países desarrollados en todo el mundo.

¿Y qué encuentran cuando llegan soñando en una vida mejor? En EE UU pasan a formar parte de una fuerza de trabajo inmigrante con unas condiciones de trabajo y unos salarios que se sitúan en la parte más baja de la escala. Les niegan los derechos más fundamentales, como el seguro de desempleo, el seguro de enfermedad o cualquier prestación social. No tienen derecho al trabajo: no sólo pueden ser despedidos sin previo aviso, como la mayoría de trabajadores, sino que para ellos el hecho de trabajar ya constituye de por sí un delito, una infracción de la ley, conforme a la disposición de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986 que establece sanciones a las empresas que les contratan.

A estos trabajadores les deniegan el derecho a residir en una comunidad estable, a vivir en este país. Y la trágica ironía es que a menudo acaban trabajando para las mismas empresas cuyas filiales en su país de origen tienen la culpa de que no les quedara otra salida que emigrar.

Los trabajadores de Estados Unidos se convierten en víctimas de la misma economía de libre comercio: pierden su empleo cuando cierran sus fábricas o cuando el recorte de impuestos con que se financian los servicios sociales obliga a reducir el empleo. Cuando esto ocurre, les dicen que busquen a quien echar la culpa. Entonces, en lugar de señalar a las grandes empresas, los gobiernos y las entidades financieras, que son quienes realmente toman las decisiones, les dicen que acusen a otros trabajadores. Que acusen a los trabajadores de México o China de quitarles su puesto de trabajo. Que acusen a los inmigrantes.

A resultas de esto, la histeria contra la inmigración se ha convertido en un problema muy serio en todos los países desarrollados, donde los inmigrantes constituyen un ejército de reserva laboral transnacional y se integran en la fuerza de trabajo de los países a los que van.

Las empresas multinacionales lo quieren todo: invertir en los países en vías de desarrollo, presionando los salarios a la baja en busca del máximo beneficio, y contratar en los países desarrollados a trabajadores que han sido desplazados debido al desempleo, la privatización y la caída de los salarios, para utilizarlos como mano de obra barata y de “usar y tirar”.

En su afán por maximizar los beneficios, las grandes empresas se apoyan en la legislación estadounidense en materia de inmigración. Mientras que las leyes sobre inmigración siempre se presentan en los medios de comunicación como un instrumento para controlar las fronteras e impedir que las crucen personas ilegalmente, en realidad han desempeñado una función mucho más importante: a lo largo del último siglo han servido de válvula para regular la oferta, y con ella el precio, de la mano de obra inmigrante.

Por muchas vallas que se construyan en la frontera, por muchos soldados o guardias o helicópteros que patrullen por ellas, siempre habrá trabajadores que las crucen en busca de un futuro mejor mientras los tratados comerciales y los programas de ajuste estructural no les den otra alternativa para sobrevivir. No hay prueba más fehaciente de esto que el hecho de que cada año mueren en el desierto cientos de mujeres y hombres, trabajadores y campesinos, en su intento de pasar del norte de México a los Estados Unidos.

Durante toda la Guerra Fría, en lugar de luchar por los derechos de estos trabajadores migrantes, el movimiento obrero de EE UU estuvo dominado por actitudes hostiles hacia la inmigración. Al mismo tiempo, los sindicatos apoyaron la expansión del libre comercio, la inversión de las empresas estadounidenses en el exterior y en general la política exterior de EE UU, es decir, las causas del desplazamiento de trabajadores y de la inmigración. En 1986, la citada Ley de Reforma y Control de la Inmigración, que declaró ilegal el simple hecho de trabajar, de tener un empleo, por parte de los inmigrantes indocumentados, contó con el apoyo de la AFL-CIO /2, que lo justificó con el argumento de que si no podían trabajar, se irían a casa, o de entrada ya no vendrían.

