domingo, 13 de octubre de 2013

NADA QUE FESTEJAR: 12 de octubre, la fiesta del crimen, la sangre y el expolio


"¿Cristóbal Colón descubrió América en 1492? ¿O antes que él la descubrieron los vikingos? Los que allí vivían, ¿no existían?

Eduardo Galeano



Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?

¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?

Nos han dicho, y nos siguen diciendo, que los peregrinos del Mayflower fueron a poblar América. ¿América estaba vacía?

Como Colón no entendía lo que decían, creyó que no sabían hablar.
Como andaban desnudos, eran mansos y daban todo a cambio de nada, creyó que no eran gentes de razón.

Hasta no hace mucho, el 12 de octubre era el Día de la Raza.

Pero, ¿acaso existe semejante cosa? ¿Qué es la raza, además de una mentira útil para exprimir y exterminar al prójimo?

Después, el Día de la Raza pasó a ser el Día del Encuentro.

¿Son encuentros las invasiones coloniales? ¿Las de ayer, y las de hoy, encuentros? 

¿No habría que llamarlas, más bien, violaciones?"
 



12 de octubre
Cinco siglos de prohibición del arco iris en el cielo americano

Eduardo Galeano

Publicado en Rebelión

Enviado Por la Refundación de Honduras / Correo por la emancipacíon

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El Descubrimiento: el 12 de octubre de 1492, América descubrió el capitalismo. Cristóbal Colón, financiado por los reyes de España y los banqueros de Génova, trajo la novedad a las islas del mar Caribe.

En su diario del Descubrimiento, el almirante escribió 139 veces la palabra oro y 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor. Él no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas, y el 27 de noviembre profetizó: Tendrá toda la cristiandad negocio en ellas. Y en eso no se equivocó.

Colón creyó que Haití era Japón y que Cuba era China, y creyó que los habitantes de China y Japón eran indios de la India; pero en eso no se equivocó.

Al cabo de cinco siglos de negocio de toda la cristiandad, ha sido aniquilada una tercera parte de las selvas americanas, está yerma mucha tierra que fue fértil y más de la mitad de la población come salteado.
Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus tierras, y siguen condenados a la negación de su identidad diferente. Se les sigue prohibiendo vivir a su modo y manera, se les sigue negando el derecho de ser.

Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron ejecutados en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen en nombre del dios del Progreso. Sin embargo, en esa identidad prohibida y despreciada fulguran todavía algunas claves de otra América posible.

América, ciega de racismo, no las ve.
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El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón escribió en su diario que él quería llevarse algunos indios a España para que aprendan a hablar ("que deprendan fablar"). Cinco siglos después, el 12 de octubre de 1989, en una corte de justicia de los Estados Unidos, un indio mixteco fue considerado retardado mental ("mentally retarded") porque no hablaba correctamente la lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en los campos de California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público. Pastrana no se entendía con la intérprete española y el psicólogo diagnosticó un claro déficit intelectual. Finalmente, los antropólogos aclararon la situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la lengua mixteca, que hablan los indios herede ros de una alta cultura que tiene más de dos mil años de antigüedad.
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El Paraguay habla guaraní. Un caso único en la historia universal: la lengua de los indios, lengua de los vencidos, es el idioma nacional unánime. Y sin embargo, la mayoría de los paraguayos opina, según las encuestas, que quienes no entienden español son como animales.
De cada dos peruanos, uno es indio, y la Constitución de Perú dice que el quechua es un idioma tan oficial como el español. La Constitución lo dice, pero la realidad no lo oye. El Perú trata a los indios como África del Sur trata a los negros. El español es el único idioma que se enseña en las escuelas y el único que entienden los jueces y los policías y los funcionarios. (El español no es el único idioma de la televisión, porque la televisión también habla inglés.)

Hace cinco años, los funcionarios del Registro Civil de las Personas, en la ciudad de Buenos Aires, se negaron a inscribir el nacimiento de un niño. Los padres, indígenas de la provincia de Jujuy, querían que su hijo se llamara Qori Wamancha, un nombre de su lengua. El Registro argentino no lo aceptó por ser nombre extranjero.
Los indios de las Américas viven exiliados en su propia tierra. El lenguaje no es una señal de identidad, sino una marca de maldición. No los distingue: los delata. Cuando un indio renuncia a su lengua, empieza a civilizarse. ¿Empieza a civilizarse o empieza a suicidarse?
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Cuando yo era niño, en las escuelas del Uruguay nos enseñaban que el país se había salvado del problema indígena gracias a los generales que en el siglo pasado exterminaron a los últimos charrúas.