Pero cuando trabajar es delito, a los trabajadores les resulta muy difícil organizar sindicatos, declararse en huelga y luchar por la mejora de sus condiciones. En la medida en que los gobiernos de Clinton, Bush y ahora el de Obama controlan el cumplimiento de las leyes sobre inmigración en los lugares de trabajo, estas dificultades se han agravado todavía más.

Actualmente, los formularios que han de rellenar los trabajadores para que les contraten son revisados por agentes del Departamento de Inmigración, que obligan a las empresas a despedir a aquellos cuyos documentos no están totalmente en regla. La Administración de la Seguridad Social se ha visto presionada para que preste su base de datos para la búsqueda de inmigrantes indocumentados. Nada más que el año pasado, en Minneapolis fueron despedidos 1.500 celadores, otros 300 en Seattle, 475 en San Francisco, al igual que 2.000 costureros en Los Ángeles. Centenares más perdieron su puesto de trabajo en casos similares en todo el país. El Departamento de Seguridad Interior dice que está verificando los registros de personal de 1.654 empresas, lo que puede conducir al despido de cientos o miles de personas. Esto causará de por sí un profundo impacto en los sindicatos, ya que los afiliados que han estado pagando sus cotizaciones, en muchos casos durante años, esperan que los sindicatos defiendan sus empleos y el sustento de sus familias. Si no lo hacen, esperarán en vano que se afilien trabajadores inmigrantes.

Al mismo tiempo que se intensifica el control de la inmigración, las empresas proponen programas que en teoría permiten a los trabajadores quedarse en EE UU, pero únicamente como trabajadores autónomos, en unas condiciones en que cualquier protesta para reivindicar salarios más altos o cualquier intento de afiliarse a un sindicato suponen la deportación.

Trabajadores, no víctimas

Por otro lado, el sentimiento de hostilidad hacia los inmigrantes que cunde en el movimiento obrero estadounidense también ha tenido siempre sus detractores. Además, en las últimas dos décadas los sindicatos se han mostrado mucho más interesados en organizar a trabajadores inmigrantes y luchar por sus derechos.

En parte es una cuestión de pura supervivencia. Los trabajadores inmigrantes, que están en lo más bajo de la escala, son los que más desean y necesitan sindicatos y los que más dispuestos están a asumir un riesgo cuando se organizan. A la luz de este hecho fundamental, en 1999 varias organizaciones de base defensoras de los derechos de los inmigrantes y comités de empresa de todo el país presentaron conjuntamente una propuesta de resolución al Congreso de la AFL-CIO celebrado en Los Ángeles. Esta resolución exigía poner fin a las sanciones a las empresas que contraten a indocumentados y lanzar un nuevo plan de regularización para legalizar a los trabajadores que ya están en el país, además de reclamar la suspensión del programa de control de la inmigración por parte del gobierno. En el Congreso hubo dirigentes sindicales nacionales que se expresaron a favor de un cambio de política de inmigración.

Hoy en día, los sindicatos de EE UU representan al 12 % de la fuerza de trabajo. Tienen que afiliar a 400.000 trabajadores cada año simplemente para mantener ese porcentaje. Si desean pasar del 12 al 13 %, es decir, subir nada más que un punto porcentual, tienen que afiliar a 800.000 trabajadores en un año. Lo cierto es que en los últimos años ha habido ocasionalmente un ligero incremento, pero más a menudo un descenso. El porcentaje de trabajadores afiliados ha venido disminuyendo desde la década de 1950. Cuando desciende la tasa de sindicación, los salarios menguan al igual que la capacidad para enfrentarse a las grandes empresas y las poderosas instituciones de nuestra sociedad.

Pero mientras que este declive sindical es un fenómeno generalizado, lo cierto es que los inmigrantes han luchado por organizarse. En California, la mayoría de iniciativas sindicales habidas a lo largo de la última década se han basado al menos en parte en trabajadores inmigrantes. No se trata tan sólo de acciones lanzadas por los sindicatos, sino también de muchas huelgas espontáneas y de creación de sindicatos por iniciativa de los propios inmigrantes.

Este fenómeno se deriva en parte de la evolución demográfica. La fuerza de trabajo está cambiando en muchos sectores, y los trabajadores inmigrantes representan una proporción cada vez mayor de la mano de obra en actividades como la limpieza de edificios, la sanidad, la fabricación, el sector alimentario, la construcción y la hostelería. Algunos sectores siempre han contado con una fuerte presencia de mano de obra inmigrante, como la agricultura, la confección, la electrónica, etc.

Se trata de actividades basadas en una intensa explotación de la mano de obra, explotación que va en aumento. En el sector de la confección de Los Ángeles, por ejemplo, el nivel salarial ha venido disminuyendo en términos reales desde 1986, cuando se promulgó la ley de reforma de la inmigración, y al mismo tiempo se han deslocalizado puestos de trabajo al extranjero. Esto ocurrió también en el sector de la construcción, donde los sindicatos perdieron toda representatividad en la década de 1950, hasta que en 1992 hubo una huelga de albañiles y peones inmigrantes que duró un año y la tendencia empezó a invertirse.

El cambio demográfico y el aumento de la explotación no son fenómenos que se circunscriben a California. Es un proceso que se da en todas partes, incluso en Estados en los que históricamente no hubo nunca muchos inmigrantes latinos o asiáticos.

Aunque los inmigrantes sufran la explotación, no son víctimas. Cuando la AFL-CIO estaba debatiendo sobre su cambio de postura en el Congreso de Los Ángeles, un grupo de trabajadores dejaron de trabajar en una planta de productos cárnicos de St. Paul, Minnesota y enviaron una delegación a la sede del sindicato de trabajadores del comercio y la alimentación para comunicar que estaban en huelga y dispuestos a afiliarse.

En el mitin masivo sobre inmigración que tuvo lugar después del Congreso, una trabajadora explicó que su empresa, un hotel de Palm Springs, despidió a algunos empleados cuando estos empezaron a organizar un sindicato. En respuesta a ello, las limpiadoras se negaron a trabajar para el hotel durante tres meses. Cuando el Consejo Nacional de Relaciones Laborales ordenó al hotel que readmitiera a los despedidos y el hotel se negó a readmitir a los que no tuvieran papeles, la huelga prosiguió durante un mes más hasta que fueron readmitidos todos.

Los inmigrantes no son los únicos trabajadores que han protagonizado luchas. Hay también otros grupos favorables a la sindicación y que batallan valientemente por sus derechos. No obstante, entre los inmigrantes se observan más experiencias de autoorganización, más luchas emprendidas por los trabajadores y actos de apoyo a las mismas desde el exterior. Los inmigrantes indocumentados no son una amenaza, sino un factor de fortalecimiento del movimiento obrero. A muchos trabajadores inmigrantes no hace falta explicarles qué son sindicatos, ni en muchos casos cómo deben organizarse, al margen del hecho de que tal vez desconozcan las leyes y derechos laborales vigentes en EE UU. Tienen cosas que ofrecer al movimiento sindical aparte de la mera posibilidad de crecer.

En Filipinas, por ejemplo, los trabajadores, cuando emprenden una huelga, instalan tiendas de campaña y acampan delante de la puerta de la fábrica. Ningún acoso policial es capaz de echarles de allí. Esta combatividad permitió a inmigrantes filipinos organizar sindicatos en las empresas de enlatado de pescado de Alaska y del Noroeste de EE UU en la década de 1930. La gran huelga de la viticultura de 1965, cuando nació el sindicato de trabajadores del campo (United Farm Workers), fue iniciada por aquella generación de sindicalistas filipinos.