El problema indígena: los primeros americanos, los verdaderos descubridores de América, son un problema. Y para que el problema deje de ser un problema, es preciso que los indios dejen de ser indios. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, aniquilarlos o asimilarlos: el genocidio o el otrocidio.

En diciembre de 1976, el ministro del Interior del Brasil anunció, triunfal, que el problema indígena quedará completamente resuelto al final del siglo veinte: todos los indios estarán, para entonces, debidamente integrados a la sociedad brasileña, y ya no serán indios. El ministro explicó que el organismo oficialmente destinado a su protección (FUNAI, Fundacao Nacional do Indio) se encargará de civilizarlos, o sea: se encargará de desaparecerlos. Las balas, la dinamita, las ofrendas de comida envenenada, la contaminación de los ríos, la devastación de los bosques y la difusión de virus y bacterias desconocidos por los indios, han acompañado la invasión de la Amazonia por las empresas ansiosas de minerales y madera y todo lo demás. Pero la larga y feroz embestida no ha bastado. La domesticación de los indios sobrevivientes, que los rescata de la barbar ie, es también un arma imprescindible para despejar de obstáculos el camino de la conquista.

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Matar al indio y salvar al hombre, aconsejaba el piadoso coronel norteamericano Henry Pratt. Y muchos años después, el novelista peruano Mario Vargas Llosa explica que no hay más remedio que modernizar a los indios, aunque haya que sacrificar sus culturas, para salvarlos del hambre y la miseria.

La salvación condena a los indios a trabajar de sol a sol en minas y plantaciones, a cambio de jornales que no alcanzan para comprar una lata de comida para perros. Salvar a los indios también consiste en romper sus refugios comunitarios y arrojarlos a las canteras de mano de obra barata en la violenta intemperie de las ciudades, donde cambian de lengua y de nombre y de vestido y terminan siendo mendigos y borrachos y putas de burdel. O salvar a los indios consiste en ponerles uniforme y mandarlos, fusil al hombro, a matar a otros indios o a morir defendiendo al sistema que los niega. Al fin y al cabo, los indios son buena carne de cañón: de los 25 mil indios norteamericanos enviados a la segunda guerra mundial, murieron 10 mil.
El 16 de diciembre de 1492, Colón lo había anunciado en su diario: los indios sirven para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo que fuere menester y que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres. Secuestro de los brazos, robo del alma: para nombrar esta operación, en toda América se usa, desde los tiempos coloniales, el verbo reducir. El indio salvado es el indio reducido. Se reduce hasta desaparecer: vaciado de sí, es un no-indio, y es nadie.
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El shamán de los indios chamacocos, de Paraguay, canta a las estrellas, a las arañas y a la loca Totila, que deambula por los bosques y llora. Y canta lo que le cuenta el martín pescador:

-No sufras hambre, no sufras sed. Súbete a mis alas y comeremos peces del río y beberemos el viento.