En México y El Salvador, a pesar del acoso y a veces incluso de la represión sangrienta, la ley todavía prohíbe a las empresas mantener la actividad y contratar a esquiroles durante una huelga legal (a pesar de que el gobierno conservador mexicano haga todo lo posible por suprimir este derecho al calor de alguna “reforma”). A menudo, esta experiencia hace que los trabajadores de estos países tengan puestas más expectativas en sus derechos laborales, lo que a su vez influye positivamente en los sindicatos estadounidenses. Esto ayuda a los trabajadores a elevar sus aspiraciones, de modo que no den por seguro que la patronal va a romper la huelga ni lo consideren una cosa normal. Estas expectativas culturales sitúan los derechos laborales por encima de los derechos de propiedad, un cambio de la escala de valores que beneficiaría mucho a los trabajadores estadounidenses en su conjunto.

Mientras que los huelguistas de Cal Spas de que hablábamos más arriba tal vez sintieran al principio cierta desconfianza hacia el sindicato, sus expectativas con respecto a su derecho de huelga eran efectivamente mayores que las de la mayoría de trabajadores estadounidenses. Muchos representantes sindicales han aprendido a aprovechar esas expectativas para convencer a los trabajadores inmigrantes de que se afilien al sindicato.

Las comunidades inmigrantes suelen apoyar muy activamente las luchas obreras y los propios trabajadores tienen una gran tradición de apoyo mutuo. En el barrio, las huelgas se convierten a menudo en luchas de toda la comunidad contra una gran empresa.

Sin embargo, para convencer realmente a los trabajadores inmigrantes hace falta una alianza estratégica entre los sindicatos y las comunidades inmigrantes. La tarea de afiliar a los trabajadores no es tan simple como plantarse ante las puertas de la fábrica con carnets y folletos y pedir a la gente que firme. Es una lucha prolongada que requiere una labor de organización efectiva entre los propios trabajadores, un plan de lucha contra la empresa para cambiar realmente las condiciones en el lugar de trabajo, y generar solidaridad y forjar alianzas efectivas en el seno de la comunidad, como Jobs with Justice /3 y sus Consejos de Derechos de los Trabajadores.

Muchas comunidades inmigrantes ya están bien organizadas. Entre mexicanos y filipinos, por ejemplo, son muy comunes las agrupaciones de personas procedentes de la misma ciudad en su país. En la huelga de la construcción de 1992 en el sur de California, los trabajadores, que en gran parte venían de unas pocas ciudades del centro de México, paralizaron todas las obras desde Santa Bárbara hasta la frontera mexicana. Estas asociaciones también desempeñaron una función importante en la organización de grandes marchas, desde la que protagonizaron cien mil personas contra la Proposición nº 187 de California /4 en 1994 hasta las marchas de 2006 por los derechos de los inmigrantes, que reunieron a un millón de personas.

Las asociaciones de defensa de los derechos de los inmigrantes son las aliadas naturales del movimiento obrero. Algunos de los derechos más fundamentales que se deniegan a los inmigrantes son derechos que les corresponden como trabajadores.

Economicismo e igualdad de derechos

Siempre ha habido dos maneras de pensar sobre los inmigrantes en el seno del movimiento obrero. Una es el economicismo estrecho, por el que los sindicatos han aspirado a limitar la oferta de mano de obra, convirtiéndose de hecho en un club de unos pocos privilegiados. En la época en que el economicismo era dominante en el movimiento obrero, como ocurrió durante la Guerra Fría, los sindicatos no defendían más que los intereses de sus propios miembros, mientras que los demás trabajadores y sus aspiraciones eran objeto de discriminación por motivos de racismo, machismo y sentimientos hostiles hacia la inmigración.

En 1999, la AFL-CIO dio un enorme paso adelante hacia una visión totalmente distinta, que concibe los sindicatos como movimientos sociales que pretenden organizar a todo el mundo. El cambio de postura de la AFL-CIO sobre la inmigración implicaba que el movimiento obrero iba a luchar por los intereses de los trabajadores como clase: de todos los trabajadores, incluidos los indocumentados. Al enfrentarse al poder patronal con una visión más amplia de la justicia social, esta postura anticipaba que el movimiento obrero iba a combatir el racismo y la histeria contra los inmigrantes.