Y canta lo que le cuenta la neblina:
-Vengo a cortar la helada, para que tu pueblo no sufra frío. Y canta lo que le cuentan los caballos del cielo:
-Ensíllanos y vamos en busca de la lluvia.
Pero los misioneros de una secta evangélica han obligado al chamán a dejar sus plumas y sus sonajas y sus cánticos, por ser cosas del Diablo; y él ya no puede curar las mordeduras de víboras, ni traer la lluvia en tiempos de sequía, ni volar sobre la tierra para cantar lo que ve. En una entrevista con Ticio Escobar, el shamán dice: Dejo de cantar y me enfermo. Mis sueños no saben adónde ir y me atormentan. Estoy viejo, estoy lastimado. Al final, ¿de qué me sirve renegar de lo mío?
El shamán lo dice en 1986. En 1614, el arzobispo de Lima había mandado quemar todas las quenas y demás instrumentos de música de los indios, y había prohibido todas sus danzas y cantos y ceremonias para que el demonio no pueda continuar ejerciendo sus engaños. Y en 1625, el oidor de la Real Audiencia de Guatemala había prohibido las danzas y cantos y ceremonias de los indios, bajo pena de cien azotes, porque en ellas tienen pacto con los demonios.
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Para despojar a los indios de su libertad y de sus bienes, se despoja a los indios de sus símbolos de identidad. Se les prohíbe cantar y danzar y soñar a sus dioses, aunque ellos habían sido por sus dioses cantados y danzados y soñados en el lejano día de la Creación. Desde los frailes y funcionarios del reino colonial, hasta los misioneros de las sectas norteamericanas que hoy proliferan en América Latina, se crucifica a los indios en nombre de Cristo: para salvarlos del infierno, hay que evangelizar a los paganos idólatras. Se usa al Dios de los cristianos como coartada para el saqueo.
El arzobispo Desmond Tutu se refiere al África, pero también vale para América:
-Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron:
"Cierren los ojos y recen". Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.
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Los doctores del Estado moderno, en cambio, prefieren la coartada de la ilustración: para salvarlos de las tinieblas, hay que civilizar a los bárbaros ignorantes. Antes y ahora, el racismo convierte al despojo colonial en un acto de justicia. El colonizado es un sub-hombre, capaz de superstición pero incapaz de religión, capaz de folclore pero incapaz de cultura: el sub-hombre merece trato subhumano, y su escaso valor corresponde al bajo precio de los frutos de su trabajo. El racismo legitima la rapiña colonial y neocolonial, todo a lo largo de los siglos y de los diversos niveles de sus humillaciones sucesivas.
América Latina trata a sus indios como las grandes potencias tratan a América Latina.
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Gabriel René-Moreno fue el más prestigioso historiador boliviano del siglo pasado. Una de las universidades de Bolivia lleva su nombre en nuestros días. Este prócer de la cultura nacional creía que los indios son asnos, que generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca. Él había pesado el cerebro indígena y el cerebro mestizo, que según su balanza pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca, y por tanto los consideraba celularmente incapaces de concebir la libertad republicana.

El peruano Ricardo Palma, contemporáneo y colega de Gabriel René-Moreno, escribió que los indios son una raza abyecta y degenerada. Y el argentino Domingo Faustino Sarmiento elogiaba así la larga lucha de los indios araucanos por su libertad: Son más indómitos, lo que quiere decir: animales más reacios, menos aptos para la Civilización y la asimilación europea.

El más feroz racismo de la historia latinoamericana se encuentra en las palabras de los intelectuales más célebres y celebrados de fines del siglo diecinueve y en los actos de los políticos liberales que fundaron el Estado moderno. A veces, ellos eran indios de origen, como Porfirio Díaz, autor de la modernización capitalista de México, que prohibió a los indios caminar por las calles principales y sentarse en las plazas públicas si no cambiaban los calzones de algodón por el pantalón europeo y los huaraches por zapatos.

Eran los tiempos de la articulación al mercado mundial regido por el Imperio Británico, y el desprecio científico por los indios otorgaba impunidad al robo de sus tierras y de sus brazos.
El mercado exigía café, pongamos el caso, y el café exigía más tierras y más brazos. Entonces, pongamos por caso, el presidente liberal de Guatemala, Justo Rufino Barrios, hombre de progreso, restablecía el trabajo forzado de la época colonial y regalaba a sus amigos tierras de indios y peones indios en cantidad.
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El racismo se expresa con más ciega ferocidad en países como Guatemala, donde los indios siguen siendo porfiada mayoría a pesar de las frecuentes oleadas exterminadoras. En nuestros días, no hay mano de obra peor pagada: los indios mayas reciben 65 centavos de dólar por cortar un quintal de café o de algodón o una tonelada de caña. Los indios no pueden ni plantar maíz sin permiso militar y no pueden moverse sin permiso de trabajo. El ejército organiza el reclutamiento masivo de brazos para las siembras y cosechas de exportación.
En las plantaciones, se usan pesticidas cincuenta veces más tóxicos que el máximo tolerable; la leche de las madres es la más contaminada del mundo occidental. Rigoberta Menchú: su hermano menor, Felipe, y su mejor amiga, María, murieron en la infancia, por causa de los pesticidas rociados desde las avionetas. Felipe murió trabajando en el café. María, en el algodón. A machete y bala, el ejército acabó después con todo el resto de la familia de Rigoberta y con todos los demás miembros de su comunidad. Ella sobrevivió para contarlo.
Con alegre impunidad, se reconoce oficialmente que han sido borradas del mapa 440 aldeas indígenas entre 1981 y 1983, a lo largo de una campaña de aniquilación más extensa, que asesinó o desapareció a muchos miles de hombres y de mujeres. La limpieza de la sierra, plan de tierra arrasada, cobró también las vidas de una incontable cantidad de niños. Los militares guatemaltecos tienen la certeza de que el vicio de la rebelión se transmite por los genes.
Una raza inferior, condenada al vicio y a la holgazanería, incapaz de orden y progreso, ¿merece mejor suerte? La violencia institucional, el terrorismo de Estado, se ocupa de despejar las dudas. Los conquistadores ya no usan caparazones de hierro, sino que visten uniformes de la guerra de Vietnam. Y no tienen piel blanca: son mestizos avergonzados de su sangre o indios enrolados a la fuerza y obligados a cometer crímenes que los suicidan.
Guatemala desprecia a los indios, Guatemala se auto desprecia. Esta raza inferior había descubierto la cifra cero, mil años antes de que los matemáticos europeos supieran que existía. Y habían conocido la edad del universo, con asombrosa precisión, mil años antes que los astrónomos de nuestro tiempo.
Los mayas siguen siendo viajeros del tiempo: ¿Qué es un hombre en el camino? Tiempo.
Ellos ignoraban que el tiempo es dinero, como nos reveló Henry Ford. El tiempo, fundador del espacio, les parece sagrado, como sagrados son su hija, la tierra, y su hijo, el ser humano: como la tierra, como la gente, el tiempo no se puede comprar ni vender. La Civilización sigue haciendo lo posible por sacarlos del error.
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¿Civilización? La historia cambia según la voz que la cuenta. En América, en Europa o en cualquier otra parte. Lo que para los romanos fue la invasión de los bárbaros, para los alemanes fue la emigración al sur.
No es la voz de los indios la que ha contado, hasta ahora, la historia de América. En las vísperas de la conquista española, un profeta maya, que fue boca de los dioses, había anunciado: Al terminar la codicia, se desatará la cara, se desatarán las manos, se desatarán los pies del mundo. Y cuando se desate la boca, ¿qué dirá? ¿Qué dirá la otra voz, la jamás escuchada? Desde el punto de vista de los vencedores, que hasta ahora ha sido el punto de vista único, las costumbres de los indios han confirmado siempre su posesión demoníaca o su inferioridad biológica. Así fue desde los primeros tiempos de la vida colonial:
¿Se suicidan los indios de las islas del mar Caribe, por negarse al trabajo esclavo? Porque son holgazanes.

¿Andan desnudos, como si todo el cuerpo fuera cara? Porque los salvajes no tienen vergüenza.