La resolución de 1999 llamaba a los sindicatos a oponerse a las sanciones a empresas que contrataran a indocumentados. Estas sanciones, en efecto, están dirigidas contra los trabajadores, no contra las empresas. Cuando el trabajo es declarado ilegal, las empresas obtienen un arma poderosa frente a cualquier esfuerzo por organizar sindicatos o luchar por la mejora de las condiciones. Este cambio de posición asume la igualdad de derechos para todos los trabajadores. Es más, las sanciones se justifican con el argumento de que si los inmigrantes no pueden trabajar, se irán del país. Al reclamar la abolición del régimen de sanciones, los sindicatos rechazan esta exclusión racista y deciden en su lugar que lucharán por el derecho de esos trabajadores a quedarse para sostener a sus familias.

El movimiento obrero no debe abandonar esta postura. La resolución de 1999 fue el fruto de una lucha de trece años, en la que los sindicatos se convencieron de que la defensa de los indocumentados era la clave de su propia supervivencia. Se convirtió en el motor de una alianza cada vez más estrecha entre el movimiento obrero organizado y las comunidades inmigrantes. Por eso dicha resolución no debería sacrificarse en el altar de la negociación política en Washington.

La AFL-CIO también exigió una nueva regularización, a cuyo amparo los indocumentados pueden legalizar su situación. Los trabajadores que se interesan por su comunidad también tienen interés en organizarse para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. Pero cuando los inmigrantes son vulnerables, su condición de personas de segunda clase no solo se utiliza contra ellos mismos, sino también contra todos los demás.

¿Qué queremos?

Las empresas y la clase política de EE UU siempre han utilizado la legislación en materia de inmigración como un medio para regular la oferta de mano de obra a fin de presionar a la baja sobre los salarios y las condiciones de trabajo. Hoy en día existen muchas categorías de visados que las empresas usan para traer a trabajadores a EE UU contratándolos como autónomos. Existen programas de este tipo para empleos de alta tecnología, de la sanidad, trabajos agrícolas, de confección, etc.

Cuando los trabajadores tratan de mejorar sus condiciones y organizan un sindicato, resulta fácil despedirlos, sean inmigrantes o no. Pero cuando un trabajador inmigrante es despedido, no solo pierde su puesto de trabajo, sino también el derecho a permanecer en el país. Esto otorga efectivamente a las empresas el poder para despedir y deportar a los trabajadores, y hace que estos trabajadores sean vulnerables y se hundan en la desesperación. Dejar que estos trabajadores busquen un nuevo empleo les sirve de muy poco si son deportados cuando están desempleados durante un tiempo.

La mayor vulnerabilidad es la razón por la que las empresas reclaman nuevos programas o la ampliación de los ya existentes. En el sector de alta tecnología, la industria electrónica cuenta con una larga historia de discriminación de ingenieros afroamericanos y apenas los contrata. Muchos trabajadores negros han estado llamando a sus puertas para que los emplearan, pero en lugar de contratarlos y tener que aumentar los salarios para competir en el mercado de trabajo nacional, las empresas prefieren traer a trabajadores de otros países con contrato de obra, es decir, como autónomos.

Esta industria y los programas de visados hechos a la medida de las empresas se basan en la idea de que la legislación en materia de inmigración debe servir para ofrecer mano de obra a las empresas. Estas propuestas anulan cualquier posibilidad de una reforma real y significativa de la inmigración, especialmente desde que resulta necesario reforzar los controles para que estos trabajadores no logren escapar de esas situaciones de intensa explotación.