¿Ignoran el derecho de propiedad, y comparten todo, y carecen de afán de riqueza? Porque son más parientes del mono que del hombre.
¿Se bañan con sospechosa frecuencia? Porque se parecen a los herejes de la secta de Mahoma, que bien arden en los fuegos de la Inquisición.
¿Jamás golpean a los niños, y los dejan andar libres? Porque son incapaces de castigo ni doctrina.
¿Creen en los sueños, y obedecen a sus voces? Por influencia de Satán o por pura estupidez.
¿Comen cuando tienen hambre, y no cuando es hora de comer? Porque son incapaces de dominar sus instintos.
¿Aman cuando sienten deseo? Porque el demonio los induce a repetir el pecado original.
¿Es libre la homosexualidad? ¿La virginidad no tiene importancia alguna? Porque viven en la antesala del infierno.
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En 1523, el cacique Nicaragua preguntó a los conquistadores:
-Y al rey de ustedes, ¿quién lo eligió?
El cacique había sido elegido por los ancianos de las comunidades. ¿Había sido el rey de Castilla elegido por los ancianos de sus comunidades? La América precolombina era vasta y diversa, y contenía modos de democracia que Europa no supo ver, y que el mundo ignora todavía. Reducir la realidad indígena americana al despotismo de los emperadores incas, o a las prácticas sanguinarias de la dinastía azteca, equivale a reducir la realidad de la Europa renacentista a la tiranía de sus monarcas o a las siniestras ceremonias de la Inquisición.
En la tradición guaraní, por ejemplo, los caciques se eligen en asambleas de hombres y mujeres -y las asambleas los destituyen si no cumplen el mandato colectivo. En la tradición iroquesa, hombres y mujeres gobiernan en pie de igualdad. Los jefes son hombres; pero son las mujeres quienes los ponen y deponen y ellas tienen poder de decisión, desde el Consejo de Matronas, sobre muchos asuntos fundamentales de la confederación entera. Allá por el año 1600, cuando los hombres iroqueses se lanzaron a guerrear por su cuenta, las mujeres hicieron huelga de amores. Y al poco tiempo los hombres, obligados a dormir solos, se sometieron al gobierno compartido.
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En 1919, el jefe militar de Panamá en las islas de San Blas, anunció su triunfo:
-Las indias kunas ya no vestirán molas, sino vestidos civilizados.
Y anunció que las indias nunca se pintarían la nariz sino las mejillas, como debe ser, y que nunca más llevarían aros en la nariz, sino en las orejas. Como debe ser.
Setenta años después de aquel canto de gallo, las indias kunas de nuestros días siguen luciendo sus aros de oro en la nariz pintada, y siguen vistiendo sus molas, hechas de muchas telas de colores que se cruzan con siempre asombrosa capacidad de imaginación y de belleza: visten sus molas en la vida y con ella se hunden en la tierra, cuando llega la muerte.
En 1989, en vísperas de la invasión norteamericana, el general Manuel Noriega aseguró que Panamá era un país respetuosos de los derechos humanos:
-No somos una tribu -aseguró el general.
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Las técnicas arcaicas, en manos de las comunidades, habían hecho fértiles los desiertos en la cordillera de los Andes. Las tecnologías modernas, en manos del latifundio privado de exportación, están convirtiendo en desiertos las tierras fértiles en los Andes y en todas partes.
Resultaría absurdo retroceder cinco siglos en las técnicas de producción; pero no menos absurdo es ignorar las catástrofes de un sistema que exprime al hombre y arrasa los bosques y viola la tierra y envenena los ríos para arrancar la mayor ganancia en el plazo menor. ¿No es absurdo sacrificar a la naturaleza y a la gente en los altares del mercado internacional? En ese absurdo vivimos; y lo aceptamos como si fuera nuestro único destino posible.
Las llamadas culturas primitivas resultan todavía peligrosas porque no han perdido el sentido común. Sentido común es también, por extensión natural, sentido comunitarios. Si pertenece a todos el aire, ¿por qué ha de tener dueño la tierra? Si desde la tierra venimos, y hacia la tierra vamos, ¿acaso no nos mata cualquier crimen que contra la tierra se comete? La tierra es cuna y sepultura, madre y compañera. Se le ofrece el primer trago y el primer bocado; se le da descanso, se la protege de la erosión. El sistema desprecia lo que ignora, porque ignora lo que teme conocer. El racismo es también una máscara del miedo.
¿Qué sabemos de las culturas indígenas? Lo que nos han contado las películas del Far West. Y de las culturas africanas, ¿qué sabemos? Lo que nos ha contado el profesor Tarzán, que nunca estuvo.

Dice un poeta del interior de Bahía: Primero me robaron del África. Después robaron el África de mi. La memoria de América ha sido mutilada por el racismo. Seguimos actuando como si fuéramos hijos de Europa, y de nadie más.

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A fines del siglo pasado, un médico inglés, John Down, identificó el síndrome que hoy lleva su nombre. Él creyó que la alteración de los cromosomas implicaba un regreso a las razas inferiores, que generaba mongolian idiots, negroid idiots y aztec idiots.
Simultáneamente, un médico italiano, Cesare Lombrosos, atribuyó al criminal nato los rasgos físicos de los negros y de los indios.
Por entonces, cobró base científica la sospecha de que los indios y los negros son proclives, por naturaleza, al crimen y a la debilidad mental. Los indios y los negros, tradicionales instrumentos de trabajo, vienen siendo también desde entonces, objetos de ciencia.
En la misma época de Lombroso y Down, un médico brasileño, Raimundo Nina Rodrigues, se puso a estudiar el problema negro. Nina Rodrigues, que era mulato, llegó a la conclusión de que la mezcla de sangres perpetúa los caracteres de las razas inferiores, y que por tanto la raza negra en el Brasil ha de constituir siempre uno de los factores de nuestra inferioridad como pueblo. Este médico psiquiatra fue el primer investigador de la cultura brasileña de origen africano. La estudió como caso clínico: las religiones negras, como patología; los trances, como manifestaciones de histeria. Poco después, un médico argentino, el socialista José Ingenieros, escribió que los negros, oprobiosa escoria de la raza humana, están más próximos de los monos antropoides que de los blancos civiliz ados. Y para demostrar su irremediable inferioridad, Ingenieros comprobaba: Los negros no tienen ideas religiosas.
En realidad, las ideas religiosas habían atravesado la mar, junto a los esclavos, en los navíos negreros. Una prueba de obstinación de la dignidad humana: a las costas americanas solamente llegaron los dioses del amor y de la guerra. En cambio, los dioses de la fecundidad, que hubieran multiplicado las cosechas y los esclavos del amo, se cayeron al agua.
Los dioses peleones y enamorados que completaron la travesía, tuvieron que disfrazarse de santos blancos, para sobrevivir y ayudar a sobrevivir a los millones de hombres y mujeres violentamente arrancados del África y vendidos como cosas. Ogum, dios del hierro, se hizo pasar por san Jorge o san Antonio o san Miguel, Shangó, con todos sus truenos y sus fuegos, se convirtió en santa Bárbara. Obatalá fue Jesucristo y Oshún, la divinidad de las aguas dulces, fue la Virgen de la Candelaria...
Dioses prohibidos. En las colonias españolas y portuguesas y en todas las demás: en las islas inglesas del Caribe, después de la abolición de la esclavitud se siguió prohibiendo tocar tambores o sonar vientos al modo africano, y se siguió penando con cárcel la simple tenencia de una imagen de cualquier dios africano. Dioses prohibidos, porque peligrosamente exaltan las pasiones humanas, y en ellas encarnan. Friedrich Nietzsche dijo una vez:
-Yo sólo podría creer en un dios que sepa danzar.
Como José Ingenieros, Nietzsche no conocía a los dioses africanos. Si los hubiera conocido, quizá hubiera creído en ellos. Y quizá hubiera cambiado algunas de sus ideas. José Ingenieros, quién sabe.

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La piel oscura delata incorregibles defectos de fábrica. Así, la tremenda desigualdad social, que es también racial, encuentra su coartada en las taras hereditarias. Lo había observado Humboldt hace doscientos años, y en toda América sigue siendo así: la pirámide de las clases sociales es oscura en la base y clara en la cúspide. En el Brasil, por ejemplo, la democracia racial consiste en que los más blancos están arriba y los más negros abajo.
James Baldwin, sobre los negros en Estados Unidos:
-Cuando dejamos Mississipi y vinimos al Norte, no encontramos la libertad. Encontramos los peores lugares en el mercado de trabajo; y en ellos estamos todavía.
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Un indio del Norte argentino, Asunción Ontíveros Yulquila, evoca hoy el trauma que marcó su infancia:

-Las personas buenas y lindas eran las que se parecían a Jesús y a la Virgen.

Pero mi padre y mi madre no se parecían para nada a las imágenes de Jesús y la Virgen María que yo veía en la iglesia de Abra Pampa.
La cara propia es un error de la naturaleza. La cultura propia, una prueba de ignorancia o una culpa que expiar. Civilizar es corregir.
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El fatalismo biológico, estigma de las razas inferiores congénitamente condenadas a la indolencia y a la violencia y a la miseria, no sólo nos impide ver las causas reales de nuestra desventura histórica. Además, el racismo nos impide conocer, o reconocer, ciertos valores fundamentales que las culturas despreciadas han podido milagrosamente perpetuar y que en ellas encarnan todavía, mal que bien, a pesar de los siglos de persecución, humillación y degradación. Esos valores fundamentales no son objetos de museo. Son factores de historia, imprescindibles para nuestra imprescindible invención de una América sin mandones ni mandados. Esos valores acusan al sistema que los niega.
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Hace algún tiempo, el sacerdote español Ignacio Ellacuría me dijo que le resultaba absurdo eso del Descubrimiento de América. El opresor es incapaz de descubrir, me dijo:
-Es el oprimido el que descubre al opresor.
Él creía que el opresor ni siquiera puede descubrirse a sí mismo. La verdadera realidad del opresor sólo se puede ver desde el oprimido. Ignacio Ellacuría fue acribillado a balazos, por creer en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgos de la fe en su poder de profecía.
¿Lo asesinaron los militares de El Salvador, o lo asesinó un sistema que no puede tolerar la mirada que lo delata?