Y esto es lo que está sucediendo. La reforma de la inmigración pactada por los presidentes Obama y Calderón es un programa de contratación de trabajadores temporales. Para Calderón, un programa de contratación de autónomos le permite proclamar que ha abierto las puertas de Estado Unidos y que los mexicanos ya no tendrán que cruzar el desierto y jugarse la vida para buscar trabajo. Los tres últimos presidentes de EE UU han apoyado todos los programas de “trabajadores visitantes” (guest workers) porque constituyen la variante de reforma de la inmigración que desean las grandes empresas.

Es importante para los trabajadores y sindicatos de ambos lados de la frontera decidir qué es lo que quieren y no aceptar sin más las propuestas de las empresas y los políticos conservadores. ¿Queremos garantizar que todos los trabajadores tengan derecho a organizarse y nos opondremos a cualquier propuesta en materia de inmigración que socave este derecho? ¿Queremos una política de unificación familiar y no de separación de familias? ¿Queremos que haya comunidades estables, en las que los trabajadores puedan construir un poder político? ¿Queremos unidad e igualdad de los trabajadores, blancos y negros, inmigrantes y nativos? ¿Queremos tratados comerciales y reformas económicas que se usan para desplazar a comunidades enteras y forzar a las personas a migrar en busca de trabajo?

Hemos de decidir y luego luchar por lo que realmente queremos.

¿Para cuándo lo queremos?

El presidente de AFL-CIO, Richard Trumka, dice: “Necesitamos asegurar que cada trabajador —documentado o indocumentado— en EE UU esté protegido por nuestras leyes en materia laboral”. Añade que necesitamos una reforma de la inmigración que “permita a los inmigrantes integrarse con garantías en nuestro país desde el primer día, con capacidad para afirmar sus derechos legales, incluido el derecho a organizarse, sin miedo a que le rescindan el contrato”.

Pero no todas las propuestas de reforma servirán a este objetivo. De hecho, las que se han formulado en el Congreso en los últimos cinco años apuntan en sentido contrario. Hace poco, el Consejo de Relaciones Exteriores /5 propuso dos objetivos para la política de inmigración estadounidense: “Deberíamos reformar el marco jurídico de la inmigración de manera que resulte más eficiente, responda mejor a las necesidades del mercado de trabajo y refuerce la competitividad de Estados Unidos”. Esto implica en lo esencial utilizar la inmigración como fuente de abastecimiento de mano de obra a precio competitivo, es decir, con bajos salarios. “Deberíamos restablecer la integridad de las leyes sobre inmigración”, prosigue el Consejo, “mediante un mecanismo de control que disuada con firmeza a las empresas y a los trabajadores de situarse al margen del sistema legal”. Esto asocia el actual mecanismo de control, con sus inspecciones y despidos, a aquel sistema de abastecimiento de mano de obra.

Una política de inmigración destinada a suministrar trabajadores a las empresas siempre tiene dos consecuencias. El desplazamiento de comunidades en el extranjero se convierte en una política tácita, pues resulta necesaria para que haya trabajadores disponibles. Y la desigualdad en los países de destino de esos trabajadores se convierte en política oficial.

Estados Unidos tiene que elegir. Una orientación como la que desean las grandes empresas gestionaría el flujo de personas con nuevos programas de “trabajadores invitados” y un aumento de las sanciones a quienes traten de migrar y trabajar al margen de este sistema. Algunas propuestas incluyen asimismo una legalización selectiva de los indocumentados, en la que se descalificaría a la mayoría de las personas o se les haría esperar años para obtener el visado.

La historia nos enseña que una orientación mejor no solo es posible, sino que también se hizo realidad en parte al amparo del movimiento por los derechos civiles. En 1964, varios héroes del movimiento chicano, como Bert Corona, Ernesto Galarza, César Chávez y Dolores Huerta, forzaron al Congreso a cancelar el Programa Bracero. Al año siguiente, trabajadores mexicanos y filipinos se declararon en huelga en los campos de Coachella y Delano, dando nacimiento al sindicato de trabajadores del campo. Al año siguiente, en 1965, aquellos dirigentes, junto con otros muchos, volvieron al Congreso y lograron que se promulgara una ley que estableció la unificación familiar como criterio de admisión de inmigrantes en lugar de las necesidades de mano de obra de las empresas. El movimiento por los derechos civiles logró imponer esa ley, y su lucha no ha terminado.

Necesitamos la regularización para que doce millones de personas puedan obtener rápidamente el derecho de residencia y la tarjeta de residencia permanente. Necesitamos abolir las leyes que hacen del trabajo un delito, junto con los centros de detención gestionados por empresas privadas.

Hemos de asegurar que los responsables políticos de Washington no hundan en la pobreza a las familias en México, El Salvador o Colombia y fuercen a una nueva generación de trabajadores a salir al extranjero para buscar trabajo en fábricas de muebles y lavanderías, edificios de oficinas y centros de embalaje, en obras de construcción o simplemente en los jardines y guarderías de los ricos.

Las familias en países en los que la gente es desplazada por culpa del libre comercio y de las políticas neoliberales, tienen derecho a sobrevivir, derecho a no emigrar. Para que este derecho sea realidad, necesitan puestos de trabajo y explotaciones agrarias productivas, buenas escuelas y atención sanitaria en su propio país.

La solidaridad es el arma para conquistar estos derechos. Tenemos una ventaja en este mundo cada vez más globalizado. Más de 200 millones de personas, casi todas ellas obreros y campesinos, forman parte de un gran flujo migratorio, un gran vínculo humano que conecta los países del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. ¿Existe algún vehículo para la solidaridad más natural que los propios trabajadores? ¿Quién sabe más de las condiciones de trabajo en ambos hemisferios del mundo que aquellos que han trabajado en los dos? ¿Quién es capaz de ver más claramente cómo funciona la economía global y quién tiene más interés en cambiar las cosas? ¿Quién puede ayudarnos a cambiar nuestros sindicatos, que son organizaciones preponderantemente nacionales, acostumbradas a funcionar dentro de las fronteras nacionales, para convertirlos en organizaciones realmente globales, uniendo a los trabajadores por encima de las fronteras?

Organizar a las comunidades de inmigrantes no es una cuestión de compasión con los pisoteados. Es fruto de la comprensión de lo que hace falta para asegurar la supervivencia de nuestras comunidades, de nuestro movimiento obrero. Si nos tomamos en serio el deseo de acumular poder político, entonces tenemos que incorporar a los trabajadores inmigrantes, luchar por sus derechos y hacer nuestro el movimiento por la justicia social, tanto para documentados como indocumentados.

10/2010

David Bacon es colaborador de la Monthly Review, escritor y fotógafo. Durante veinte años trabajó como organizador sindical de trabajadores inmigrantes. Ha publicado el libro Hijos del libre comercio. Deslocalización y precariedad (2005), Barcelona: El Viejo Topo.

Traducción: VIENTO SUR


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1/ El programa bracero fue un acuerdo firmado en 1942 entre los gobiernos de los Estados Unidos y México, motivado por la falta de mano de obra durante la segunda guerra mundial, mediante el cual varios millones de campesinos mexicanos se convirtieron en trabajadores temporales de la agricultura norteamericana. Fue suprimido en 1964.
2/ La AFL-CIO es la principal confederación sindical de EE UU
3/ Jobs with Justice (Empleos con derechos) es una asociación creada en 1987 que ayuda a los trabajadores y comunidades a luchar por unas condiciones de trabajo y de vida dignas.
4/ Propuesta sometida a referéndum para impedir el acceso de los indocumentados a los servicios básicos de atención médica, enseñanza pública y otros servicios sociales.
5/ El Council on Foreign Relations es un instituto de estudios sobre cuestiones relacionadas con la política exterior de EE UU.


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