12 de octubre: La fiesta del crimen, la sangre y el 
expolio
por Francisco González Tejera     

La conmemoración de cualquier genocidio degrada a todo gobierno, estado o pueblo que lo celebre, aunque lo disfracen de encuentro de dos mundos 

El “día de la raza” de los fascistas españoles se sigue celebrando para vergüenza de los pueblos del mundo. El 12 de octubre la desprestigiada y en gran parte imputada por corrupción casta política española, junto a militares, policías, tricornios, curas, monjas, damas de peineta, toreros, empresarios “agradecidos” que pagan en sobres y torturadores buscados por la justicia internacional, celebran su particular fiesta del genocidio, de la muerte de millones de indígenas en sus particulares “conquistas” de la cruz, la sangre inocente y la espada.

Se afanan orgullosos, engalanados de medallas y banderas patrias en destacar el imperialismo español, la dominación, la esclavitud, el asesinato, el racismo, las torturas, los crímenes, las violaciones a mujeres, a niños/as, el robo de tierras, de recursos naturales, de oro, plata y diamantes, para que los inmundos reyes los emplearan en sus vicios y asquerosas corruptelas.

Empresas multinacionales españolas siguen destrozando la vida de miles de pueblos originarios, arrasando el medioambiente, expoliando, asesinando, homogeneizando culturas, explotando a mujeres y hombres a través de la esclavitud capitalista.

En los tiempos actuales la mafia criminal del Fondo Monetario Internacional junto a otras organizaciones altamente delictivas como la Unión Europea, los bancos y otras rapiñas, siguen saqueando respaldados por gobiernos títeres al viejo continente americano.
En su momento promovieron dictaduras asesinas a través de golpes de estado con cientos de miles de personas desaparecidas, financiadas por los Estados Unidos con el beneplácito y complicidad manifiesta de la Iglesia Católica.

Han institucionalizado el robo precarizando el empleo, los derechos sociales y la miseria mientras celebran cada año el 12 de octubre, la conmemoración del holocausto es y será la mayor humillación sobre los pueblos de la antigua Abya Yala (América antes de Colón), la tierra mágica que acogió a miles de etnias que cruzaron el estrecho de Bering desde Asia o vinieron, según recientes teorías, navegando desde la Polinesia.

Afortunadamente han surgido revoluciones armadas y democráticas que han logrado parar los pies de esta mafia organizada, aunque todavía queda mucho por hacer para expulsarlos definitivamente.

Las empresas transnacionales siguen controlando el comercio mundial, superando en su capacidad económica a muchos países, siendo las responsables del proceso de globalización neoliberal, del actual modelo económico basado en el sometimiento, en el control de los escasos derechos sociales de los pueblos, matando de hambre a millones de seres humanos en todo el planeta, generando guerras imperialistas, asesinando, bombardeando a quien no entra por el aro de sus postulados criminales.

Los pueblos indígenas americanos siguen sufriendo las malas prácticas de estas empresas, que recurren a todo tipo de medidas represivas para expulsarlos de sus tierras ancestrales, invadiendo, destruyendo sus territorios, asesinando a comunidades enteras, hombres, mujeres y niños/as víctimas de la codicia ilimitada del gran capital.

Etnias como los huitoto, los siona, los inga, los kofán, los sáliba, los nukad en Colombia; los yuki y los yurakaré en Bolivia; los yanomami en la amazonia venezolana y brasileña; los wichi, los toba en el Gran Chaco argentino o paraguayo; los qeqchis, los qanjoba, los kiches, los kakchikeles en Guatemala, junto a cientos de pueblos masacrados por las multinacionales del petróleo, la madera y el gas, algunas de capital y procedencia española, siguen llevando a cabo el expolio que comenzó en 1.942, con la llegada de Colón y el inicio del encubrimiento de América, que ha significado el mayor genocidio de la historia.





El 12 de octubre y su celebración huele a muerte de indígenas, a desolación, a crímenes, a torturas salvajes, a violaciones de los más elementales derechos humanos, a la destrucción de selvas enteras, a esclavitud, a reyes corruptos, a políticos palanganeros de un régimen que somete a su pueblo en la actualidad a la peor de las miserias, al desempleo masivo, al hambre, que oculta y protege a los mayores torturadores vivos del franquismo, negándose a entregarlos a la justicia argentina para que sean juzgados por sus aberraciones criminales.

La conmemoración de cualquier genocidio degrada a todo gobierno, estado o pueblo que lo celebre, aunque lo disfracen de encuentro de dos mundos, de hermanamiento, de fraterno aniversario. La sangre que sale de las baldosas de la historia los delata, los condena a llevar para siempre, por los siglos de los siglos, el estigma de criminales de lesa humanidad.


Españoles que ya no son celebrando genocidios que fueron

por Juan Carlos Monedero

Publicado el 12 octubre, 2013
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Los que sentimos hermanos a los que viven en el continente americano, desde México a Tierra de Fuego, y también a todos los que siente su tierra aunque estén en cualquier Norte, no podemos celebrar el 12 de octubre. Porque no se celebra el haber hecho daño, porque no se celebran las conquistas, por que no se celebran las masacres – las buscadas y las provocadas aunque no fuera la intención-. Porque no se puede celebrar el sometimiento de un continente, la esclavitud, la devastación, el robo. Por que no se celebra la vergüenza de haber pretendido descubrir a nadie. Porque no se celebra, si se es decente, cuando los “celebrados” aún andan esperando una disculpa que permita el verdadero encuentro. América Latina se sabe hija de tres continentes. Nosotros, desde esta España irreconocible e irreconocida, no les dejamos sentir propio el decantado europeo que también les pertenece. De aquí salieron los conquistados. Allí estaban los que resistieron.

La hispanidad no existe. De hecho, ni siquiera España ahora mismo existe. La hispanidad, seguramente ya no lo hará nunca y, además, es bueno que sea así. De ser algo el deseado diálogo entre América y las Españas, será en el futuro, lejos del eurocentrismo, lejos del desprecio que animó a los que inventaron y propagaron el concepto, lejos de las nuevas formas de colonialismo económico. La España que celebra con un desfile militar y con reyes, príncipes y princesas el día de la aventura común de vivir juntos es precisamente la España que ya no vale. Una España oxidada, rancia, casposa, biliosa, fea, autoritaria, centralista y desagradable. Llena de parados, de gente expulsada de las aulas, sin sanidad, sin educación, sin respeto. Una España odiosa que esconde la España que podría ser si recuperáramos nuestras decisiones. La España federal, republicana, social que permitiera a las diferentes naciones que aquí han convivido seguir siendo un viaje común en una referencia amable que incorpore y no expulse. Una España que, lejos de segundas transiciones, traiga por fin una primera ruptura. Que permita entender ese pasado terrible compartido y que termine con viejas y nuevas ficciones (donde también están las que levantan los que andan inventando desde diferentes rincones de la peninsula su propia historia queriendo desentenderse de la compartida realidad negra -no la leyenda- de la conquista).

Si los pueblos de España deciden finalmente convivir y seguir juntos nunca escogerán el 12 de octubre como el día de celebración de estar unidos. Esa otra España federal y social tendrá que reconstruir su presente y su pasado, se disculpará por tanto daño hecho a otras personas y grupos (al menos desde la expulsión de judíos y moriscos en 1492) y hará lo posible para resarcir el atraso que ha contribuido a crear en otras partes del mundo.

Entonces cada vez que nos celebremos, los pueblos de América Latina quizá tengan también ganas de celebrar con nosotros por todo lo que compartimos. Esa España federal y republicana, comprometida con la democracia y la justicia social, podrá ser tan atractiva como lo fue en los años treinta. Cuando Neruda se sentía en Madrid o en Barcelona como en casa, Oliverio Girondo compartía tertulia en Pombo con Gómez de la Serna o Lorca cruzaba el continente sin salir de su patio andaluz. Ese horizonte suena tan hermoso que uno no se explica por qué estamos tardando tanto. Mientras tanto, disculpen un año más, hermanos y hermanas de América Latina, por esta absurda y terrible celebración. Acepten como regalo que este año los legionarios no han gritado ¡Viva el Rey! Sé que no es mucho, pero imaginen cómo estamos que nos vale afirmar que algo es algo.